domingo, junio 27, 2010

La parroquia, lugar de encuentro con Cristo

Más allá del edificio y la demarcación territorial, la parroquia siempre es un grupo de personas, bautizadas, creyentes, que quieren seguir a Cristo.

Una comunidad que ha de ser abierta y dinámica, que debe salir afuera, al barrio. No sólo debe hacerlo el cura, sino que toda la comunidad ha de evangelizar.

Por esto nuestro talante ha de ser festivo: estamos llamados a anunciar con alegría lo que vivimos adentro. Nuestro mejor modelo son las primeras comunidades cristianas. Nosotros somos sus sucesores.

Oración, eucaristía y unidad

Una comunidad que no se alimenta de Cristo, que no ora y que no está unida, difícilmente podrá evangelizar y ser un testimonio creíble de puertas afuera. La parroquia se sostiene por la eucaristía, por la capacidad de perdón, por la humildad. “Mirad cómo se aman”, decían las gentes cuando hablaban de los primeros cristianos. Amarse, potenciarse, confiar unos en otros, esto es auténtico testimonio.

La parroquia es el lugar de encuentro con Dios y los demás. Si emprendemos muchas actividades pero no tenemos claro que estamos en un espacio sagrado, lo que hagamos no tendrá el perfume de trascendencia que le da un sentido profundo a nuestra acción. Caeremos en la herejía del activismo. La cruz y la eucaristía son esenciales en nuestra vida. Sin ellas no es posible una buena pastoral social; haremos muchas cosas, pero no serán un verdadero testimonio.

La acogida

La acogida es fundamental en la parroquia. Hemos de acoger a todo el mundo, sea como sea y venga de donde venga, incluso al agnóstico, al ateo o al que profesa otra fe. En el horizonte evangelizador tenemos una cultura alejada de Dios y ése es nuestro reto: comunicar el evangelio en medio del mundo.

La misión del sacerdote

El sacerdote aglutina la comunidad; una parroquia no tiene sentido sin su presencia. Y regir una comunidad humana es muy complejo, pues se dan muchas diferencias entre las personas, y a veces conflictos. Se requiere una enorme caridad y aceptación del rebaño que Dios ha dado a cada pastor. Ni el párroco elige a sus feligreses ni éstos lo eligen a él. Por eso es necesario mucho amor, comprensión, paciencia unos con otros.

El sacerdote tiene una triple misión: enseñar, gobernar y santificar.

La primera, instruir, consiste en predicar, formar y hacer llegar a la gente la palabra de Dios, así como tratar de los temas que afectan nuestro mundo actual a la luz del magisterio de la Iglesia.

Santificar. El único santo es Dios. Allí donde esté, el sacerdote ha de santificar la vida de la gente, llevándola cerca de Dios, haciéndola más caritativa, comprensiva, valiente. El sacerdote ha de despertar el amor a Dios.

Gobernar no debe entenderse como el gobierno de los políticos. Más bien se trata de un pastoreo —en hebreo, la palabra rey se identifica con “pastor”—. Es cierto que un rector se ocupa de organizar, gestionar y dirigir las actividades pastorales. Pero, sin excluir la parte administrativa, gobierna como el buen pastor, con un talante de guía, de apoyo, orientador, para sacar lo mejor que tiene la gente y acercarla a Dios. Tenemos a Dios mismo dentro, ¡lo tomamos!

Una comunidad eclesial

La parroquia es una parcela de la Iglesia universal. Más allá de las fronteras de nuestro barrio podemos acoger a gente de otros lugares, movimientos y comunidades. Hemos de saber asimilar la realidad social del entorno; la parroquia debe tener una activa participación ciudadana y abrirse a otras realidades eclesiales. No olvidemos que formamos parte de una Iglesia mucho más amplia, distribuida en diócesis, arciprestazgos y parroquias por todo el mundo.

Vivero de vocaciones

Es en las parroquias donde deben surgir y crecer las vocaciones: tanto al matrimonio como a la vida consagrada, a la militancia cristiana y al sacerdocio. La Iglesia se nutre de las parroquias: ellas son la cuna de las vocaciones. Recemos y trabajemos por ellas.

Pregoneros de Cristo

Los sacerdotes podemos caer en la trampa sutil de pregonarnos a nosotros mismos o hacernos eco de ideas bonitas. Pero el sacerdote, en realidad, es representante de Cristo. Representa al que está, no ausente, sino vivo y presente. Por eso no ha de caer en la autosuficiencia. Cuando está celebrando, es Cristo quien actúa en él. Esto para los cristianos es importante: liberémonos de prejuicios y entendamos que la mediación eclesial, la intervención de los sacerdotes y la práctica de los sacramentos son importantes.

No dejemos de comunicar ni de salir fuera de los muros del templo. Recordemos que tenemos lo mejor que podemos dar, el tesoro más grande: Jesús.

domingo, junio 20, 2010

El sagrado corazón de Jesús, el corazón de Dios

Podríamos empezar diciendo que Jesús es el corazón de Dios. El que es motor de nuestra existencia pone a Jesús, su Hijo, dentro de su mismo corazón. Decimos que los padres se parecen a sus hijos, y es verdad. Pero, en el caso de Jesús, vamos más allá: Jesús habita en el mismo corazón de Dios. Como hombre, encarna el amor de Dios dando su vida a manos llenas.

¿Qué celebramos en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús? Celebramos que Jesús está tan unido a Dios que llega a formar parte de sus mismas entrañas. Ama a ese Dios al que llamará Abba —papá— y lo ama no sólo con su mente, sino con todo su ser. Toda su persona, su vida, su rostro sagrado es santo. El corazón de Jesús es el latido del amor de Dios hacia su criatura.

Leemos en el evangelio de san Juan que un letrado le pregunta a Jesús: “¿Cuál es el mandamiento principal entre todos?” Y Jesús contesta: “El primero es este: escucha Israel, el Señor tu Dios es el único Señor, y lo amarás con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu ser”.

Cuando decimos “amar a Dios con todo el corazón” estamos añadiendo al amor pasión, vigor, fuerza. Estamos introduciendo un elemento antropológico de primer calibre. En nuestra cultura, el corazón expresa lo más íntimo, lo más profundo, lo más bello de la persona.

En un plano físico, el corazón es el órgano vital de la persona. Con su latido, bombea la sangre que alimenta y oxigena el resto de los órganos y tejidos del cuerpo. En el plano psicológico, el corazón juega un papel esencial a la hora de expresar los sentimientos y el amor.

En la Iglesia, Cristo es el corazón de Dios que late y bombea su sangre derramada por amor, llevando su gracia a todos los fieles y a las diferentes comunidades que se esparcen por el mundo. El corazón de Jesús late fuerte porque el amor que lo mueve es intenso. Por eso es sagrado: porque ama y entrega su vida hasta morir.

El corazón de Jesús nos recuerda que hemos de amar más allá de nuestro intelecto. La experiencia del amor pasa por el corazón. Santo Tomás de Aquino, una vez terminó la Summa Theologica, experimentó una vivencia mística durante la eucaristía. Fue tan fuerte que comprendió que todo su esfuerzo intelectual, vertido en sus libros, era nada al lado del misterio de amor encerrado en la sagrada hostia.

Y es que en la teología cristiana y en la tradición hebrea, el cuerpo tiene un lugar importantísimo. El Hijo de Dios encarnado se hace cuerpo, con un corazón de carne y sangre. Dios quiso que su amor se manifestara a través de un hombre llamado Jesús de Nazaret.

El día del Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Padre clausuró el Año Sacerdotal, proponiendo como ejemplo al santo cura de Ars. En la clausura participaron más de 14 000 presbíteros de todo el mundo; fue un hermoso evento para cerrar este Año Sacerdotal. El sacerdote, unido a Cristo en su labor pastoral, debe rezar, celebrar, vivir y amar palpitando con su mismo corazón. Sólo así, como el santo cura de Ars, hará fecunda su labor ministerial.

Dios ha tenido la osadía de contar con los sacerdotes, aún sabiendo que somos vasijas de barro, humanos y con limitaciones, pero con un deseo fervoroso dentro. El sacerdocio es un inmenso regalo de Dios. Ojalá sepamos ejercerlo con pasión desde la unidad en caridad hacia los demás. De esta manera, nuestro corazón latirá al unísono con el corazón sagrado de Cristo.

11 junio 2010

domingo, junio 06, 2010

Corpus Christi, una vida entregada sin límites

Desde el arciprestazgo de Badalona Sud Sant Adrià las parroquias y los movimientos que conforman el consejo arciprestal de los laicos han elaborado un manifiesto de carácter testimonial sobre nuestro posicionamiento ante la crisis. Tema que se nos propone dentro del nuevo trienio pastoral de la diócesis de Barcelona.

Dicho manifiesto recoge fundamentalmente la incansable labor de las Cáritas parroquiales, de los movimientos y de las entidades solidarias vinculadas a las parroquias, con un ideario cristiano. Hablamos de estadísticas y números que revelan que desde Cáritas arciprestal se realiza un trabajo tenaz como respuesta eficaz contra la crisis. Además se establecen una serie de compromisos, como actitudes básicas para hacer frente a la crisis.

Siendo este manifiesto un reflejo de un sincero esfuerzo y de una innegable voluntad de vivir coherentemente nuestra vida cristiana, yo quisiera apostillar algunos aspectos.

Hoy celebramos el Corpus Christi, fiesta litúrgica del cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos el gesto sublime de amor de Jesús, que pasa por entregarse, dando su cuerpo y derramando su sangre, en rescate de nuestra vida. Esta festividad tiene que ver con la forma de amar de Jesús: un amor que es caridad, entrega generosa, sin límites, hasta dar la vida sin esperar nada a cambio. Es evidente que el amor ha de tener una fuerte proyección social y de compromiso por los más desvalidos. Pero no podemos limitarnos a darle un sentido socio político al amor, ya que lo específico del cristiano es el anuncio de la buena nueva de Jesús. Es decir, la revelación de un Dios Padre que es puro amor.

Se han hecho muchas lecturas de la crisis en sus diferentes vertientes: desde una óptica política, financiera, económica, empresarial, cultural y social. Y aunque es verdad que estos factores han contribuido en mayor o menor grado, y entiendo que los gobiernos tomen medidas, que pueden ser más o menos acertadas, me pregunto qué tenemos que hacer los cristianos y las instituciones vinculadas a la Iglesia.

El riesgo totalmente justificado ante la gravedad de la crisis es lanzarse a hacer, hacer y hacer. ¿No estaremos cayendo en el pelagianismo? Dicho de otra manera, ¿no habremos caído en un hiperactivismo que puede esconder un cierto orgullo espiritual ante la incapacidad de hacer más silencio en nuestras vidas? Porque es mucho más duro enfrentarse a uno mismo que buscar culpables afuera. Y es que haciendo y haciendo podemos incluso perder nuestro norte y el sentido último de nuestra esencia cristiana. Quizás nos dé miedo estar a solas con Dios. ¿No podemos haber caído en un activismo pastoral para alardear de que hacemos muchas cosas por los demás? Y no caemos en la cuenta de que lo esencial no es hacer, sino dejar que Dios, con su infinito amor, nos vaya haciendo por dentro cada vez más cristianos.

María no hizo muchas cosas. Tan sólo se dejó amar, convirtiendo su corazón en un hogar para Dios. Cuántos religiosos no han hecho muchas cosas, desde un punto de vista pastoral, pero ¡cuánto han rezado! ¡Cuánto bien han hecho sus oraciones, y qué huella tan profunda han dejado! ¿No creemos que la oración puede cambiar el mundo?

Por eso tenemos que “hacer muchas cosas”. ¿Dónde están la gracia de Dios y su don? ¿Y si la respuesta ante la crisis es no hacer más, sino hacer menos, y en cambio rezar más?

Quizás no hemos de hacer más cosas, sino hacer mejor lo que ya estamos haciendo, y creer más en la Providencia e intentar, no cambiar el mundo y la sociedad, sino cambiar nuestro propio mundo interior y nuestras relaciones con los demás, partiendo de un profundo abandono en manos de Dios.

He leído el manifiesto, sincero y lleno de coraje. Pero he notado la falta, más allá de un cierto voluntarismo, de algunas palabras. No aparece la palabra silencio. Tampoco aparecen el amor, la confianza, la esperanza, la espiritualidad.

Se ha repetido la palabra crisis hasta la saciedad. Y hemos caído en la trampa de ideologizarla, haciendo una lectura sociopolítica y económica que acaba siendo un discurso político. Cuidado con politizar la palabra crisis. En clave cristiana, el origen de la crisis está en el propio corazón humano, en aquello que cree o no cree; en aquello que configura sus valores.

Para un cristiano, el origen de todo valor es Cristo resucitado. ¿No lo habremos dejado olvidado, yaciendo en el sepulcro del sábado santo? ¿Y si el origen de la crisis es haber dejado que se apague el fuego del amor de Dios? ¿Y si nos han anestesiado y nos han convertido en clones de un proyecto de ingeniería social, apartando de nosotros toda dimensión trascendente?

Nos quieren convertir en una sociedad atomizada y manipulada, donde cada persona es una isla, a la que no le importa nada del otro. Una masa de personas solas, solitarias e insolidarias, cerradas en su propio egoísmo.

La salida de la crisis tal vez comience por abrirnos al misterio del amor de Dios en Jesús, que se hace hombre y cuerpo sacramentado para que podamos comerlo. Si nos falla el significado de la mística eucarística, si no centramos nuestra vida en Dios, si no tenemos tiempo para Él en la oración, difícilmente podremos contribuir a salir de la crisis.

Dios, Cristo, la Iglesia, los sacramentos: este es el camino. La oración y la caridad son los pilares. Si tenemos esto claro, dejaremos actuar a Dios y veremos la luz, porque Él solo desea la felicidad de su criatura.