sábado, agosto 07, 2010

El brillo de la verdad

Este escrito quiere ser un sencillo homenaje al P. Juan María Ripoll, que falleció recientemente, y con el que me unía una amistad de casi diez años. Recordando su ímpetu incansable y su amor a la Verdad, he intentado componer una reseña de su persona, breve y seguramente incompleta, pero no por ello menos sincera y llena de estima.

Joan Mª Ripoll, el Pare Ripoll, como lo llamábamos todos en mi parroquia, supo aunar perfectamente su vocación de sacerdote claretiano y de maestro. Llegó un buen día, ofreciéndose para colaborar pastoralmente en aquello que fuera menester, y así es como lo he conocido en los últimos años de su sacerdocio, lleno de una gran riqueza espiritual. Además de la eucaristía, misterio central de su vida, dedicaba muchas horas de su tiempo a tres aspectos fundamentales.

El primero, era el confesionario, donde se convertía en dispensador del perdón de Dios, sacramento esencial para el cristiano. Sin experimentar la misericordia de Dios, poco sabríamos del significado del amor, me solía decir.

También se dedicó intensamente a elaborar unos opúsculos sobre cuestiones fundamentales de la fe cristiana y sobre temas de rabiosa actualidad. Su amor y fidelidad al magisterio de la Iglesia eran inmensos. No quería apartarse ni una sola coma de las verdades de la fe, y humildemente me pedía que los leyera y revisara antes de su edición. Era un sacerdote sabio y con muchos años. Cuánto hemos de aprender de su sencillez y su amor a la institución eclesial.

Finalmente, el Pare Ripoll era un hombre con una extraordinaria sensibilidad social. A pesar de su vejez, no escatimaba esfuerzos para ayudar a los inmigrantes en la búsqueda de trabajo. Pudo colocar a muchos de ellos. La caridad y la eucaristía eran para él las dos caras de una moneda. Dedicó mucho tiempo a socorrer, aconsejar y apoyar a numerosas personas arrojadas al arcén de la vida. Su edad no le impedía atender las necesidades de quienes buscaban ayuda y consuelo. Con su paso ligeramente torpe y ladeado, recorría kilómetros para dar respuesta y esperanza a personas que estaban sufriendo.

De temperamento fuerte y enérgico, vivía su vocación con una firmeza y rotundidad inusual. Jamás quiso jubilarse, ni quedarse parado. Pese a sus limitaciones físicas, nunca se rendía; fue un auténtico jabato de la fe. Quería que, ante todo, la verdad brillara como el sol.

Vivió poniendo en el centro de su vida a Cristo, la Iglesia, su comunidad, sus amigos sacerdotes y a María.

Su vida se apagó cuando yacía durmiendo en su aposento. Murió plácidamente, sin despedirse. Sus compañeros lo esperaban a desayunar y ya no bajó. Aquella mañana, franqueó la puerta del cielo, seguramente de la mano de la Santísima Virgen, que tanto veneraba. Sin ruido, suavemente, la noche del 30 de julio el Padre Ripoll dejó de respirar. Su corazón cesó de latir y murió solo, con la certeza que cada noche le acompañaba: Dios estaba con él. En sus oraciones le confiaba su sueño y su descanso. Ahora, reposa a su lado para siempre.

Hoy doy gracias a Dios por el don de su sacerdocio inmensamente rico. ¡Hasta siempre, Pare Ripoll! Ahora vivirás eternamente junto a Cristo, sacerdote eterno. ¡Hasta siempre!

domingo, agosto 01, 2010

Hacia un nuevo rumbo pastoral

Reflexiones al amanecer

En el claroscuro del amanecer del día 8 de julio mi sueño se interrumpe. Jóvenes sin rumbo vagando por la calle logran desvelarme con su griterío. Ellos se retiran, tras una noche en la que han malgastado sus energías, matando el descanso reparador de otros. Regresan a sus casas, agotados tras pasar la noche a la deriva; a esos hogares que quizás son gélidos y de donde huyen porque no encuentran en ellos amor o los valores referentes donde puedan ancorar sus vidas.

Inquieto por el súbito despertar, sentí una profunda pena. Con el corazón estremecido, pensé largamente en esos jóvenes que dilapidan sus días arrojando su preciosa vida a la basura. La luna se iba apagando en el cielo, tras haber iluminado suavemente la noche. ¿Qué luz podrá iluminar las tinieblas de aquellos corazones adolescentes?

Bajé a la capilla y permanecí un tiempo ante el sagrario, rezando por ellos, para que algún día tu claridad los alumbre y sepan descubrir la belleza del amor. Y a la vez te pedí que me ayudaras a descubrir en aquellos jóvenes el núcleo de su existencia. Que algún día ellos también descubran que el trabajo, los amigos, el amor, todo cuanto quieren, solo tiene sentido desde Ti.

Tras un rato de silencio, y sintiendo cercana la fresca presencia de la madrugada, ya sin ruido ni bullicio, salgo a caminar. Miro hacia atrás, alejándome de la parroquia, y de pronto fluye de mi corazón un torrente de recuerdos. Pero al mismo tiempo siento que debo dejar pasar ese sagrado lugar donde he vivido diecisiete años, ejerciendo mi ministerio sacerdotal. Miro el edificio de ladrillo, con su forma circular, su cúpula y su atrio delante. Gratitud y pena se entremezclan sin poder evitarlo. Me llena una sensación agridulce. Todo cuanto he vivido en esos muros, todo cuanto he recibido de tanta gente, sus caras, sus miradas, sus voces… ¡He aprendido tanto de ellos! Los laicos son una escuela para el sacerdote. Su trabajo, su generosidad, su entrega, hacen viva la Iglesia. Uno aprende a ser sacerdote con el pueblo de Dios, que nos recuerda cada día nuestra misión, que no es otra que invitarles a que se enamoren de Dios. San Pablo en mi vida ha significado un cambio profundo que me ha ayudado a introducirme más plenamente en la espiritualidad del sacerdote. Mi pasión por el ejercicio pastoral en medio de la comunidad me ha enseñado que sólo desde el servicio se puede acceder a la auténtica mística sacerdotal, porque unido a Dios y en comunión con los feligreses descubres que la única realidad que transforma a las personas es aceptar y amar a cada uno tal como es. Sólo así es posible hacer brotar lo mejor de cada cual. Y un raudal de sorpresas marca entonces el ritmo pastoral.

Si somos capaces de descubrir a Dios en los demás, nunca dudemos que seremos capaces de hacer Iglesia, aceptando a Cristo como el centro de nuestra comunidad y de toda acción pastoral.

He aprendido que no hay que tener miedo a los límites y a los defectos. Dios, a pesar de ellos y por encima de ellos, nos llama a trabajar con él. Lo que Dios quiere son corazones abiertos a su gracia, dispuestos a dejarse llevar por su Espíritu. Dios ha hecho cosas grandes en cada uno de nosotros…

Diecisiete años en San Pablo. Han sido una gran aventura. Camino hacia el mar, dejando atrás la parroquia, y siento que dentro de mí se está produciendo un parto. Dios me envía a otro lugar, a otra misión, a ejercer mi labor pastoral. Soy plenamente consciente de que todo se acaba aquí, en Badalona, y que ya en germen se alumbra una nueva etapa en Barcelona. Me voy acercando al mar.

En la playa, ante la inmensidad del agua calma, me siento sobrecogido mientras en el horizonte va emergiendo, mágicamente, un enorme y colorado sol. A medida que asciende sobre el mar, una eclosión de vida palpita en las aguas. La jornada amanece con todo su esplendor. ¡Cuánta belleza, y cuán bello es su Creador! Me siento pequeño.

Y recuerdo aquel episodio del evangelio, cuando Jesús se aparece a los suyos junto al lago de Tiberíades. Dios también alumbra nuestros corazones cada mañana, y va llenando de luz y calor la inmensidad de nuestro mar interior. El sol me hace sentir el inmenso amor del Padre hacia su criatura. Lleno de emoción, no dejo de darle las gracias por este nuevo día, en el que me comprometo a ser más santo con su ayuda.

Del sagrario del templo, donde Jesús permanece sacramentado, siempre esperándonos, he pasado al sagrario de Dios, el templo de la naturaleza. Siento sus caricias en los rayos del sol naciente y, como niño, me dejo mecer en su regazo, en este nuevo despertar.

Cuando regreso a la parroquia, vuelvo a la capilla y le doy las gracias de nuevo ante el sagrario. Ha sido un amanecer hermoso. Pasé de los gritos y el desvelo a la calma y a la confianza de saber que siempre estaré en sus manos. El Dios de Jesús supera la belleza del sol, porque, finalmente, en él podemos vislumbrar la luz de la eternidad.

El sol ya está alto y entra en los hogares; las familias se despiertan y las calles del Raval se llenan de vida.