viernes, marzo 29, 2013

Ante la cruz



La imagen del hombre en la cruz expresa un terrible sufrimiento. Es una visión desgarradora que conmueve y que sitúa al que lo vive al límite de un dolor inhumano, cuando hasta para el gemido fallan las fuerzas y el cuerpo queda paralizado.

Morir en la cruz era el castigo al que los romanos sometían, como escarmiento, a todos los insurgentes condenados. Era terrible y escandaloso. El reo, colgado en el madero y atravesados sus pies y brazos por gruesos clavos, agonizaba en medio de terribles padecimientos hasta su muerte. Si tardaba en morir, se le quebraban las piernas. Sus pulmones, oprimidos por el esternón, perdían la capacidad de respirar y, finalmente, el hombre moría ahogado.

Lo más terrible es que este que vemos colgado en una cruz era un hombre bueno, sencillo y solidario con los pobres. Pasó por el mundo trayendo un mensaje revolucionario en cuyo centro estaban el amor, la misericordia, el perdón, la humildad y la justicia. En esa cruz, sobre el Gólgota, colgaba el mismo hijo de Dios, Cristo.

Uno se pregunta cómo el gobernador romano, los sacerdotes, los escribas y los fariseos pudieron llevar a la muerte a un hombre justo, convirtiéndolo en la imagen del siervo sufriente que habían anunciado los profetas. Un hombre, bueno y santo, moría en medio de un martirio insoportable, tras una larga agonía, lanzando un grito escalofriante que hizo oscurecer el cielo y desatarse la tormenta. Unos amigos piadosos le dieron sepultura, en discreto silencio, bajo el cielo borrascoso. Bajo la roca yació el cuerpo del justo muerto injustamente.

¿Qué le han hecho los hombres al Hijo de Dios? ¿Qué le continuamos haciendo, hoy, cada día? Si no abrimos nuestro corazón a su ternura, lo estamos ignorando. Si nos cerramos a su amor, estamos clavándole una espina. Cada paso que nos aleja de él es una bofetada a su rostro, un azote a su espalda.

¿Podemos mirarle a los ojos, abatido y sufriendo en la cruz? ¿No nos abruma su visión? ¿No se nos acelera el corazón cuando fijamos la mirada en su rostro sufriente? ¿No nos conmueve la terrible fragilidad de un Dios que por liberarnos aceptó soportar el peor de los suplicios? ¿No nos duele la brutalidad del martirio? ¿No se nos encoge el alma ante tanto dolor?

Ver la misma bondad clavada en una cruz no puede dejarnos indiferentes. Cada vez que paso ante el crucifijo y lo miro, respiro hondo, como queriendo darle el aire que le falta, y un murmullo de impotencia me sale del corazón. Me pregunto, una y otra vez: ¿cómo te pudieron hacer esto?, y me quedo esperando una contestación, una respuesta que quizás surgirá dentro de mí.

A la vez, brota un grito interior: quiero sublevarme ante tal injusticia. Pero tú decidiste callar ante Pilatos. Todo estaba cumplido, no valía la pena decir más. Ya lo habías dicho todo, en tus predicaciones y, en especial, los últimos días antes de tu apresamiento. Pero tu silencio era más penetrante que las palabras, quizás porque todavía querías convertir, salvar, conquistar un alma para Dios. Quizás porque la cruz solo fue un paréntesis, un paso necesario que vaticinaba algo nuevo.

Verte cada día en la cruz me hace bien, porque tú mismo ya eres el anuncio de tu misericordia infinita; porque tu amor restaura todo mi ser y anuncia un encuentro glorioso. Me hace bien porque tu dolor me recuerda que asumiste la cruz con libertad, para que nadie más tuviera que sufrir inútilmente. Tu dolor hace que nunca me olvide de todos aquellos que sufren a lo largo del planeta: niños, mujeres, enfermos, ancianos abandonados… Cada vez que te miro, pienso que en algún lugar alguien está sufriendo cruelmente, sin defensa, luchando por mantener su dignidad. Tu cruz es un aviso para que no me olvide de los que padecen y quiera convertirme en bálsamo que nutre el corazón desgarrado de tantas personas que han perdido la luz en su horizonte.

Ayúdame a no apartar nunca la mirada de ti. Ayúdame a descubrir que tu muerte no ha sido en vano. Te pido que sepamos ir más allá de la imagen de tu rostro sangrante y podamos mirarte a los ojos. Porque solo así, en el cruce de miradas, encontraremos una respuesta.


Cuando abro las puertas del vestíbulo para entrar en el templo, al fondo contemplo el sagrario. Allí estás, para siempre, porque no nos has querido dejar huérfanos. Allí estás, vivo en el pan eucarístico. De la muerte en cruz pasaste a la vida. Y ahora tu casa está en el sagrario, custodiado por dos llamas que flanquean tu hogar, indicando que allí estás, esperándonos, especialmente cada domingo, para darte como alimento. Esta es la única esperanza que tenemos los cristianos, única e inmensa, que basta para responder a todos nuestros anhelos e inquietudes: estás vivo, entre nosotros.

Joaquín Iglesias - 28 marzo 2013

miércoles, marzo 27, 2013

Gestos balsámicos en la Pasión de Cristo



Cuando leemos con calma la Pasión de Cristo, desde una lectura contemplativa nos damos cuenta de que el dolor de Jesús nos traspasa como una espada el corazón, y nos asombramos ante la aberración histórica que cometieron los responsables de tal suplicio y muerte. Uno se siente conmovido ante la densidad del sufrimiento de Cristo en la cruz. A la flagelación, los golpes y los clavos desgarrando sus carnes se sumaba el dolor de la negación, de la traición y la burla de quienes lo contemplaban. Más hirientes que las espinas de su corona, más afiladas que la lanza que atravesó su costado, más amargas que el vinagre, fueron las palabras llenas de ironía y los insultos lanzados contra el justo que agonizaba en la cruz.

Jesús experimentó un profundo sentimiento de abandono por parte de Dios ante aquella jauría humana que pedía su crucifixión. Padeció la tortura física, psicológica y espiritual, hasta el límite de su resistencia. Gimiendo, soportó todo hasta la extenuación. Su último grito potente, con las últimas fuerzas  que le quedaban, fue un grito que sacudió hasta el centro del universo, un grito ensordecedor que llega hasta lo más hondo de nuestros huesos. Así, abatido, quedó suspendido en la cruz, exhausto y bañado en sangre.

Ahondando con detenimiento en la Pasión vemos que, entre dolor y dolor, aparecen pequeños gestos balsámicos, resquicios de bondad que hacen el sufrimiento de Jesús más soportable.

Las hijas de Jerusalén

A Jesús le conmueven las mujeres, que lloran ante él cuando carga sobre sus hombros la cruz. Ellas son sensibles al sufrimiento de ese hombre que las ha dignificado, en medio de una sociedad que las discrimina. Sienten el dolor de ese rabino que ha instruido, que ha curado y ha revelado el rostro amoroso de Dios. Conmovidas, sienten en su corazón la angustia y el dolor de Jesús.

El Cirineo

Jesús, exhausto y herido, ya no puede con el peso de la cruz. Un hombre que viene del campo es obligado a llevar el madero. No sabemos apenas nada de este personaje, si le ayudó lamentando su dolor, con lástima, u obligado por los verdugos romanos, de mala gana. Pero el peso de la cruz para hacer más llevadero el camino de Cristo debió despertar alguna inquietud en él. ¿Qué pasaba por su cabeza? ¿Fue uno de aquellos judíos que gritaba y que, más tarde, cambió su burla por compasión? ¿Se alegró por aliviarle, en lo posible, del peso terrible que caía sobre sus hombros? ¿Cómo debió quedarse al llegar al final del recorrido? ¿Qué fue de su vida más tarde? Seguramente aquel trecho de camino, cargando la cruz, acompañando al justo condenado, debió cambiarlo para siempre. Fue un alivio en la amargura de aquella terrible injusticia, otro dulce bálsamo para las llagas del corazón de Jesús.

La Verónica

El velo que enjuga el rostro de Jesús queda marcado. Esa huella de su cara en el pañuelo es la imagen del rostro sufriente que quedó impreso en el corazón de una mujer desconocida, movida por la compasión y la ternura. La Verónica es otra mujer que no teme acercarse a Jesús y puede ver hasta qué punto el dolor y la sangre desfiguran su rostro. Los ojos de ambos se cruzan. Cuán penetrante debió ser la mirada de Jesús, en medio del dolor. Ella nunca olvidará esos ojos, que quedan grabados en su mente y en su alma; esos ojos que, entre lágrimas, la miran y la salvan.

El buen ladrón

Uno de los malhechores que son crucificados al lado de Jesús reconoce que él merece su castigo. Pero sabe que Jesús es justo y no ha hecho nada para terminar así. Para Jesús debió ser reconfortante que un bandido reconociera su bondad, que derrama aún en medio del intenso dolor. El buen ladrón lo defiende ante su compañero, que se burla de él. Y Jesús saca fuerzas para prometerle el paraíso. Hasta los últimos momentos de su agonía, es el pastor que va a buscar la oveja perdida y la rescata.

El centurión

El centurión, que ve morir a Jesús, es el primero que hace una profesión de fe: «Verdaderamente, este hombre es el Hijo de Dios».

¿Qué ocurrió en el corazón del brazo ejecutor de la condena? Quizás fue el último gemido de Jesús, ese lamento que sacudió la tierra; quizás la consciencia de que estaban ajusticiando a un inocente. Nunca sabremos qué pasó en el interior de este hombre, que le produjo tal conversión. Quizás contemplando el cuerpo de Jesús en la cruz quedó tan impresionado por su abandono, por su paz, por su capacidad de perdón a los enemigos, que comprendió la misericordia de Dios y una luz empezó a brillar en la brecha que se iba abriendo en su corazón.

El centurión impidió que quebraran las piernas a Jesús, pues ya había muerto. Si antes temía a la autoridad, al procurador, a sus superiores, en el momento en que el grito de Jesús resonó sobre la tierra el centurión se liberó de su esclavitud. En su mente, aquel grito rasgó el velo de la oscuridad y también él se salvó, confesando al Hijo de Dios. Allí, al pie de la cruz, la primera semilla del cristianismo comienza a florecer, en tierra romana.

José de Arimatea

Fue el hombre honrado que quiso dar sepultura digna al crucificado. Él también debió seguir la pasión de Cristo hasta el Gólgota. Ahora acude con sus bálsamos y especias para lavar y ungir el cuerpo ensangrentado. Con dulzura debió limpiar su rostro y su cuerpo, que no podía ser enterrado de cualquier manera. Lo amortajó y lo envolvió en el sudario, con delicadeza, amorosamente. Y lo colocó en un sepulcro de su propiedad, nuevo por estrenar.

Juan y María

Y, por último, en el evangelio de Juan leemos que la madre de Jesús y el discípulo amado estaban allí, al pie de la cruz.  Juan, que desde lo más profundo de su soledad seguía discretamente el suplicio de su maestro, debía tener el corazón destrozado, oprimido y temeroso. La hermosa aventura con su maestro y sus compañeros no podía acabar de esta manera, debía pensar una y otra vez. Y quizás reclinó su cabeza sobre el hombro de María, como durante la cena lo hizo sobre el pecho de Jesús. Con el corazón lleno de amargura, veía el horizonte sin esperanza; la luz se había esfumado en la noche.

Pero, en su dolor, acompañaba a la madre de Jesús.

Si la mirada compasiva de la Verónica, la oportunidad de un nuevo mundo que se abre ante el buen ladrón, la confesión de fe del centurión, la delicadeza de José de Arimatea, la tristeza de Juan al pie de la cruz nos conmueven, ¿qué pensar de María?

¿Cómo debió sentirse su madre? Quizás fue viendo en este final trágico de su hijo el cumplimiento de aquellas profecías de la infancia. Ver a su hijo en la cruz fue como si todo aquel dolor pasara por su alma. Cuando se ama tanto a alguien, su dolor es tu dolor, porque el otro forma parte de ti. María, ante la cruz, debió sentirse absolutamente rota, desgarrada, con el alma partida. Aquel hijo, que también era hijo de Dios, que por su docilidad llegó a soportar tanto, ¿tenía que morir de aquella manera?

La piedad popular imagina a Jesús en brazos de María, cuando es descendido de la cruz. La pasión de María fue al pie de la cruz. El joven discípulo y la madre, abrazados, lloran ante el maestro muerto. Quizás en ese momento de supremo dolor nunca acabaron de perder del todo la esperanza. En la noche más oscura, tal vez en ellos aún aleteaba una última certeza, la certeza de que esa historia de amor no podía acabar así.

Ante Jesús muerto, el centurión romano hace la primera profesión de fe cristiana del mundo; mientras todo oscurece, María se convierte en imagen de la Iglesia que espera; Juan es el místico que siente muy cerca el latido del corazón de Jesús.

El abrazo del discípulo y de la madre presagia un nuevo amanecer. De las tinieblas más profundas está a punto de emerger el sol. Esa noche de viernes santo, con esa profesión de fe, ese abrazo, no es un fin, sino la apertura de otra buena nueva, el inicio de una comunidad naciente.  En la noche de viernes santo, al pie de la cruz, comienza la gran revolución del cristianismo.

viernes, marzo 08, 2013

Bastan dos letras: «sí»


Era un 7 de marzo de 1987, en la parroquia de San Isidoro, en el Ensanche de Barcelona, a las 8 de la tarde. Fui ordenado de manos del arzobispo Jubany, acompañado por varios amigos ya ordenados, otros que estaban a punto de serlo, ejerciendo su diaconía, otros en proceso de formación o de discernimiento vocacional y algunos profesores de la Facultad de Teología. Ante mí, una comunidad expectante que se alegraba de participar festivamente en ese acontecimiento eclesial: una ordenación al servicio de la comunidad.

Mi rector de entonces era Juan Guardiola. Discreto y emocionado, esperaba el momento culminante de la celebración, así como mi familia y muchos amigos. Estábamos en la tercera semana de Cuaresma, camino de la Pascua, y era el día de Santa Felicidad y Santa Perpetua, dos mujeres mártires que murieron por no querer renunciar a su fe.

El altar estaba adornado con hermosos motivos florales, aunque con sobriedad, al estar en Cuaresma. Un buen grupo de jóvenes tocaba y cantaba para amenizar la liturgia. Entre luces y cantos iniciamos la procesión de entrada en el templo hacia el presbiterio, con el pastor de la diócesis seguido de un nutrido grupo de sacerdotes.

¿Qué sentía en aquel momento? ¿Cómo lo vivía? ¿Qué pasaba por mi corazón? ¿Qué significaba dar ese paso definitivo, crucial en mi vida? Estaba a punto de convertirme en sacerdote, un ministro del Señor, llamado a la misión de contribuir con la Iglesia al anuncio de la Buena Nueva. Asumía para siempre que me unía al sacerdocio de Cristo, un sacerdocio que lo exigía todo de mí: una vida volcada a los demás, con la misión específica de anunciar la Palabra de Dios y presidir el banquete de la eucaristía para alimentar el rebaño que se me iba a encomendar.

Estaba entre la alegría de un don inmerecido y la enorme responsabilidad que caía sobre mis hombros, no porque tuviera miedo al desafío, sino porque no quería fallar a Dios. Le pedí, en esos momentos, mientras recibía la imposición de manos del cardenal, que me diera la suficiente fuerza y el vigor para mantenerme firme y fiel a él, y para ser siempre consciente del regalo que estaba recibiendo. Emocionado por la ceremonia, saboreaba dentro de mi alma ese momento trascendental de mi vida. Un largo proceso se culminaba aquel día, en que me convertía en imagen de Cristo. Y aunque sentía en mí una incontenible alegría, era consciente de que iniciaba un nuevo itinerario, un cambio radical. A partir de entonces le pertenecía y toda mi vida era su vida.

También pensé que mi modelo de vida estaría siempre vinculado al de Cristo, artífice último y primero de mi vocación sacerdotal. Pero siempre reconociendo que la plenitud de esa llamada no se da sin la mediación de la Iglesia y de otros sacerdotes, que también se convierten en modelos que te empujan a seguirlo y a compartir esos momentos tan cruciales de los inicios.

Experimenté también un inmenso amor de Dios. Por un lado me sentía insignificante; el proceso vocacional fue largo y no siempre fácil. Pero estaba allí, recibiendo algo tan sagrado, y pensé que a Dios no le importaban todas mis limitaciones. Para él solo importaba mi sí, tímido pero seguro; eso le bastaba para continuar su obra a través de mí.

Me sentí feliz, porque cuanto más consciente era del profundo contenido teológico de la liturgia de la ordenación, más me daba cuenta de que todo terminaba en un cristificarme con él. A partir de entonces, iba a tener en mis manos al propio Cristo sacramentado; contemplando su presencia mientras lo elevaba y dándolo como alimento a la comunidad. Sí, tendría entre mis manos a Jesús, que después de su resurrección se ha querido hacer presente entre nosotros en el sagrario, su tabernáculo, en su empeño de seguir conquistándonos y llevándonos hacia él. Este es su anhelo más profundo: entrar en nuestro corazón para que sintamos un gozo pleno. El sacerdocio, así, nos configura con Cristo. Y me sentí lleno de tanto derroche de amor, un amor que no tiene límite.

Bastan dos letras: “sí”, y de lo demás ya se ocupará él. Un sí abierto es como una lanzadera de un portaaviones, proyectada directamente al corazón, que permite que Jesús entre hasta lo más hondo de tu ser. Pasé por una larga formación académica, teológica, un itinerario parroquial para madurar en la formación pastoral, convivencia con los compañeros y mucha oración para seguir discerniendo. Toda esta etapa de preparación llegó a su cumbre con este hecho central en mi vida: la ordenación sacerdotal.

Hoy han pasado 26 años. Recuerdo con gratitud inmensa la celebración de mis 25 años de sacerdocio en la parroquia de San Félix, con mi nueva comunidad y muchos feligreses de otras parroquias. En esos momentos me sentí emocionado y sobrecogido por tantas muestras de aprecio y fraternidad que me hicieron vivir el acontecimiento con un plus de gracia que Dios me concede. Es verdad que no todo ha sido fácil. He vivido momentos de mucha plenitud; otras veces he sentido que bajo mis pies las aguas se agitaban con fuerza. Luces y sombras se han cernido sobre mi alma. Pero siempre he permanecido ahí, deseando no fallar a mi Señor. Él siempre me ha ayudado en los momentos de tormenta. Siempre está ahí, siempre he tenido la certeza de que estaba conmigo, consintiendo quizás esos trances dolorosos para que creciera y me uniera más a él. Y siempre, finalmente, me ha invadido una calma que atraviesa todo mi ser, algo más que tranquilidad: es la suavidad de Dios que penetra todas mis entrañas y me conforta. Él nunca me falla, me  basta sentir la melodía de su silencio. Un velo separa su susurro de mis oídos, tan real como el amanecer; tan vital como mi respiración. Me basta el calor de su presencia, no visible, pero ¡tan real!

Han pasado 26 años y os puedo asegurar que siento la misma dicha de aquel primer día. En aquella embajada del cielo, ungido en el sacerdocio, experimenté un gozo como nunca lo había sentido.  Empezaba otra etapa de mi vida. Hoy estoy aquí, con mi querida comunidad de San Félix, a la que tanta estima profeso, y que ya forma parte de mi historia sacerdotal.

Os quiero decir, con rotundidad, que siento la misma alegría desde que le dije sí al Señor, con 18 años, al lado de un pozo en el campo. La misma que cuando me admitieron al estado clerical, cuando recibí las órdenes menores, así como el diaconado, en noviembre de 1985. La misma de mi ordenación sacerdotal. La misma que hoy, en este aniversario. ¿Sabéis por qué? Porque la fuente de mi alegría ya no está en mi éxito ni en mis logros, sino en Dios, que no para de dármela. Porque el día que le dije sí, sentí que también él me decía que jamás me faltaría la alegría de aquellos que sirven a Dios, de aquellos que han decidido seguirle. Llueva o haga sol, nada nos la podrá quitar, porque somos suyos. Es verdad que no es la alegría de un adolescente, sino una alegría que se sostiene en una profunda paz; la paz que da saberse sostenido por Dios en la existencia y en la vocación.

Gracias por acompañarme en este día, un jueves, día eucarístico. Que Dios os bendiga a todos. Pido que recéis por mi sacerdocio, para que sea fecundo en mi ministerio.  ¡Gracias!

Joaquín Iglesias
7 marzo 2013 

domingo, marzo 03, 2013

La eucaristía, el milagro de Cristo hecho pan



Qué lejos estamos todavía de entender el misterio de la eucaristía. Lo vemos, lo tocamos, nos comemos al mismo Cristo… y seguimos sin entender qué está ocurriendo. Lo tenemos delante de nuestros ojos y convertimos ese instante sagrado en otro momento rutinario. No olemos ni alcanzamos a entender que se trata de un milagro: no es cualquier cosa como las que nos suceden cada día. ¡Es diferente! Es crucial.

El mismo Dios, en Cristo sacramentado, se nos está haciendo presente. Estamos viendo con nuestros propios ojos al Cristo resucitado, vivo y presente en la eucaristía. ¿Qué nos pasa? Que hemos ritualizado ese momento y lo hemos convertido en un culto más, donde la inercia nos acaba de arrancar el sentido último y trascendental del sacramento. Es un acto profundamente religioso, que expresa una donación sin límite, y nos quedamos igual. Es otra actividad semanal que se suma a tantas otras. No somos ni conscientes.
Creo que hemos hecho de algo tan vital para el cristiano, la eucaristía, un puro mercantilismo con Dios. Venimos a misa a cambio de obtener su gracia. No nos damos cuenta de que ni todos nuestros esfuerzos, por mucho que nos afanemos, son suficientes para obtener algo que ni siquiera merecemos y, sin embargo, se nos da gratuitamente. Estamos tan acostumbrados a vender y a comprar que siempre que damos algo esperamos recibir. Un acto tan sagrado como la eucaristía también lo convertimos en un «yo te doy y tú me das», como si pudiéramos regatear con Dios, quitándole a ese gesto todo lo que tiene de milagro y de gratuidad.

Hemos caído en el legalismo y en el consumismo religioso, que es como si estuviéramos comprando el cielo, la eternidad. Si creyéramos de verdad que en el pan que tomamos está el mismo cuerpo de Cristo, nuestros ojos, nuestros rostros, nuestro corazón, toda nuestra vida cambiaría radicalmente. Porque tenerlo a él, al mismo Jesús, no nos puede dejar indiferentes.

La vida de Dios entra en nosotros. La luz del Tabor ilumina todo nuestro ser y nos configura con él. ¿Qué pasa, que no nos sentimos sacudidos, interpelados, tocados en lo más hondo? Está entrando Jesús en nosotros; le dejamos entrar dentro de nuestro ser. Tomarle a él nos vincula para siempre. No podemos quedarnos igual. Convertir algo religioso en una rutina apática es tanto como decir que estamos matando la esencia de la sustancia en ese momento.

Dice Benedicto XVI que cada vez que comulgamos poco a poco nos vamos pareciendo más a Jesús; su presencia nos modela, nuestra vida se configura con la suya. Tomando a Jesús ya estamos paladeando la eternidad. Entramos en el tiempo y en la hora de Dios. Cada eucaristía es un encuentro de tú a tú con Jesús, desde la comunidad. Y, como todo encuentro, despierta una emoción, una experiencia que nos llama a seguir profundizando en lo que significa la fe. Nuestra adhesión personal a Jesús supone e implica un compromiso de mejorar nuestro mundo y de colaborar con la Iglesia con vigor, entusiasmo y entrega. No solo se trata de recibir a Jesús, sino de seguirlo. Y seguirlo significa convertirse en apóstol, en anunciador, en mensajero del Reino de Dios en medio de nuestra sociedad.

Joaquín Iglesias
24 febrero de 2013