domingo, junio 17, 2012

El sacramento del bálsamo de Dios

Una de las grandes preocupaciones del ser humano a lo largo de la historia es encontrarse un día con la enfermedad. Entonces topa con su propia naturaleza frágil: el dolor pone de manifiesto su contingencia.

Pero en la persona se da una paradoja: desea la salud, pero vive esclava de muchas dependencias. Necesitamos “chutes” artificiales que nos hagan sentirnos vivos. Estamos tan lanzados a la vorágine, al frenesí, al estrés, que caemos enfermos, física y psíquicamente. También espiritualmente. Nuestro sistema inmunitario se debilita y nuestras defensas son incapaces de hacer frente a cualquier patología. Problemas emocionales, familiares, afectivos, van mermando nuestra salud. La mala alimentación y la falta de tiempo para respirar hondo, para pasear plácidamente o dormir una siesta, agravan nuestro estado. Pero, sobre todo, la falta de afecto, de referencias y de valores humanos y religiosos hace que el hombre muchas veces esté abocado a la desesperación, al abismo del sinsentido.

Es verdad que las causas de las patologías pueden ser muy diversas y no siempre se pueden prever o evitar. Un accidente inesperado puede truncar la vida de una persona sana y la de sus familiares; una lesión, o una ruptura con los seres amados también puede causar estragos.

Cuánto padece la humanidad, cuando lo que anhela es la felicidad. Miles de facultativos luchan en los hospitales para que millones de personas tengan una mejor calidad de vida y no sucumban. Ante un futuro incierto que produce vértigo existencial, sentimos nuestra insignificancia, nuestra mortalidad. Nos enfrentamos, siendo capaces de grandes gestas, a la pequeñez. La enfermedad nos recuerda que somos polvo. Pero estas partículas que configuran nuestro ser tienen dentro un gran deseo de trascendencia. Somos algo más que células, vísceras y órganos. Dios nos ha hecho desde la epidermis hasta el alma. Por eso, cuando sentimos que nuestra vida resbala hacia la nada, aún tenemos la posibilidad de aprender del sufrimiento a redimensionar nuestra propia realidad humana y vivir con más paz y serenidad nuestros límites y los de los demás.

Desde esta actitud de humildad estaremos preparados para recibir el don sagrado del bálsamo de Dios: la unción de los enfermos.

La unción no sirve para impedir ninguna enfermedad o sufrimiento. Nos une al sufrimiento de Cristo y nos ayuda a vivir con paz y aceptación la enfermedad. La unción no nos aparta del abismo, pero nos da valentía para confiar y fortaleza para ensanchar el corazón dolorido. Nos hace mirar hacia el cielo, donde todo se ve con otra perspectiva. Desde allí, todo, hasta el dolor, tiene un sentido. La unción nos da coraje, confianza en Dios.

Él está más cerca que nunca. El aceite que empapa nuestra piel es el signo de su presencia dulce y balsámica. Su espíritu penetra nuestros poros, llegando de la piel al alma. Estamos ungidos por el amor de Dios. Esto nos ha de ayudar a vivir con más intensidad nuestra relación con Él, nuestro gran amigo que nos acompaña a lo largo de toda la vida. Y, aunque pueda parecer contradictorio, muchas veces nuestra enfermedad no es otra cosa que una gran oportunidad. Estamos tan ensimismados que nos olvidamos de Dios. A través de este sacramento podemos reencontrarlo.

sábado, junio 02, 2012

Piedras que hablan

Pinturas en movimiento. Esculturas que respiran. Son manifestaciones de una ciudad que concentra el arte mundial: Roma. Su historia y esplendor se hacen patentes en su arquitectura, en su pintura y en su escultura. Hoy, dos mil años después de Cristo, no ha sido superada por ninguna otra ciudad del mundo. Ruinas y vestigios del pasado dan vida a la arqueología moderna. Los monolitos apuntando al cielo, como lanzas, son testigos de una grandeza milenaria. En Roma se puede viajar en el tiempo, retrocediendo milenios atrás. Cerramos los ojos y casi podemos oír el vocerío de los antiguos romanos, el rodar de los carros por las calzadas de piedra, el murmullo admirado de algún ciudadano ante la belleza de una estatua o de un templo. Tanta grandeza y genio arquitectónico ponen de relieve el poder de un imperio que se extendió imparable alrededor del Mediterráneo. Contemplo los restos de esta grandiosidad pasada: todo es fascinante. El Coliseo, el Circo Máximo, el Panteón. Todo nos habla de un pasado que fascina al peregrino y no lo deja indiferente. El perfume de la antigua gloria de Roma sigue penetrando en aquellos que tienen alma de cronista e historiador, de aquellos que se dejan seducir por la fuerza creativa de tantas mentes brillantes y emperadores osados que supieron llevar su poderío militar y su mentalidad práctica a todo el mundo entonces conocido. Los romanos se convirtieron en los amos del mundo. Uno no para de asombrarse ante tal explosión de arte: visitar Roma deja un sabor de epopeya. Una epopeya que también vio su declive. El imperio cayó, como sabemos, a manos de las invasiones bárbaras. Pero su huella ha permanecido en el tiempo y su legado sobrevive hasta hoy.

Una idea que cambia el mundo

Ante tanto esplendor en piedra, ¿qué valor tenía la vida humana? ¿Dónde está el origen de tantas riquezas? ¿Cuántas almas dejaron el sudor y el aliento entre los sillares de templos, palacios y murallas? En los circos y en los anfiteatros romanos morían miles de esclavos, convertidos en gladiadores para distraer e incitar las pasiones de la plebe, ansiosa de ver correr la sangre. Los grandes pedían manos; el pueblo reclamaba circo. La cara oscura de la gloria la encontramos en aquellos que se enriquecieron dedicándose al negocio de la muerte. Entre bastidores, atisbamos conjuras de cónsules y senadores, asesinatos de emperadores, luchas acérrimas por el poder. Y, junto al poder, siempre acecha el temor. Al afán bulímico de poseer y dominar lo acompaña siempre el pánico a verse derrocado algún día. Roma se construyó sobre la fuerza y la sangre. Uno queda sobrecogido cuando lee las cifras: multitudes de esclavos servían y morían para mantener la gloria del imperio.

El Cristianismo puso en jaque a los emperadores que se autoproclamaban dioses, exigiendo culto y reverencia a sus vasallos. El humanismo cristiano fue penetrando en la cultura romana, introduciendo valores como el perdón y la misericordia. Otra clase de cultura estaba emergiendo, inspirada por la figura de Jesús de Nazaret. La persona y su libertad serían el eje de esta revolución cultural y religiosa que, poco a poco, fue empapando el mundo romano, aunque esto costaría muchas vidas en la Iglesia naciente. Pedro y Pablo dieron los primeros pasos en la construcción de una civilización con un concepto nuevo de la persona y la vida. La gloria ya no estaba en los monumentos, sino en el ser humano. Ya no serían la fuerza ni el genio quienes dominarían el mundo, sino una nueva concepción de las relaciones humanas, basada en el amor. El gran templo ya no sería de piedra y mármol, sino de carne y hueso: el cuerpo del hombre se convierte en el santuario predilecto de Dios. La idea de un Dios que se revela a la humanidad en Jesús de Nazaret supone otro desafío filosófico y religioso a la cultura griega y latina. La creencia judía en un Dios trascendente y a la vez cercano al hombre se expande con fuerza a través de las comunidades. Es un contrapunto al poder imperial. La sencillez y la pobreza de aquellos primeros discípulos de Jesús siguen siendo modélicas para los cristianos de hoy. Y es que la sencillez tiene una fuerza arrasadora: es capaz de convertir los corazones, más que cualquier palabra bella o discurso.