domingo, abril 27, 2014

El sacerdocio pascual

El jueves santo celebramos la institución sacerdotal. Cristo convierte la cena pascual en la primera eucaristía.

Después de la Pascua, los apóstoles se convierten en misioneros del gran anuncio de Cristo resucitado. Eucaristía, sacerdocio y misión están íntimamente ligados. No puede haber eucaristía sin sacerdocio, pero tampoco puede haber eucaristía sin misión. Forman parte de una unidad compacta que define la identidad y la espiritualidad del sacerdote.

Unidos a Cristo


El sacerdote, desde su ordenación, se une místicamente a esa cena donde Cristo instituyó la eucaristía. Y en la oración sacerdotal se une en profunda comunión al discurso del adiós que Jesús pronunció antes de morir.

La vocación del sacerdote ha de estar fundamentada en la relación íntima con Dios Padre, hasta el abandono total en sus manos. Comparte con Cristo la cena pascual, la agonía en Getsemaní, el sufrimiento en la cruz hasta la entrega total. La cruz es el reverso de una realidad que apunta hacia una vida nueva. En la experiencia del sábado, el silencio expectante hace presentir el acontecimiento que está a punto de estallar.

El domingo es el día definitivo que cambia la historia. La resurrección fundamenta el sacerdocio. El hecho pascual define un modo de ser. El sacerdote, o es pascual o se queda en la visión judía del Antiguo Testamento.

Cristo inaugura un nuevo modo de ser sacerdote. Los ordenados deberían vivir como Jesús resucitado. ¿Y cómo vive Jesús resucitado? Con una vida nueva, anclada en Dios. La comunión del Hijo con el Padre transforma la vida de Jesús. El sacerdote, como otro Cristo, ha de vivir de la misma intimidad y amistad con Dios Padre.

Sin esta comunión plena con Dios los curas no podremos ejercer eficazmente nuestra labor pastoral. Hemos de tener el mismo corazón de Cristo, un corazón puro y resucitado. La comunión plena con él hará que lo que somos y hacemos esté en consonancia. Una vez que se llegue a esa situación de plenitud, viene lo siguiente.

Alegría pascual


El modo de ser de Cristo resucitado marca una forma de evangelizar. Si la eucaristía hemos de unirla al amor, la resurrección hemos de unirla a la alegría. El entusiasmo, la intrepidez y la alegría han de ser el motor que lleve al sacerdote a vivir con gozo el don de su ministerio. Un cura abatido, cansado, agobiado, triste y desconfiado se aleja de lo nuclear de su sacerdocio. Con el testimonio gozoso se convertirá en vector que indique un nuevo talante sacerdotal. Si la gente no ve en el sacerdote el brillo de la resurrección, si la verdad de Jesús vivo no resplandece en sus ojos, difícilmente será capaz de convencer y entusiasmar. Porque la fuerza de la interpelación no solo está en lo que seamos capaces de comunicar, sino en la medida en que vivamos esa verdad que predicamos. Finalmente, lo que más convence es lo que seduce, y aquello que se vive impacta más que lo que se dice. 

Sin entusiasmo sacerdotal no podemos contribuir a crear una comunidad comprometida y alegre. Tampoco será posible la tarea misionera del presbítero y de la comunidad eclesial. La alegría pascual ha de ser nuestro distintivo.

viernes, abril 18, 2014

Paseando contigo hasta tu casa

En la liturgia de ayer, jueves santo, celebramos la institución de la santa eucaristía. En este marco sagrado resuena de modo especial el ministerio del sacerdocio, sobre todo durante la consagración, el momento cumbre del misterio de la entrega de Jesús.

Su cuerpo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida. El sacrificio ya no son animales, como en la tradición judía; el sacrificio es él. Derrama su sangre como precio por nuestro rescate. Con su muerte, nos rescata para salvarnos.

Después de la celebración de la santa cena, iniciamos el recorrido de la reserva hacia el sagrario, en el bello monumento que se prepara para la hora santa. Aunque lo hacemos cada año, el momento en que la comunidad empezó su procesión, acompañando al sacerdote, resonó de una manera especial en mí. Pasear con Cristo eucarístico, caminar junto a él, estar con él, sosteniéndolo en mis manos… Mis ojos eran testigos de una experiencia luminosa.

El Cristo del altar hecho pan se hacía presente con toda la fuerza de su misterio. Una honda alegría invadía mi alma. Sentí un privilegio especial, tanto que no quería llegar al final del camino. Quería gustar y saborear ese encuentro. Mientras caminaba hacia el sagrario, el corazón se me llenaba de una emoción contenida. Con la mirada fija en su rostro sacramentado, sentí un temblor: estaba paseando con él, caminando como si fuéramos hacia el cielo, hacia los brazos del Padre.

A paso lento, meditaba su gesto sublime de amor. Él ha querido permanecer siempre con nosotros. ¡Qué señal de amor tan grande! No ha querido dejarnos huérfanos. No ha querido que nuestro vacío existencial se pierda en el absurdo.

Una vez llegamos a la puerta de su casa, el sagrario, no me di prisa en introducir adentro al Cristo vivo hecho pan. Con profunda reverencia, quise alargar el momento. Mi corazón rezaba, mis manos lo tomaban, mis ojos lo contemplaban, mis labios balbuceaban ante el misterio, mis rodillas se doblaban con adoración ante tanta belleza. La música de su dulce voz llegaba a mis oídos. El silencio era testigo de ese momento sagrado.

Deposité el cuerpo de Cristo en el sagrario, su pequeño hogar en la tierra. Abrir la puerta del sagrario es abrir la puerta del cielo. Allí estará siempre, con su presencia discreta, hasta que la mano de un sacerdote vuelva a abrirlo para darlo de comer a tantas personas que desean alimentarse de su vida.
El cielo y la tierra se unen; lo humano y lo divino se entrelazan. Ya dentro del sagrario, sigue resonando la fuerza de su misterio. Cierro la puerta, pero dentro late su vida, y también late afuera, en cada persona, en la Iglesia. Este es el gran misterio de su resurrección: está aquí y allí, arriba y abajo, dentro y fuera, en cualquier lugar donde sigue haciéndose presente. Pero, de una manera muy especial, está en la eucaristía. Y desde el sagrario nos convoca para que acudamos a pasear con él, a escucharle, a acompañarle, a crecer en amistad con él.

Le pido a Cristo que nunca se canse de expresarnos su dulzura y su paciencia amorosa. Señor, haz que siempre tengamos sed de ti.


Joaquín Iglesias
Jueves santo – 17 abril 2014