domingo, agosto 08, 2021

La llamada, un vuelco en mi vida

Delante de San Ramón de Peñafort, donde fui llamado (agosto 2021)
Fue un domingo de verano del 1974. Tenía dieciocho años, toda una vida por delante. Ese día quedé con un sacerdote, responsable de la catequesis y el grupo de jóvenes de un pequeño santuario vinculado a la parroquia de Santa Eulalia de Vilapicina.

Llegué al santuario invitado por una amiga inquieta, que se estaba planteando hacerse monja carmelita. La conocí a través de una amiga de mi hermana Carmen. Vivíamos muy cerca de esta ermita, y ella me invitó a conocer al sacerdote responsable de la pequeña comunidad, en el barrio de Vilapicina de Barcelona. Me acerqué y expresé mi deseo de integrarme en el grupo de jóvenes. Fue así como conocí al padre Agustín Viñas.

Llevaba el grupo de jóvenes una extraordinaria catequista, llamada Conchita Nevado, de origen asturiano. Solíamos hacer excursiones, colonias y campamentos, y me metí de lleno en la vida del santuario. Fue una experiencia intensa que me ayudó a orientar mi vida cristiana durante la adolescencia, despertando en mí enormes interrogantes sobre Dios y el sentido de la vida. Tenía entonces dieciséis años y buscaba referentes y respuestas a todas mis preguntas. Siendo de carácter tímido y discreto, supuso para mí un gran esfuerzo por abrirme y compartir mi vida interior con otros jóvenes. Este encuentro y aquel entusiasta sacerdote me abrieron todo un mundo de experiencias. Aquellos momentos serían decisivos, pues empezaba a gestarse un proyecto que cambiaría mi rumbo. Todo germinaba lentamente en mi corazón. Ante las ansias de una búsqueda discreta comenzaba a iluminarse un nuevo horizonte. Todo emergía en medio de una adolescencia llena de incertidumbre. También sentí algo de miedo, porque empezaba a vislumbrar algo diferente que nunca pensé que ocurriría.

Camino hacia Alella

Aquel primer domingo de agosto, el día 4, fiesta del santo Cura de Ars, todo empezó a cobrar sentido, pese a mis temores. Le dije al sacerdote que me gustaría hablar con él, tenía dudas, preguntas e inquietudes. Ese día salimos los dos hacia Alella, un pueblo en el Maresme barcelonés. Fuimos en una vespa de color azul intenso. Era domingo, el sol lucía en un cielo luminoso y sus rayos caían con intensidad.

En Alella, después de desayunar con una familia amiga del padre Viñas, estuvimos jugando al tenis. Él era delgado, fuerte y de largas extremidades; con sus recias manos y brazos, golpeaba la pelota con fuerza. Yo era un adolescente aún más delgado y era la primera vez que jugaba al tenis. Como podéis suponer, no daba pie con bola.

Pero después estuvimos hablando, mientras paseábamos, y fue un rato entrañable, donde pudimos tratar de muchas cosas.

Fuimos a comer a casa de otros amigos del padre Agustín, una familia que formaba parte del grupo de matrimonios que él llevaba. Recuerdo que hicieron una jugosa y rica paella que me sentó de maravilla después de pasar una hora pegando a la pelota.

Era una familia amable y acogedora, y muy comprometida como cristianos. En la extensa sobremesa, tuvimos una larga conversación sobre las tareas pastorales del padre Agustín y la aportación que la familia cristiana puede hacer a la vida de la fe en las comunidades. Era una auténtica delicia oírlos, y yo estaba ávido por escuchar y aprender. En los dos años que llevaba yendo al santuario sentía que iba creciendo cada vez más en el conocimiento de mí mismo y de la realidad, y me iba abriendo a lo nuevo.

La llamada

El padre Viñas tenía que celebrar misa en San Ramon de Peñafort, en Barcelona, a las 7 de la tarde. Así que regresamos en la vespa y llegamos a la Rambla de Catalunya. La dejamos aparcada cerca y seguimos caminando hasta la iglesia. Yo estaba contento: había sido un día intenso, bonito. Pero aún no sabía que aquellas siete horas que había pasado con el padre Agustín cambiarían radicalmente el rumbo de mi historia.

Antes de entrar en la parroquia, él me preguntó a qué aspiraba yo en mi vida. E inmediatamente añadió: ¿Has pensado alguna vez ser sacerdote?

Yo le dije que deseaba ser un buen cristiano. Nos despedimos, me dio un abrazo y entró en la iglesia.

Eran las siete de la tarde y me quedé solo, en medio de los transeúntes que subían y bajaban por la Rambla. Recuerdo que un gran manto de nubes oscuras cubrió el cielo y bajé hasta la Plaza de Catalunya, pensativo e inquieto, con una mezcla de alegría y temor que me invadía. Claro que deseaba ser un buen cristiano. Lo que nunca me había planteado era si quería ser cura.

Empezó a lloviznar, mientras algunos relámpagos iluminaban el cielo oscurecido. Se avecinaba una tormenta de verano y un fuerte viento se desató. También en mi interior tronaban las preguntas. Después de un día soleado, que me había llenado de alegría, un huracán me sacudió por dentro.

Después de la tormenta

En mi familia no había tradición alguna de personas religiosas o consagradas. Su fe era como la de muchos: cumplir lo justo. Eran muy buenos, pero alejados de la piedad cristiana. Algunos, más bien críticos con la Iglesia. En medio de la tormenta y en el anonimato de las gentes que iban y venían, la gran cuestión vital se abría paso. Era una llamada, y me daba pánico contestar, por las enormes implicaciones que esto suponía.

Absorto en mis pensamientos, cogí el metro hacia Virrey Amat, para volver a mi casa, con mi familia, en la calle Greco.

Aquella tarde hizo tambalearse los cimientos de mi vida. Era un joven que estaba descubriendo, en el santuario, la belleza del amor en la imagen de aquel joven sacerdote, enamorado de su ministerio. Por la noche, descansando en mi habitación, con una inesperada paz interior, le dije al Señor que sí. Me abría a su plan de ser sacerdote. Ya no me importaban mis miedos. Dios me había llamado, no podía decirle que no. Le pedí que me ayudara, que era un desastre de adolescente, pero con él no temía nada. Estaba dispuesto a todo y a mantenerme firme. Aquella noche, en la profundidad de mi alma, se hizo de día. De madrugada, una calma invadió mi ser. Me sentía feliz porque Dios me llamaba a una gran aventura, desconocida para mí. El 30 de agosto de aquel año cumpliría dieciocho. Al día siguiente, mi vida ya era otra: Dios había logrado fascinarme y estaba enamorado. Me sentía suyo, para siempre. Todo cambió aquel 4 de agosto a las 7 de la tarde. El día 11, una semana después, fiesta de santa Clara, le comunicaría mi respuesta al Padre Viñas. Y sería el 4 de octubre, día de san Francisco de Asís, cuando inicié mi formación vocacional hacia el sacerdocio.

De esto han pasado 47 años. El 7 de marzo hizo 34 que me ordené. Doy gracias a Dios por el don del sacerdocio y por todo lo que he recibido a lo largo de mis años de ministerio, de tantas personas.

domingo, agosto 01, 2021

San Félix, pasión por Cristo


Nació en el norte de Africa, en la ciudad llamada Scilitana, donde hoy está Túnez.

De joven estudió lenguas y filosofía, y fue en su época de estudiante cuando conoció a los cristianos y se convirtió a la nueva fe que se iba expandiendo por el Imperio Romano.

Lo dejó todo, familia, trabajo, hogar y patria, para ir a apoyar a los cristianos de la Hispania Tarraconense, que entonces estaban sufriendo una despiadada persecución por decreto del emperador Diocleciano. Viajó por mar hasta las tierras catalanas para animar y dar fuerzas a las comunidades de Girona.

Tras un tiempo de intensa evangelización, San Félix fue detenido por las autoridades romanas y sufrió toda clase de vejaciones y torturas, hasta llegar a dar la vida por su fe. Padeció hasta el límite, sin importarle perderlo todo, porque para él Cristo era su gran perla, su riqueza y su amor. La vida, sin él, carecía de valor.

El gobernador romano le ofreció toda clase de comodidades, cargos y favores si renunciaba a su fe. Félix pudo gozar de una vida larga y próspera, viviendo en palacios y sin sobresaltos si hubiera elegido adorar al emperador y a los dioses romanos. Pero se mantuvo firme y prefirió pasar por las torturas y el dolor más insoportable antes que traicionar a Jesús. Aún en los peores suplicios, azotado, ensangrentado, casi sin fuerzas, resistió con firmeza, erguido y sin doblar la rodilla ante el tirano. Ni el zarpazo de la muerte lo detuvo: esperaba encontrarse, definitivamente, con su Señor.

La alegría del encuentro con Cristo era mayor que todo el sufrimiento que estaba soportando. Cuando falleció, exhausto, lo hizo con una gran certeza en su corazón: que la semilla de su martirio había de dar su fruto.

El universo se encoge ante un alma tan grande, que no tiembla ante la impotencia y que está dispuesta a morir por Aquel en el que cree y al que ama. Félix se unió al sufrimiento y martirio de Cristo con total abandono en Dios. Por eso participa, como tantos otros, de la gloria de Dios.

Los mártires, hoy

Los mártires nos recuerdan que, en un mundo descreído y autosuficiente, si queremos vivir una íntima amistad con Dios, hemos de responder con firmeza, valentía y coraje sin esconder nuestra fe. No estamos en aquel momento histórico de los primeros siglos de la Iglesia, en que los cristianos eran arrojados a los leones. Hoy, al menos en los países democráticos, más o menos se respeta la libertad religiosa y no se encarcela a nadie por ser cristiano. Pero sí es verdad que en algunos países del mundo se muere por ser cristiano, y las iglesias sufren ataques y destrucciones violentas. El cristianismo es la religión más perseguida del mundo. No podemos quedarnos indiferentes cuando hermanos nuestros de otros países están sufriendo tanto. San Félix no se hubiera quedado impasible.

En Occidente se vive otro tipo de persecución: mediática, social e incluso política. Los valores de la Iglesia se menosprecian o se atacan; no se respeta nuestra fe y se ridiculizan nuestras creencias.

Una fe nacida de una persecución es recia, vital. Una fe que brota del sufrimiento y del testimonio, que ha sido probada hasta el límite, hasta dar la vida, no podemos dudar que sea auténtica, firme y sólida.

Aquellos cristianos tenían un entusiasmo tan extraordinario que sólo puede entenderse sabiendo que tenían una certeza: que Jesús resucitado estaba con ellos. De aquí la intrepidez de aquellos judíos y gentiles de las primeras comunidades. ¿De dónde sacaban su fuerza expansiva, su vigor, su capacidad organizativa para anunciar la buena nueva, a tiempo y a destiempo? Sólo era posible a partir de un auténtico gozo pascual, una vivencia real de la presencia de Cristo en medio de ellos.

Sin esta experiencia personal y comunitaria, difícilmente nuestro mensaje llegará con la misma onda expansiva a todos aquellos que, hoy, viven a nuestro alrededor. El mundo de hoy sufre un gran vacío y desorientación. Lo sucedido en los dos últimos años ha contribuido a fragmentar la sociedad y encerrar a las personas en sí mismas, en sus miedos y soledades. Los cristianos tenemos mucho que decir y mucho que hacer. Pero hoy, todo ese entusiasmo creativo parece que se nos ha apagado. Vivimos de una herencia cultural y religiosa que poco a poco ha ido perdiendo vitalidad. Hemos olvidado que cada nueva generación debe ser convertida. Cada nueva generación ha de conocer y enamorarse de Cristo, debe encender una llama y mantenerla viva con el mismo esfuerzo y alegría con que los primeros la llevaron por todo el mundo. Los mártires de los primeros tiempos, como San Félix, nos recuerdan que tenemos esta hermosa y gran misión.