lunes, abril 23, 2012

El misterio de la grandeza humana

Cuanto más profundizo en la compleja realidad del ser humano me doy cuenta de que, pese a ser tan frágil como una flor, es inmenso. En sus convicciones más hondas, el hombre se enfrenta a una doble realidad: su anhelo de buscar razones más allá de sí mismo y el enfrentamiento a sus límites, la enfermedad y sus propias contradicciones internas. En el fondo, el ser humano busca saciar su incontrolable deseo de saber. Ese ¿por qué? que le lleva a situarse fuera de sí mismo, ¿es una mera función cerebral, producto de la química y las conexiones neuronales? Ese impulso que le lleva a lanzarse, arriesgándose hasta las entrañas del misterio que le rodea, ¿es solo una inquietud intelectual para acumular saber? ¿O es un deseo de llegar a descubrir la respuesta al interrogante sobre sí mismo, de sentir el peso de sus límites intelectuales, psicológicos y espirituales?

La búsqueda de sentido

El hombre se da cuenta de que, a menudo, condicionado por su historia familiar y social, forma parte de una cultura y comparte una ideología que a menudo son paralizantes. Desde muy joven siente deseos ardientes de encontrar un sentido profundo a su vida. Las grandes cuestiones antropológicas se le plantean una y otra vez. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué hago donde estoy? Es en esos momentos cuando más allá de su capacidad de abstracción, desde lo más hondo de su corazón, emprende un viaje hacia el núcleo de su ser más genuino. Yo, los demás, Dios. Y se da cuenta de que su propio corazón tiene la misma complejidad que el universo entero, con sus miríadas de planetas y estrellas.

¡Qué grande es ese ser tan pequeño y lleno de lagunas! Esa caña ladeada por el viento, esa motita de polvo, ese rocío primaveral, poco o casi nada, respira, siente, ama, hace cosas extraordinarias. Llora, sufre, se sacrifica e incluso muere por lo que quiere: ideas, proyectos, personas… ¿Qué hay dentro del hombre, que cuando nos asomamos al abismo de su corazón sentimos tal vértigo? Si nos acercamos, en los surcos de ese corazón descubriremos, con asombro y estupor, su realidad milagrosa. Es que el hombre está hecho para amar y para servir, para ayudar, crecer, darse. Esto da plenitud y sentido a su vida. En el hombre hay un cerebro bien estructurado con una inteligencia sublime, un corazón que ama y piensa, un alma conectada a ambos.

¿Cómo se explica su incansable búsqueda de la verdad frente a una visión del mundo cientificista y positivista? ¿Cómo explicar esto frente a la visión del mundo que reduce al hombre a un ser puramente material, que actúa motivado por sus conexiones neuronales? ¿Puede ser la oblación una actividad regulada por el cerebro, como los sentimientos y las emociones?

Me pregunto, entonces, ¿dónde están su libertad y su voluntad? ¿Dónde está su capacidad de tomar decisiones? ¿Dónde se encuentra su yo, personal e intransferible? Si solo somos una masa pensante o un ser totalmente condicionado por la historia, la educación y el ambiente, lo que uno pueda hacer será previsible y estará determinado.

El reto de ser libre

Un ser inteligente y libre tiene el reto de ser él mismo y enfrentarse al estereotipo filosófico y psicológico para superar los trajes que los demás le han ido imponiendo desde su infancia. Sostener una visión meramente psicológica, genética y cultural que se quede en los prototipos humanos es rendirse ante la tarea más noble del ser humano: la de ejercer su libertad y forjar su propia historia, es decir, convertirse en señor de su existencia.

Nada puede poner coto al deseo de trascender y volar hacia el destino que uno elige. Aunque sintamos nuestra fragilidad existencial, el deseo de salir de uno mismo y la capacidad de apasionarnos por todo aquello que nos rodea es algo que llevamos tan dentro, tan nuestro, como el oxígeno que alimenta nuestras células. La vocación genuina del ser humano es la búsqueda de la verdad, es decir, el Amor. Solo esto puede saciar su sed de trascendencia.

El diminuto hombre se enfrenta a la gran hazaña de su vida: no pasará hasta que descubra la respuesta a su pregunta: ¿cuál es la razón última de su existencia? La razón es que ha sido creado por un Dios Amor que desea incesantemente su gozo. Todos sus genes forman parte de ese Amor creador y solo amando es como se sentirá plenamente realizado, porque ha sido creado para él. Pero la decisión de canalizar ese enorme potencial es libre, para cada uno. Lo extraordinario del hombre es que, cuando es capaz de amar, se convierte en otro dios, porque participa de su esencia divina, convirtiéndose en co-creador de nuevas realidades que lo llevan a superarse, en su deseo inagotable de eternidad.

Es maravilloso contemplar al hombre frente a retos casi insuperables, como el alpinista que quiera alcanzar la cima de una montaña. Ante la inmensidad de las cordilleras, el ser humano, limitado, es capaz de desafiar su miedo, su inseguridad, la fuerza de la gravedad. Su deseo de ascender le lleva muchas veces a asumir riesgos y peligros. Pero no se detiene. Algo le empuja a conquistar la cumbre. Cuántas veces se ha encontrado al límite de la muerte y con su empeño, su valentía y su esfuerzo, ha seguido adelante.

Cuántas veces, yendo de excursión, no hemos visto un diminuto cuerpo escalando una montaña inmensa. O un parapente, surcando el cielo por encima del paisaje. O, en el mar, quizás hemos contemplado a un surfista deslizándose veloz entre las olas, que forman un túnel de agua a su alrededor.

¡Cuánta belleza! Siendo tan poca cosa, nos atrevemos a las más grandes epopeyas.

Otras veces, encontraremos a un discapacitado enfrentándose diariamente a sus tareas, sin rendirse, llevando al límite sus capacidades hasta niveles asombrosos. Ha hecho de su discapacidad una fortaleza para retarse a sí mismo. No solo no se ha doblegado ante sus condicionantes, sino que no ha permitido que la soledad ni la autocompasión lo frenaran. Ha llevado su capacidad al límite desafiando su propio abismo.

Algo hay en el hombre que lo sobrepasa

¿Qué hay en el hombre que lleva al límite su inteligencia y su saber, con el afán de desentrañar el misterio de la vida? El progreso científico y tecnológico pone de manifiesto las ansias de conocimiento del ser humano. Nuestra secuencia de ADN se diferencia muy poco de la de una mosca, aún menos de la de un chimpancé. Pero en ese poco yace la grandiosidad humana: la toma de conciencia del yo, nuestra capacidad de pensar, organizar y comunicar con un lenguaje abstracto. Algunos teólogos y filósofos dicen que a partir de esa diferencia se puede hablar del alma. Es una distancia genéticamente mínima, pero existencialmente enorme, un abismo. Estamos a millones de años luz de los animales.

¿Qué hay en el hombre que es capaz de generar ciencia, pensamiento, creatividad? ¿Qué le mueve en su tendencia gregaria, a compartir, a ser solidario? Algo hay en el hombre que lo sobrepasa.

No cabe duda de que la libertad, la voluntad, el corazón, el alma, nos hacen muy especiales. Hay algo, o alguien, que nos ha facultado para estas capacidades. Y este alguien solo puede ser un ser que nos ama tanto que nos ha dado la capacidad de elegir. No somos fruto del azar, somos fruto de una mano amorosa que nos ha creado para que sintamos y nos estremezcamos ante la belleza de la existencia.

domingo, abril 08, 2012

La noche en que brilla el Sol

Esta es la noche más crucial para todo cristiano. Durante estos días de Semana Santa hemos seguido a Jesús en su última cena, en su oración en Getsemaní; hemos acompañado su pasión en los vía crucis, hemos estado al pie de la cruz en su muerte y hemos visto cómo lo sepultaban.
Esta noche celebramos el acontecimiento más extraordinario que ha cambiado la historia humana. No solo brilla la luna llena, que inunda de claridad nuestras calles: esta noche brilla el Sol de Cristo resucitado.

¿Qué significa para nosotros la resurrección de Cristo?

No estamos hablando de otras resurrecciones que hemos visto en el evangelio. Jesús no resucita como Lázaro, o como la hija de Jairo, o el chico de la  viuda de Naín. Estos volvieron a la vida, sí, pero con el tiempo murieron de nuevo. Jesús resucita de otra manera. Nace a otra vida que ya no tiene fin, es inmortal. Su resurrección es un salto cuántico, hacia otra dimensión del existir. Como dice el Papa Benedicto en su libro sobre Jesús, con la resurrección, Jesús entra en la vida de Dios para siempre. Una vida plena y eterna.
¿Cómo podemos saberlo nosotros? ¿Cómo tener la certeza de que esto ocurrió?

Las mujeres, primeros testigos

Las primeras testigos del acontecimiento fueron las mujeres que acompañaban a Jesús. De madrugada, van al sepulcro a ungir el cuerpo del Maestro y encuentran la piedra corrida y la tumba vacía.
El sepulcro vacío en sí no significa necesariamente la resurrección, pero ya indica que algo extraordinario ha ocurrido.
Las mujeres corren y avisan a los discípulos. Reconocen su autoridad. En aquel tiempo, el testimonio de una mujer no tenía validez ante la ley. Por eso, los evangelios recogen la confesión de fe de Pedro y los once para confirmar lo ocurrido. Pero esta confirmación se basa en el testimonio primero de las mujeres.
No deja de ser significativo que las mujeres, las últimas que estuvieron al pie de la cruz, acompañando a Jesús, ahora sean las primeras en verlo resucitado. Se convierten, así, en “apóstolas” de los apóstoles.
Este episodio nos hace pensar en el gran papel de la mujer en la Iglesia. La mujer es puerta de Dios para la humanidad. Quizás por su sensibilidad, por sus carismas, que vemos especialmente en María, por ella entra la trascendencia y Dios se abre paso.

El fundamento de nuestra fe

Los cristianos seguimos la cadena histórica de testimonios que, a lo largo de los siglos, han creído en estos primeros discípulos que vieron y creyeron, y posteriormente se encontraron con Jesús resucitado. El fundamento de nuestra fe cristiana es el hecho crucial de la resurrección. Nuestra identidad cristiana gira entorno a este encuentro con Él. Como dice san Pablo: «Vana sería nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado».
Y, ¿qué consecuencias tiene este evento para nosotros, los cristianos de hoy? San Pablo nos recuerda, de nuevo: «Con Cristo hemos expirado, con Cristo hemos resucitado». La resurrección de Cristo es una promesa para todos, que ya empezamos a vivir aquí, ahora, en este mundo, en la medida en que nos abrimos a Él. Con la luz de Cristo ya no hay motivo para la tristeza, no hay motivos para caer en el victimismo, en la amargura, en el desespero. La resurrección no nos quita los problemas, pero nos trae la alegría imperecedera. Meditar en ella ha de darnos coraje, fuerza para tirar adelante y dar sentido a lo que hacemos cada día. Esa semilla de la resurrección ya la tenemos dentro, y esto nos hace estar en el mundo de una manera muy diferente. Ante esa certeza, todo cambia.

Correr, el dinamismo del apóstol

Las mujeres corren a anunciar lo que han visto. Juan y Pedro corren hacia el sepulcro. Los de Emaús corren de regreso a Jerusalén, para reunirse con el grupo de los apóstoles. ¡Todos corren! Correr, apresurarse para el anuncio gozoso, es el dinamismo de la evangelización. Ante una noticia tan grande, los cristianos, que hoy somos testigos y apóstoles, no podemos quedarnos quietos. Ni caminar, ni correr, ¡hay que saltar, volar bien alto!, para que llegue a todo el mundo esa gran noticia. Somos periodistas de Dios. En medio de tanta información negativa y frívola, nosotros tenemos una buena, una gran noticia que transmitir.

Jesús sigue con nosotros hoy

Jesús se apareció a sus discípulos y a Pablo. Pero nosotros, ¿dónde podemos verlo? ¡Lo tenemos aquí! Presente, en la eucaristía, en el sagrario. Jesús sacramentado está entre nosotros, vivo, palpable. Cada vez que comulgamos, estamos con Él. Si no creemos que Cristo realmente está aquí, en la santa Hostia, no podemos creer en la resurrección. Nos hemos quedado en el viernes santo. Y quedarse en la muerte nos hace buenos judíos, pero no cristianos. El cristiano es el que vive con esa verdad y de esa verdad: Jesús resucitó para darnos la Vida, con mayúsculas.

viernes, abril 06, 2012

El pálpito de un corazón roto

La otra noche, antes de tu muerte, tu alma estaba agitada, sentía una tristeza que presagiaba tu final. Solo, en Getsemaní, tu alma agonizaba.
El mundo se tambaleaba. Tal vez te preguntaste si todo había valido la pena. Hundido en tu soledad, no deseabas beber el amargo cáliz de un vino que te llevaba a la muerte.
Solo, te enfrentaste a una terrible decisión. Tu libertad chocó frontalmente con la de aquellos que rechazaban abrirse a tu novedad, aquellos que querían acabar con tu vida. Se obstinaban en su ceguera: no querían ver, en ti, el rostro de Dios.
En el desespero más absoluto luchabas por no quebrantar los lazos tan fuertes que te unían con Dios, tu Padre. Y en medio de aquella noche oscura, tu lucha no era solo dolor, por sentirte abandonado por Él. En el abandono, tampoco te alejaste de Aquel en el que siempre habías confiado, Aquel a quien horas antes, en la cena con tus amigos, pediste la unidad. Les hablaste de una unidad tan fuerte, que nada hacías por tu cuenta, sino por el que te había enviado. Les hablaste de un amor tan sólido que hacía imposible alguna duda. El Padre y tú erais uno. Latíais con un solo corazón.
La tentación en Getsemaní fue cuestionarlo todo. Dudar del amor del Padre. Vacilar ante su plan salvífico. Romper la confianza en Él. Todo podía desaparecer en un instante, todos los planes de Dios en tu vida podían venirse abajo.
Tu corazón se estremeció ante el vértigo del abismo. Tu rostro, siempre sereno y de mirada cálida, se tornó en un rostro inquieto, de mirada angustiada. Tus pasos firmes se volvieron tambaleantes. «Si es posible, que no tenga que beber este cáliz.» En ese instante, todo quedó suspendido en una terrible incerteza.
Pero tu amor a Dios era tan grande que, cuando parecía que el cielo dejaba de brillar, sobre tu agonía de sudor y sangre, realizaste tu último acto de libertad. Con el corazón flaqueando, pero con entera confianza, terminaste tu oración: «Pero que se haga tu voluntad y no la mía».
La redención comienza aquí. Tu nuevo sí a seguir la voluntad del Padre era el primer paso hacia la muerte, ya asumida. Abandonado en sus brazos, tu voluntad se fraguó con la suya. Fue, también, el primer paso hacia la glorificación.
En medio de la congoja, volviste a sentir su presencia, tan real como tu propio dolor. Él estaba ahí, contigo, cuando te envió el ángel para consolarte.
Esa noche en Getsemaní empieza a brillar, tenuemente, la luz de la resurrección. Ya estabas dispuesto a todo, a entregar tu vida. Tu soledad no era tal, aunque los tuyos te habían abandonado por miedo. Inseguros, vacilantes, cansados, dormidos, te dejaron a solas en la intemperie. Pero esto no rompió la hermosa historia de amor jamás contada.
Desde ese momento, paso a paso, con docilidad, caminaste hacia la muerte. En esa trágica noche la historia escribió un capítulo más de torturas, que terminó en la cruz.
Cuánto amor había entre tú y el Padre, que asumiste subir al patíbulo. Cuánto amor hacia los hombres, para ofrecer tal oblación. Solo un acto tan generoso, aceptado con humildad, podía rescatarnos y salvarnos. Tu paso firme hacia el Gólgota manifestaba que, pese al dolor de tu largo vía crucis, tu confianza en el Padre era absoluta.
Tu ida hacia la  cruz era tu ida hacia la resurrección, este era el premio a tanto dolor. No todo se acaba en el jueves, ni en el viernes. Con el vacío del sepulcro empieza a destellar la claridad de la resurrección.
Tu agonía del jueves era necesaria para que, de una vez por todas, el dolor, el sacrificio y la muerte no tuvieran la última palabra. Tú eres el Señor de la Vida.
Esta noche, cerca de ti, susurrando a tu palpitante corazón, he descubierto que la esperanza nunca se desvanece, por muy oscura que sea la noche, si tú estás aquí, conmigo. Tú, Jesús, nos enseñas que en la soledad más angustiosa, en el abismo más profundo, uno puede sacar fuerzas insospechadas para seguir confiado, pese a la distancia, la soledad y el silencio.
Estás ahí, tan presente como el aire que respiramos. Ayúdanos a no caer en la tentación de la desconfianza. Ayúdanos a renovar nuestro sí a Ti cada día.