miércoles, diciembre 25, 2019

La Navidad, nueva aurora

En el solsticio del invierno, la noche más larga y oscura, ocurre algo inimaginable. Un acontecimiento impregna toda la faz de la tierra de un perfume con olor a divinidad. Todo el orbe queda empapado de un profundo misterio. Una noche, en Belén de Judá, en una apartada provincia romana, emerge de la profundidad del mar de Dios un proyecto que cambiará la historia. El anuncio se hace realidad. Dios, con toda su potencia celestial, se revela en la fragilidad de un niño. ¿Y si la fuerza no está en su omnipotencia, capaz de atravesar los mares, sino en el amor que rompe las distancias y lo hace cercano y asequible a la humanidad?

¿Qué dioses del Olimpo renunciarían a su fuerza iracunda para cambiar el curso de la historia? Son dioses caprichosos que conciben a la criatura humana como un juguete, utilizándola a su antojo. El niño Dios, que nace en Belén, será todo lo contrario.

Se apea de su rango majestuoso para hacerse uno de nosotros, para sentir en sus entrañas el mismo dolor que el hombre ante su propia vulnerabilidad. No es un Dios que juega con el destino de su criatura, actuando arbitrariamente. Es un Dios que nos ama tanto, que asume la condición humana para vivir de lleno nuestra frágil realidad. Y ha decidido permanecer, acompañar y dar esperanza al hombre que busca sentido a su vida. Ha decidido aliarse para siempre con él, convirtiéndose en su amigo y en la razón más profunda de su existencia. Es un Dios que se abaja para que nosotros podamos mirar bien alto y empecemos a descubrir que, desde nuestro nacimiento, tenemos un anhelo de trascendencia impreso en el ADN del alma. Siempre hemos deseado encontrar algo, o alguien, que dé respuesta a todas nuestras inquietudes, que sacie nuestra hambre de Dios. Ese deseo anida en lo más profundo de nuestro corazón.

Sí, es un día más, una noche más, pero lo que ocurre es algo totalmente distinto: una nueva aurora está a punto de estallar. La humanidad está de parto; la tierra, embarazada, gime con todas sus fuerzas. Está a punto de nacer un nuevo hombre, con ansias infinitas de plenitud. Dios también se encarna en cada ser humano para abrir nuevos horizontes en su existencia. El hombre ya no estará a merced de sus contradicciones ni del culto ególatra a sí mismo, atado a sus dependencias, sino que estará reconciliado consigo y con la historia, con los demás y, especialmente, con Dios, su creador. Todos nos convertimos en Jesús, con la misión de unirnos a él y sumarnos a la tarea de salvar, liberar, sanar, amar, alegrar y dar vida, como él la dio.

En el camino de nuestro crecimiento espiritual somos todavía niños y, como tales, hemos de ir descubriendo el sentido y la razón última de lo que somos, qué hacemos y hacia dónde vamos. Sólo desde la contemplación de nuestra realidad espiritual aprenderemos a descubrir y a madurar en el camino de ser co-misioneros con aquel que nos ha dado el aliento divino, la vida espiritual, hasta que podamos decir, como san Pablo: «Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí».

Que el Niño Dios de esta Nochebuena nos ayude a hacernos como él y que nos dejemos acunar en brazos de Aquel que nos ha dado la vida, confiando en ese brazo extensible que es la Iglesia, como lo fue María para Jesús.