sábado, mayo 30, 2009

Qué nos dice San Pablo, hoy

Un Año Jubilar

Estamos llegando a la culminación del Año del Jubileo Paulino. El pasado 29 de junio, el Papa Benedicto XVI declaró, en la basílica de San Pablo Extramuros, el Año Santo del apóstol de los gentiles. En esta declaración invitó a profundizar en el conocimiento de la figura de este apóstol gigante, en su vida, sus cartas, sus viajes. En la diócesis de Tarragona (1) se celebró un congreso muy interesante en el cual participaron especialistas y exegetas, que aportaron los resultados de las últimas investigaciones sobre San Pablo. Entre ellas, la tesis de su posible viaje a Hispania, sobre el cual se han dado acaloradas discusiones sin llegar a un acuerdo todavía.

En sus catequesis sobre los santos (2), el Papa ha recopilado todas sus aportaciones sobre el apóstol y se ha editado un libro precioso que recomiendo fervientemente.

La diócesis de Barcelona ha establecido algunos lugares de peregrinación para que los cristianos puedan obtener el jubileo. Son, entre otros, la catedral, San Pablo del Campo, la Sagrada Familia, la parroquia de San Pablo de Mataró y la parroquia de San Pablo de Badalona, de la cual soy rector. En ella hemos organizado un variado programa de celebraciones y charlas de formación teológica, así como una exposición sobre el itinerario vital del apóstol.

Pablo hoy

¿Cuál es el legado que nos ha dejado San Pablo? ¿Por qué se ha convertido en un referente en la expansión del Cristianismo? ¿Qué nos dice hoy?

De Pablo podríamos decir muchas cosas. Me faltaría papel para exponer todas las que se me ocurren. Pero quisiera quedarme con una frase: “No soy yo, sino Cristo quien vive en mí”.

Camino de Damasco, Pablo recibe una luz que lo hace caer del caballo. Es la claridad que lo derriba de su arrogancia farisaica. Esa luz es el mismo Cristo que le hará cambiar de rumbo. Abatido por el inmenso amor de Dios, Pablo vive una experiencia que lo sacude por dentro. Entre la luz y la oscuridad, inicia un proceso de profundo cambio que hará emerger a un hombre nuevo. En sus palabras, es “elegido apóstol por el mismo Cristo”.

Pablo ya era un fervoroso cumplidor de la ley de la Torah. Mantuvo el carácter fuerte e impetuoso que lo caracterizaba. ¿Qué le hizo cambiar? El mismo Cristo. Lo sedujo de tal manera que ante su amor Pablo quedó rendido. Es un enamorado de Cristo. Su respuesta, después de un intenso catecumenado, es arrolladora, firme y tenaz. Pablo quedó prendado de la infinita misericordia de Dios.

Dios nos quiere tanto que, a través de su Hijo, a través de la Iglesia, corre en busca de nosotros para confortar nuestro corazón. Y ante la inmensidad de su gracia uno reconoce la propia pequeñez.

A partir de ese instante, dejamos que Dios entre de lleno en nuestra vida y cambie nuestro rumbo hacia una meta: él mismo. Cuando Pablo afirma que “no soy yo, sino Cristo quien vive en mí”, expresa que todo él está empapado de Dios. Lo lleva tan adentro como el mismo tuétano de sus huesos. Sólo un apasionado enamorado puede sentir y tener esa sublime experiencia, esa relación tan íntima con Dios, hasta llegar a identificarse plenamente con él.

Ojalá los cristianos de hoy nos dejemos invadir por la fuerza de su amor. Que podamos decir, como Pablo, “no soy yo, sino Dios”. Ojalá aprendamos de la pasión de Pablo, para no caer en la terrible desidia que ataca a tantos cristianos de nuestro tiempo. De esta manera, demostraremos con vigor que realmente Dios sigue actuando en cada uno de nosotros.

Joaquín Iglesias
Rector de la parroquia de San Pablo
jiglesias@arsis.org

domingo, mayo 24, 2009

Peregrinaciones a santuarios marianos

Ayer estuve con mi comunidad parroquial en Montserrat, en una romería anual que organizamos desde la parroquia. Viendo la gran afluencia de gentes de todo el mundo y la larga cola de personas esperando besar a la Virgen, me han venido a la memoria otras imágenes de lugares marianos que atraen cada año a millones de peregrinos.

La atracción de los santuarios marianos

Lourdes, Fátima, Montserrat, y tantos santuarios dedicados a María son focos de espiritualidad y devoción que invitan a meditar. En una época de crisis religiosa en la que las iglesias se vacían y la fe parece diluirse, en medio de una cultura que vive de espaldas a Dios, estos lugares mantienen su fuerte atracción hacia muchas gentes. ¿Por qué?

Hay muchas razones de tipo no sólo religioso, sino antropológico. Se habla mucho de la feminidad de lo sagrado y de esa necesidad que tiene el ser humano de volver a sus raíces más primigenias, al vientre de la madre. María se convierte en la respuesta a una añoranza del seno materno, del que todos salimos; la devoción a María en muchos casos se puede entender como un regreso a los orígenes, al hogar primitivo. Es una búsqueda de ese regazo protector que acoge a toda la humanidad, como el manto de la Virgen.

No podemos negar la importancia del factor antropológico y psicológico en la devoción mariana. Está ahí, y vemos cómo mueve a masas de gentes, cada vez más, porque quizás nuestra humanidad se siente huérfana y perdida como nunca se encontró.

María nos lleva a Jesús

Pero para un creyente cristiano la veneración a la Virgen no puede quedarse ahí. María es la que nos lleva a Cristo. Ella es la que nos alarga la mano, pero no para que nos quedemos a su lado, sino para conducirnos hasta su Hijo. Escuchemos las pocas, brevísimas, palabras de María en el evangelio: “Haced lo que él os diga”. María es puente tendido hacia Jesús. Y Jesús, el Hijo, nos lleva a su vez a Dios, su Padre. “Todo esto os he dicho para que vuestro gozo sea completo.” (Jn 15, 10). “Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 3, 24)

Ante esa nostalgia de plenitud, de sentirnos arropados por un amor rebosante, sólo podemos hallar respuesta en Dios. María y Jesús nos conducen a él, por eso son redentor y co-redentora. Ellos nos rescatan y nos llevan al hogar que verdaderamente ansía nuestro corazón: el mismo Dios.

Una espiritualidad madura

María nos llama a imitar a Jesús. No nos llama a una espiritualidad autocontemplativa e infantil. No nos invita simplemente a refugiarnos en su manto y a permanecer allí, como niños incapaces. María es la mujer fuerte que nos anima a salir de nosotros mismos, de nuestras seguridades y prejuicios, y a caminar por el mundo, como lo hizo Jesús. Nos llama a entregarnos y a dar nuestra vida por amor, hasta la cruz. Y al pie de la cruz, ella estará presente, dándonos su fuerza y su aliento, hasta el último instante. Esperando, también, nuestra resurrección.

María nos interpela a imitarla, viviendo una espiritualidad madura y responsable. ¿Cómo? Ella es madre. Lleva a Dios en su seno y lo entrega al mundo. También los cristianos recibimos a Dios en los sacramentos, y no para quedarnos con él, egoístamente, sino para darlo. Como María, somos portadores de un tesoro inmenso y nuestra misión es llevarlo al mundo, derramando su luz.

María es Iglesia

María también es Iglesia. Cuando pensamos en ella, demasiado a menudo nos confundimos, nos dejamos llevar por las modas y creemos que “Iglesia” es igual a institución, a jerarquía. En cambio, Iglesia es comunidad, su raíz es Cristo y su madre es María. Cuando pensemos en la Iglesia, pensemos en la Virgen.

Nosotros somos la Iglesia. La imagen de Pablo, comparándola con un cuerpo, es muy certera. Cristo es la cabeza, y todos nosotros somos miembros de ese cuerpo. María está en el corazón de la Iglesia. Pensemos en todos los mensajes que María ha dado al mundo, desde su discreta presencia en el evangelio hasta sus apariciones más conocidas. Siempre hay una llamada a la conversión y a la unidad. No podemos concebir una devoción auténtica a María sin una adhesión fiel a Cristo y a la Iglesia. Venerar a María y desentenderse de la comunidad eclesial es un enorme contrasentido.

Devoción que da fruto

El otro gran mensaje de María, como recordaba antes, es una llamada urgente a acercarnos a su hijo. María es la primera misionera, la primera evangelizadora. Nos ofrece protección, consuelo y guía, pero su gran misión es llevarnos hacia Cristo y, desde él, hacia Dios. Esta es, también, la misión de la Iglesia. Esta es nuestra misión hacia el mundo que nos rodea. De la intensa devoción que despiertan los santuarios marianos, deberían salir muchos frutos: familias unidas, amistades fieles, iniciativas misioneras, obras de caridad, entusiasmo evangelizador, comunidades más vivas, animadas por un amor que se traduce en servicio y alegría. Esos frutos, y muchos otros, serán la señal inequívoca de una devoción profunda, sincera y transformadora del corazón.

domingo, mayo 17, 2009

Teología del gozo

Una visión sesgada del ser humano

Por mucho que la prensa y diversos medios de comunicación se obstinen en resaltar el egoísmo y la dimensión animal del hombre, hasta llegar a jactarse de ello, nunca impedirán que desaparezca la bondad connatural del ser humano. Hoy se da un cierto periodismo que está convirtiendo sus noticias en una crónica de sucesos. Es un periodismo grosero y parcial, que busca señalar constantemente la maldad y la vertiente más mezquina del ser humano.Los medios de comunicación olvidan que los sucesos que narran son excepcionales y aislados y no responden a las actitudes más básicas y comunes del hombre. Es la prensa la que altera la noticia y hace más vil al ser humano. Considero que a veces sus criterios son manipuladores y perversos y esconden unos intereses económicos para lograr una mayor audiencia al precio que sea. Los sociólogos hablan de la cultura kitsch para referirse a este gusto por lo ordinario, lo soez y lo que está de moda en un momento dado.

Hay una tendencia social tanto a nivel político como periodístico e incluso filosófico que pretende arrebatar al hombre lo que le es intrínseco como persona, que es el deseo firme de anhelar la felicidad y la alegría. Estas actitudes también son connaturales a él, como lo son el egoísmo y el sufrimiento.

Pero es evidente que dependiendo de nuestra propia concepción antropológica podremos resaltar una tendencia u otra. Algunas concepciones filosóficas caen en una visión del hombre como un ser vacío de sentido, es decir, llevan al nihilismo como una actitud ante la vida, o una angustia existencial sartreana. Este modo de entender al hombre responde a una actitud que no concibe la vida como un don, sino como una condena. Por tanto, nada tiene sentido y caemos en el absurdo.

La visión trascendental: el hombre tiende al gozo

En cambio, una visión antropológica desde una dimensión trascendental nos lleva a descubrir el enorme potencial del corazón humano. Nos estamos refiriendo a la antropología cristiana. Podemos afirmar que la capacidad de entrega y la generosidad del ser humano muchas veces no tienen límites. Nos referimos a la dimensión humana y espiritual. Afirmo con toda rotundidad que el hombre es un ser nacido y llamado a vivir el gozo y la felicidad. Sólo cuando niega estos valores y se empeña en vivir lo contrario, el egoísmo, la envidia y la tristeza lo invaden.

Tener la certeza de que somos inmensamente amados por Dios es la fuente de nuestro auténtico gozo existencial. Cuando el ser humano es capaz de creer en sí mismo y de salir más allá de su realidad, de su corazón surgirán torrentes de alegría, porque el Dios de los cristianos es la fuente suprema del gozo. Toda criatura suya nace con esta inquietud trascendental, el deseo de felicidad en mayúscula. El hombre tiene dentro algo que le hace crecer, madurar y amar. Sin el amor pierde el horizonte de su vida, cae en el abismo y en el sinsentido.

La fuente de nuestro gozo

Partiendo de esta concepción cristiana el hombre está llamado a buscar la felicidad eterna. ¿Dónde está el fundamento de la teología del gozo? El hombre debe pasar de la alegría psicológica y humana a la alegría óntica y espiritual, ese deseo que está impreso en sus entrañas, y también en las de Dios. En el santoral cristiano aparece una santa excepcional: Santa Gertrudis la Magna, que nos habla del gozo del Señor.

La revelación cristiana parte del acontecimiento pascual: Cristo ha resucitado y es nuestra mayor alegría. La eucaristía es el lugar de encuentro donde se comparte el gozo de existir y de sentirse amado por Dios, que se nos entrega a través de su Hijo. Es el motor de nuestra plenitud humana y cristiana. No se puede ser feliz de forma aislada, sin abrirse a la realidad de las otras personas. Cuando decidimos buscar a los demás y hacerlos felices, obtenemos un gozo que nada ni nadie nos podrá arrebatar.

domingo, mayo 10, 2009

Primeras comuniones: cómo educamos a los niños en la fe

Estamos en el mes de mayo, una época en que muchos niños hacen la primera comunión. Asistimos a innumerables celebraciones que puntualmente llenan las iglesias de niños y familias que, de ordinario, no acuden a la eucaristía dominical.

Por un lado, a los cristianos practicantes habituales nos alegra ver el templo lleno y muchas caras de niños ilusionados. Por otro lado, constatar la frialdad y la desorientación con que muchas de estas personas acuden a la misa, nos hace cuestionar qué estamos haciendo y qué sentido tiene esta fiesta.

Durante uno o dos años, estos niños asisten a catequesis una vez por semana y, aunque con menor frecuencia, también acuden a la misa del domingo en su parroquia. Los catequistas y sacerdotes intentamos prepararlos para este acontecimiento, y también nos reunimos periódicamente con sus padres. Después de dos años de un trabajo tenaz de formación y acogida de estas familias, nos topamos con una cruda realidad. Pasada la fiesta de la primera comunión, muy pocos de estos niños, o a veces, ninguno, regresan a la iglesia.

Una fiesta que pierde su sentido

Los días antes de la comunión las familias se han volcado en todos los detalles de la fiesta —trajes, flores, banquete, fotografía…— como si se tratara de un acontecimiento civil. Esta vorágine engulle a los niños, que llegan al gran día muy despistados, nerviosos, pendientes de lo que llevan y de los regalos, y prácticamente inconscientes de la importancia de lo que van a recibir: el mismo Jesús. El sentido espiritual de la fiesta se diluye.

Esto nos lleva a una reflexión muy profunda que hemos de hacer desde la parroquia pero también desde las delegaciones de catequesis de las diferentes diócesis. Nos enfrentamos a un reto pedagógico urgente. ¿Cómo conseguir que niños y padres atisben, al menos, la importancia del acontecimiento que van a vivir?

¿No habremos hecho nosotros dejación de nuestra responsabilidad y exigencia, por querer cumplir con lo políticamente correcto? No podemos negar un sacramento a quien nos lo pide, pero sí podemos exigir que quien lo recibe —o sus familiares— estén lo suficientemente preparados y sean conscientes de lo que van a hacer. Este es nuestro caballo de batalla. Desde la Iglesia hemos de ser amables, atentos y acogedores; hemos de escuchar a quienes vienen a nosotros. Pero no podemos vender barato a Cristo ni dejar que un momento tan denso espiritualmente se convierta en la excusa fácil para celebrar una fiesta social.

El dilema de las parroquias

Las parroquias nos enfrentamos a este dilema: o admitir a muchos niños, que luego se irán y no se vincularán a la comunidad, o ser realistas y asumir que habrá muy pocos niños y cuidar la relación con sus familias, sabiendo que se implicarán con la parroquia.

Sabemos que responder a Jesús y seguirlo no es sencillo, pero acabamos convirtiendo nuestro trabajo evangelizador en algo tan diluido que nos acostumbramos a trabajar de esta manera y a no ir a fondo en la cuestión del crecimiento espiritual del niño. Lo consideramos un mal menor y nos consolamos pensando que “Dios hará más” —que es cierto— y que algo quedará en ellos, al menos en el recuerdo. Pero no podemos conformarnos sólo con eso.

Quizás por eso nos encontramos con esta situación: no hemos sido valientes a la hora de plantear esta cuestión y no podemos detener esta maquinaria. La sociedad pide primeras comuniones en mayo y las parroquias nos acabamos haciendo cómplices de un enorme entramado comercial y lúdico. Para la familia se convierte en un mero momento estético y sentimental, con su valor antropológico, como toda fiesta humana, pero desprovisto de su significado más genuino.

¿Soluciones posibles?

Trabajar muy a fondo con las familias. En el momento de la inscripción de un niño a la catequesis deberían quedar muy claras las cosas. No se trata de apuntar a un niño para que haga la comunión, sino del deseo de una familia que quiere incorporarse a la comunidad y, consecuentemente, sus hijos también lo harán, y se prepararán para recibir la comunión. Es un contrasentido que un niño haga la comunión y que sus padres, en cambio, no se sientan implicados y comprometidos con la Iglesia. Es una incoherencia que los niños perciben y que tiene sus consecuencias.

Los catequistas necesitan una buena formación. Hoy deben enfrentarse a retos que hace un par de generaciones no existían. Reciben a niños que provienen de entornos totalmente ignorantes de la fe y de la doctrina cristiana. Incluso algunos padres no son creyentes, o cuestionan a la Iglesia. Hay que saber hacer una catequesis en un entorno adverso y pagano. Muchas veces, hay que partir de cero, hacer una pre-evangelización. Los catequistas no pueden dar por supuesto que los niños conocen el evangelio y los hechos fundamentales de nuestra fe; ni siquiera están familiarizados con el lenguaje religioso, como antaño. De ahí la importancia de que haya dos o tres años de catequesis previos a la comunión, para que el niño vaya asimilando los conocimientos y la experiencia de la fe.

Los catequistas deben tener una preparación en una triple vertiente: teológica, pedagógica y humana. Teológica para conocer los contenidos de la fe y exponerlos de manera consistente. Pedagógica para transmitir de manera amena y eficaz estos contenidos y la vivencia de la comunidad. Y la formación humana es clave para comprender las realidades sociales y familiares que envuelven a estos niños, para saber escuchar a sus padres, a su entorno, y poder establecer una comunicación cercana y efectiva con ellos.

El catequista ha de vivir la fe intensamente, en el marco de su comunidad. La catequesis es algo más que una clase de religión: es testimonio de una experiencia de vida. Si el catequista no está integrado en la parroquia, si no vive su fe con entusiasmo, difícilmente podrá transmitir su mensaje. La catequesis se hace siempre desde la parroquia.

La educación en la fe es un trabajo de toda la comunidad. Todos somos responsables, no sólo el cura y los catequistas. Padres y feligreses tienen la misión de evangelizar, como cristianos llamados por el mismo Jesús. La comunidad entera se implica y ayuda en la formación de sus niños.

El regalo de la eucaristía es tan extraordinario, y gratuito, que no merece menos. Recibir a Cristo en el pan y el vino pide una profunda apertura de corazón. Nuestro desafío es lograr que los niños se enamoren de Jesús.