martes, diciembre 25, 2012

El misterio del niño Dios


Muchos hogares, en el tiempo pre-navideño, hacen sus belenes. La piedad popular tradicional, ya por santa Lucía, establece que se monte el belén en las casas, como parte importante de la fe. Las familias utilizan el pesebre como una herramienta pedagógica para ir introduciendo a los niños en el misterio que va más allá de la sencillez de un establo.

Adviento es el tiempo de la espera en la venida del Señor y la Navidad es el anuncio de su llegada. La gente sencilla ha captado el crucial acontecimiento: el misterio de un Dios que se hace hombre despojándose de todo poder para que el hombre le abra definitivamente su corazón. La Navidad es la gran noticia de un Dios que se hace bebé para que el hombre, lleno de bondad, canalice hacia los demás el amor que tiene dentro.

Dios se deja acunar por el hombre, y así el hombre aprende a amar a Dios. Y es que, ¿acaso un bebé no evoca ternura, compasión, dulzura? Dios ha querido hacerse pequeño, humilde, para tocar nuestras entrañas y para que así, con diligencia solícita, respondamos al llanto de un recién nacido.

Dios nacerá en un bebé indefenso y morirá en un adulto indefenso porque tiene una escandalosa obstinación: salvarnos. Nuestra existencia no tendría sentido sin su proyecto salvífico. Naciendo y muriendo, Jesús renuncia al poder para vivir plenamente la vida de Dios en él, y resucita porque Dios tampoco quiso que la vida del hombre terminara en una tragedia, en un futuro lleno de sufrimiento, condenado a la mortalidad. Jesús, con su resurrección, nos libera del yugo de la muerte, dándonos una vida nueva. Nuestra vida, como la de Jesús, ya lleva dentro una semilla de inmortalidad, porque desde siempre nos ha querido en sus brazos, hasta más allá de la muerte.

La Navidad no es otra cosa que la clara certeza de un Dios apasionado por su criatura; lo único que le queda es hacerse hombre para que, como hombres, nosotros podamos mirarle con sus ojos y descubrir en su mirada el destello de una luz capaz de traspasar nuestra retina para iluminar el interior de nuestro corazón. Así descubriremos, en su humildad, que en ese rostro está Dios, y que quiere ser un amigo en el viaje de nuestras vidas hacia nuestra meta: las manos acogedoras y cálidas y el corazón palpitante que desea fundirse con nosotros en un abrazo, para siempre, en la eternidad. Solo desde la lógica de la donación y el sacrificio puede entenderse tanto amor.

domingo, diciembre 09, 2012

La trascendencia de un sí


María, aquella muchachita de Nazaret, con su sí a Dios se convirtió en una mujer que uniría el cielo y la tierra, en espejo del rayo divino que atravesaría sus entrañas; en puerta del cielo y aurora de la mañana. Convirtió su humildad en una gran osadía. Por ella, Dios se hace hombre. María volcó todo su ser en el gran proyecto de la encarnación del Hijo de Dios.

Siendo sencilla, María convierte su vida en una gran hazaña. Dios y María, con la complicidad del Espíritu Santo, convierten la humanidad en un grito de esperanza y salvación. El hombre siempre ha buscado razones profundas para dar sentido a su vida; con el sí de María Dios no solo entra en su corazón, sino en toda la humanidad y en cada hombre, haciéndolo un auténtico interlocutor de la divinidad.

El rayo de luz que invade a María también invade el corazón humano. En ese instante, unida a ella y con Cristo, todos somos parte del proyecto de Dios. El sí de María a Dios atraviesa cielo y tierra. Pero Dios ya había dicho sí al hombre desde el mismo instante en que lo creó para salvarlo. Por eso el hombre, como dice san Agustín, desde su propia esencia no descansará hasta encontrarlo. El ser humano necesita el sí de Dios para sentirse plenamente realizado. A cambio, para que se culmine esta amistad del hombre con Dios, él también necesita de la certeza libre de su sí.

Dios había hecho un pacto con el pueblo de Israel. Pero este pacto debía llegar a su culminación. La anunciación a María era una prueba de fuego. Dios quiso contar con ella, y en ella con toda la humanidad, para realizar definitivamente su plan: entrar en la historia como hombre nacido de mujer; más tarde, con los apóstoles y, finalmente, con la Iglesia, que necesitaría de una nueva inspiración del Espíritu Santo para extenderse por todo el mundo.

El Espíritu cubre con su sombra a María y nace Jesús. Y el Espíritu Santo volvió a cubrir con su sombra a los apóstoles y nació la Iglesia. Y cada uno de nosotros ha sido fecundado por la fuerza del Espíritu, que nos ha constituido en hijos de Dios e hijos de la Iglesia.

El sí de María sigue siendo fecundo dos mil años después. Cada bautizado es un hijo espiritual de María, porque ella es el fundamento de la Iglesia. Es por eso que no podemos separar a María de Jesús, ni a María de la Iglesia, ni a María de los cristianos. Ella se convirtió en simiente de lo que ahora vivimos plenamente en la Iglesia. Por ella, por la Madre de Dios, el rumbo de nuestra historia ha continuado. Ella nos señala la dirección de nuestra plenitud humana y la fuente de donde tenemos que beber para no tener nunca más sed. Esta agua colma nuestros ansiosos deseos de felicidad. Cristo, su hijo, es nuestro único horizonte y el que nos impulsa a dar un cambio definitivo en nuestra vida, siempre con la cálida y discreta presencia de María.

sábado, septiembre 01, 2012

Quiero, de verdad, ser sacerdote


Esta entrevista es un testimonio de Alexander, uno de los jóvenes del movimiento Luz y Vida que ha pasado quince días de convivencia en la parroquia de San Félix. Es la historia de un joven nacido bajo un régimen ateo, que descubrió a Jesús en su juventud y se ha comprometido firmemente con la Iglesia, a través de su movimiento y la comunidad de su parroquia.

1. ¿Cuál es tu primer recuerdo de Jesús?
Posiblemente en mi niñez oí hablar de Jesús, porque fui bautizado cuando tenía unos pocos meses en la iglesia ortodoxa. Pero mi primer recuerdo de Jesús es de cuando tenía 5 años, cuando mi madre me regaló una Biblia para niños. Tenía muchos dibujos, me gustó y comencé a leerla.

2. ¿Cómo te acercaste a la Iglesia?
Durante mi infancia y adolescencia, cuando el país vivía bajo el régimen comunista, viví alejado de la Iglesia. Llegué a la fe más tarde, cuando mi madre y yo tuvimos un serio problema de salud. Soñé en Dios cuando estaba en el hospital, los primeros días de diciembre 2003. El día 3 de enero de 2004, cuando salí, fui a una iglesia católica.

3.     ¿Cómo conociste el movimiento Luz y Vida?
Cuando vivía en Brest conocí a una comunidad. Nuestra parroquia interactuaba con el movimiento Luz y Vida, bajo la dirección del Padre Ireneusz. Colaboré con ellos en diferentes proyectos y, cuando fui a Minsk para trabajar y comencé a vivir solo recé y decidí formar parte de la comunidad del Padre Ireneusz.

4.     ¿Qué te atrajo más de Luz y Vida?
Por supuesto, su gente y su fe tan viva, y la búsqueda de soluciones nuevas para anunciar al mundo a Cristo vivo. Pese a las dificultades, seguimos juntos y pasamos por todas las vicisitudes y los gozos propios de una gran y feliz familia.

5.     ¿Sientes una especial vocación en tu parroquia, o en la Iglesia?
En Brest nuestra parroquia está dedicada a dos hermanos, los santos Pedro y Andrés. Pedro simboliza la Iglesia Católica Occidental, mientras que Andrés predicó en Oriente y es símbolo de la Iglesia Oriental. En el icono de nuestra parroquia ambos santos se abrazan. Esta es una primera llamada que siento. La segunda es que nací el día 25 de enero, un día especial en el que se reza por la unidad de los cristianos. Estos signos me dicen que mi vocación es rezar por la unidad. Unidad de comunión, unidad de las iglesias, la unidad que Jesús predicó en el evangelio de Juan, en su última cena. Y, por supuesto, si Dios lo permite, quiero de verdad ser sacerdote.

6.     ¿Cuál es tu misión en la parroquia de Minsk?
Canto en la misa de los miércoles y los domingos, y también participo en los encuentros y la evangelización de los sábados. También soy el administrador de varios grupos católicos en las redes sociales. Siempre que alguien necesite algo en nuestra parroquia, estoy dispuesto a ayudar.

7.     ¿Qué ha supuesto para ti la peregrinación a Barcelona y la estancia en la parroquia de San Félix?
Ha sido un tiempo fantástico que recordaré toda mi vida. Quería animar alguna actividad en vuestra parroquia y he hecho cuanto he podido. Me hubiera gustado ver a más gente joven. Pero me lo he pasado bien y he contactado con grandes personas. Con Julita y el Padre Ireneusz hemos estado evangelizando en la playa. 
He estado muy a gusto, pero tenéis un gran problema en Barcelona. Hay mucha gente que no cree, y en cambio cree en el materialismo. Pienso que hay que cambiar esto.

8.     ¿Qué le dirías a los feligreses de San Félix?
Os diría que sois la luz de este mundo, que tenéis las llaves del Reino, las fuentes del amor. Sois el cuerpo de Cristo. Gracias por vuestra cálida acogida, por estar con nosotros y querernos tal como somos. Muchas gracias al Padre Joaquín por la luz de su amor, y aunque no entiendo el español, durante este tiempo se ha convertido en un gran amigo para mí.
Espero que tengáis unidad, alegría y que cantéis y alabéis a Dios con cada respiración y cada movimiento.
¡Gracias a todos!

domingo, agosto 19, 2012

De la eucaristía dominical a la fe de cada día


¿Por qué venimos a misa?

Muchos cristianos asisten cada domingo a misa y la parroquia se llena. Ya sea por cultura religiosa o por una formación catequética, o por rutina, o por profunda convicción, participan de la Eucaristía. Es verdad que las motivaciones son muy diferentes. Hay quienes vienen porque toca o porque forma parte de una inercia, de una educación que se queda en las formas, convirtiendo la fe en una serie de prácticas rituales sin profundizar en su significado sagrado, en su sentido genuino y trascendente. Para muchos es un rito más, que forma parte de su proyección social y cultural.

Con pena percibo que ir a misa, para algunos, significa una obligación basada en el miedo a un posible enfado de Dios, a su castigo. Qué mal han entendido algunos el hermoso sentido de la participación en la Eucaristía. Van por hacer méritos y así conseguir la salvación. Temen ir al infierno. Sin darse cuenta, yendo a misa parece que están comprando su salvación. Dejan de tener clara la dimensión de la gratuidad. Y Juan Pablo II ya recordaba que ir a misa no es garantía de una salvación segura, hace falta algo más.

Es posible que una cierta pedagogía del pasado haya contribuido a esta actitud mercantilista. Yo le doy a Dios lo que me pide y, a cambio, él está obligado a darme la salvación. A esta posición se la llama pelagianismo y fue una herejía en el pasado, pues contradecía abiertamente la teología de la gracia. Quizás esta forma de entender la religión y la sacramentalidad ha contribuido a que la motivación última de nuestra fe no sea la gracia ni la libertad, sino el miedo y el castigo.

La fuerza del poder de Dios radica en que nos ha hecho libres, incluso asumiendo que no le amemos. Aquí está el misterio más profundo de la relación de Dios con el hombre. Dios no nos quiso sumisos, esclavos temerosos, sino libres y contentos. Ningún mérito será suficiente ante su infinita generosidad y su gracia. En su ADN tiene el anhelo de conquistarnos hasta lograr seducirnos. Su deseo último es la felicidad de su criatura. Desde nuestro engendramiento estamos unidos a él. Y él desea una vida plena para cada uno de nosotros.

Del cristianismo dominguero a vivir con pasión la fe cada día

La eucaristía es un momento culmen de esta plenitud. Retomando el tema del sacramento, esas lagunas en la formación religiosa han hecho que la misa fuera una actividad puntual de cada semana, que nos pide implicarnos solo ese día concreto y no cada día de nuestra vida. Hemos separado la fe de la vida social y la hemos convertido en un rito que no tiene nada que ver con nuestra vida cotidiana, con nuestro entorno familiar, social, laboral y lúdico. Se ha producido un divorcio entre la fe y la vida cotidiana, entre lo que hago y lo que soy, entre lo que digo y lo que hago. Nos hemos apeado de la enorme consecuencia de vivir la fe y celebrarla cada domingo con entusiasmo. No somos conscientes de un don inmenso que, desde el primer momento en que se recibe, nos vincula a Dios, haciendo arder en nosotros el fuego de la fe. Y ahora, con el paso del tiempo, los problemas y las malas experiencias que vivimos poco a poco nos han hecho caer en una apatía tan grande que puede convertirse en gelidez espiritual y hacernos perder el sentido de lo trascendente. Por eso hemos de pasar del “cristianismo dominguero” a vivir minuto a minuto y con pasión nuestra vida cristiana. Sin temor a las exigencias que de esto se deriven, como decía Benedicto XVI a los jóvenes: «Cristo no solo no quita nada, sino que nos lo da todo». Hemos de lograr que nuestra vida sea una consecuencia de lo que vivimos en la eucaristía, y que esta sea el punto de partida de nuestro testimonio evangelizador. Solo así eucaristía y vida serán una sola cosa. Viviremos respirando a Dios y desprendiendo trascendencia. Porque de su aliento sacaremos las fuerzas para no decaer en la dura batalla del mundo.

La eucaristía y la vocación

Dios nos llama; si respondemos, llegaremos a la comprensión profunda del sentido de la eucaristía. Si la fe no nos implica de arriba abajo, desde el ámbito personal y familiar hasta el social y cultural, es porque no se ha producido un diálogo íntimo con Dios. Si ponemos nuestra confianza en él ya no solo participaremos en la misa, sino que formaremos parte de una comunidad donde se vive la fe.

El que solo cumple establece una relación de miedo propia de esclavos. Pero el que participa plenamente en la eucaristía es el que se siente personalmente invitado y no tiene ganas de irse corriendo cuando termina la misa. Afuera, en los atrios, también se hace comunidad. Pero toda vocación acaba en un firme compromiso al servicio del apostolado o las actividades parroquiales. Es la respuesta coherente a un don tan inmerecido como el mismo Dios.

Cómo nos cuesta dedicar un tiempo a Dios y a sus obras, a su misión. Quizás el hábito o la vorágine de la vida cotidiana no nos lo permite, pero no olvidemos que la plenitud de nuestra vida cristiana se culmina cuando decidimos, de verdad, que formamos parte de un proyecto de Dios.

Ante un cruce es difícil saber cuál es el camino adecuado. Pero si decidimos tomar el camino de Cristo os aseguro que nada nos faltará, porque él nos lo dará todo. Decidamos y seamos perseverantes. Él nos ha llamado a su gran proyecto: anunciar a todo el mundo que Dios nos ama. Este es el fundamento de su Ser.

sábado, agosto 04, 2012

Vino un hombre...

Este artículo es un emotivo recuerdo del Padre Juan Ferrando, sacerdote de origen italiano que falleció en marzo pasado y con el que me unía una larga amistad. Con motivo de la festividad del Santo Cura de Ars, me ha parecido oportuno publicarlo, con el permiso de su autor.

«Vino un hombre enviado de Dios. Su nombre era Juan.» Estas palabras del cuarto evangelio resonaban en una iglesia española el pasado veintinueve de marzo, en una misa concelebrada por veinticuatro sacerdotes, con el obispo y una multitud de fieles.

Su nombre era Juan. Pero en familia lo llamábamos Franco. Es decir, Francesco, el nombre de un abuelo suyo. Un nombre que recorre su vida como una constante. San Francesco era el colegio donde enseñó en los inicios de su carrera. Sant Francesc era la parroquia catalana en la que esta carrera terminó. Viajó con su párroco hasta Asís para recoger allí la primera piedra de este templo.

¡Ah, qué bien le sentaba este nombre! Loco como el Pobrecillo, pobre también él: lo arrojaba todo por la borda, ante la desesperación de su hermana. Enamorado de la naturaleza, jovial, loco por la música, tocaba el órgano, la guitarra, el acordeón, la flauta, la armónica de boca y la ocarina; cantaba afinadísimo y era el alma de las fiestas, de las excursiones. Vagabundo incansable, durante las “marchas forzadas” parroquiales todos caíamos rendidos, medio muertos, y él corría arriba y abajo sosteniendo a los que se tambaleaban, curando ampollas, cantando para animar a los cansados. Su vagabundear lo llevó a miles de quilómetros de su casa. Para siempre.

Sin embargo, aquel loco no llevaba el sayal de San Francisco. Llevaba —podríamos decir que “por casualidad”, que es el nombre de Dios cuando no firma— la túnica de los Clérigos Regulares Somascos. Cuando las túnicas pasaron de moda, Giovanni-Franco llevaba siempre a la vista una pequeña cruz. La idea de mimetizarse, de avergonzarse de ser cura, le enfurecía. (Se indignaba a menudo: «convertíos y no pequéis...»).

Locuras juntos hicimos unas cuantas. Como subir a los Pirineos sin bastante gasolina y pasar una noche gélida sentados en el coche, con toda la ropa y el equipaje encima para no congelarnos. O perderse en un bosque desierto e impracticable sin la mínima garantía de salir vivo... Pero ahora debo explicar otras locuras suyas, personales.

La primera fue su singular vocación. Hay quien se hace sacerdote por elección, o por una llamada interior, por cálculo, por conveniencia... quién sabe. Uno que se hace sacerdote porque su hermano no quiere es una solución un poco extraña.

¿Recordáis aquel sistema de reclutamiento en una ronda? En cada orden o congregación religiosa siempre había un sacerdote que detectaba las futuras vocaciones y se fijaba en aquellos niños devotos, al quienes les gustaba hacer de monaguillo los domingos. «Carlo, ¿quieres venir con nosotros, ser uno de nosotros? Podrías estudiar, y después enseñar, celebrar misa, ser respetado, importante...» «¿Yo, sacerdote? ¡Ni soñarlo!» En cambio, Franco no necesitó más. «¿Él no quiere? Pues vengo yo.»

Las vías del Señor son infinitas.

Lágrimas maternas, enfado paterno, nada qué hacer. El pequeño Franco partió al seminario y comenzó a estudiar. Lo menos posible. A la dogmática y la ascética prefería la acordeonística y la alpinística. El gusto por el estudio, el hambre de saber, le vino más tarde, y con resultados portentosos. Pero cuando era un muchacho se contentaba con lo mínimo para llegar a la meta. Y llegó tarde, con veintinueve años y medio. Fue ordenado sacerdote el 14 de junio de 1969.

¡Qué hermoso estaba mi muchacho, aquel día, en su atuendo solemne, con su perfil de medalla romana y el porte de un príncipe! Barón, lo llamaba su madre. Yo, príncipe. Solo de verlo así le hubierais concedido de inmediato la aureola. Y así permaneció siempre, en sus funciones sacerdotales, durante toda la vida. Aquel loco, aquel bromista, cuando estaba ante el altar se transfiguraba. Hierático, perfecto en sus gestos y en la palabra, respetuoso del menor detalle de la liturgia, consciente del misterio que celebraba, interpelaba hasta a los más distraídos a sentir que allí «había algo», allí estaba Dios.

Fuera de la iglesia, seguía siendo el loco de siempre. Su otra gran locura fue venir a España, a la aventura. Era el año 75. En las casas somascas españolas faltaba personal y los superiores buscaban un voluntario. «¿A quién enviaré?» «Enviadme a mí.»

Más lágrimas... Más reproches. Nada. Sin saber qué le esperaba, sin entender una palabra de español, por mar y por tierra, en barco y en trén, ¡olé! Peor fue cuando tuvo que cruzar de una costa ibérica a otra, solo, con una furgoneta, cantando para no dormirse mientras conducía. De hecho, el vagabundo no permaneció siempre en el mismo sitio. Recorrió media España en parroquias, seminarios, colegios, campamentos, y después, definitivamente, en una parroquia, la de Sant Francesc de Badalona, Barcelona. Mientras tanto, había aprendido el castellano, y también un poco de catalán y hasta de gallego. Aquí lo llamaban padre Juan.

En Italia venía por las vacaciones de verano y a veces por Navidad. Eran días hermosos, pasados juntos, días de risas, de excursiones, de traslados y reparaciones en casa: después de una jornada de viaje era capaz de ponerse a encalar cuatro paredes a media noche. Pero también eran días de oración y de perdón. ¡Nuestras confesiones...! Y siempre, cada año, la misma celebración en Recco, en la iglesia de los hermanos.

Después iniciamos los viajes entre España e Italia, pasando un poco de tiempo él aquí, y yo mucho allá. Entonces comenzó algo muy bello. Algo grande, que el “frate sole” todavía tiene que comprender a fondo, y que quizás nunca llegaremos a entender.

En el año sacerdotal de 2009 Franco tomó una decisión solemne: ser santo. Habíamos caminado juntos, duramente, por las calles, haciendo una revisión de vida, de alma, de estudios. Y ocurrieron milagros. Milagros, sí. Pero nunca imaginamos que el Señor quisiera hacerlo santo de aquella manera.

Franco era un adepto de la salud: no fumaba, era vegetariano, desbordaba energía. El pasado agosto, un rayo cayó del cielo sereno. Un cáncer de pulmón, en la pleura. En lugar de vacaciones comenzó un calvario de visitas, análisis, biopsias, quimioterapia, dolor, dolor, dolor. ¿Cómo era posible? El amianto respirado en el seminario, en el fatal Monferrato. Un monstruo oculto se había despertado después de medio siglo.

Dolor. Dolor ofrecido a Dios con fe total, con fe diamantina, por el bien de todos, por los sacerdotes, para que sean santos. A su lado, día y noche, pasé ocho meses de calvario, una experiencia tremenda, pero grande. Habíamos pedido, tantas veces, que Juan fuera como Jesús. Y él le dio la cruz. ¿Cómo muere un crucificado? Su pleura se hincha y le falta la respiración. Franco murió como Jeús, ahogado. A la misma hora. Con la corona de espinas —una herida en la cabeza— y el golpe de lanza: la dolorosa cicatriz de la biopsia, en el costado, a la derecha.

Fue una gracia atenderlo, estar a su lado. Ha muerto como un santo. Con la inocencia redescubierta de la infancia, feliz de ir al cielo a cantar gregoriano con los ángeles. Hasta el último momento no perdió la sonrisa.

Aquel loco, aquel santo, era mi hermano. Le cerré los ojos el veintisiete de marzo a las tres de la tarde. Adiós, Franco, hermano mío. A Dios.

Frate Sole

* Traducción del artículo “E venne un uomo”, publicado en la revista La Squilla, en la sección Spiritualità francescana, en mayo-junio de 2012.

sábado, julio 28, 2012

San Félix, pasión por Cristo


Nació en el norte de Africa, en la ciudad llamada Scilitana, donde hoy está Túnez.
De joven estudió lenguas y filosofía, y fue en su época de estudiante cuando conoció a los cristianos y se convirtió a la nueva fe que se iba expandiendo por el Imperio Romano.
Lo dejó todo, familia, trabajo, hogar y patria, para ir a apoyar a los cristianos de la Hispania Tarraconense, que entonces estaban sufriendo una despiadada persecución por decreto del emperador Diocleciano. Viajó por mar hasta las tierras catalanas para animar y dar fuerzas a las comunidades de Girona.
Tras un tiempo de intensa evangelización, San Félix fue detenido por las autoridades romanas y sufrió toda clase de vejaciones y torturas, hasta llegar a dar la vida por su fe. Padeció hasta el límite, sin importarle perderlo todo, porque para él Cristo era su gran perla, su riqueza y su amor. La vida, sin él, carecía de valor.
El gobernador romano le ofreció toda clase de comodidades, cargos y favores si renunciaba a su fe. Félix pudo gozar de una vida larga y próspera, viviendo en palacios y sin sobresaltos si hubiera elegido adorar al emperador y a los dioses romanos. Pero se mantuvo firme y prefirió pasar por las torturas y el dolor más insoportable antes que traicionar a Jesús. Aún en los peores suplicios, azotado, ensangrentado, casi sin fuerzas, resistió con firmeza, erguido y sin doblar la rodilla ante el tirano. Ni el zarpazo de la muerte lo detuvo: esperaba encontrarse, definitivamente, con su Señor.
La alegría del encuentro con Cristo era mayor que todo el sufrimiento que estaba soportando. Cuando falleció, exhausto, lo hizo con una gran certeza en su corazón: que la semilla de su martirio había de dar su fruto.
El universo se encoge ante un alma tan grande, que no tiembla ante la impotencia y que está dispuesta a morir por Aquel en el que cree y al que ama. Félix se unió al sufrimiento y martirio de Cristo con total abandono en Dios. Por eso participa, como tantos otros, de la gloria de Dios.

Los mártires nos recuerdan que, en un mundo descreído y autosuficiente, si queremos vivir una íntima amistad con Dios, hemos de responder con firmeza, valentía y coraje sobre nuestra fe. No estamos en aquel momento histórico de los primeros siglos de la primitiva Iglesia, en que los cristianos eran arrojados a los leones. Hoy, al menos en los países democráticos, más o menos se respeta la libertad religiosa y no se encarcela a nadie por ser cristiano. Una fe nacida de una persecución es recia, vital. Una fe que surge del sufrimiento y del testimonio, que ha sido probada hasta el límite, hasta dar la vida, no podemos dudar que sea auténtica, firme y sólida.
Aquellos cristianos tenían un entusiasmo tan extraordinario que solo puede entenderse sabiendo que tenían una certeza: que Jesús resucitado estaba con ellos. De aquí la intrepidez de aquellos judíos y gentiles de las primeras comunidades. ¿De dónde sacaban su fuerza expansiva, su vigor, su capacidad organizativa para anunciar la buena nueva, a tiempo y a destiempo? Solo era posible a partir de un auténtico gozo pascual, una vivencia real de la presencia de Cristo en medio de ellos.
Sin esta experiencia personal y comunitaria, difícilmente nuestro mensaje llegará con la misma onda expansiva a todos aquellos que, hoy, viven a nuestro alrededor. Hoy todo ese entusiasmo creativo parece que se nos ha apagado. Vivimos de una herencia cultural y religiosa que poco a poco ha ido perdiendo vitalidad. Hemos olvidado que cada nueva generación debe ser convertida. Cada nueva generación ha de conocer y enamorarse de Cristo, debe encender una llama y mantenerla viva con el mismo esfuerzo y alegría con que los primeros la llevaron por todo el mundo. Los mártires de los primeros tiempos, como San Félix, nos recuerdan que tenemos esta hermosa y gran misión.

domingo, julio 22, 2012

La parroquia, lugar de encuentro

Estas reflexiones recogen la plática de Joaquín Iglesias durante la I Jornada Parroquial, celebrada con un grupo de la comunidad de San Félix Africano. Fue en Barcelona el día 30 de junio de 2012.

Más allá del edificio y la demarcación territorial, la parroquia siempre es un grupo de personas, bautizadas, creyentes, que quieren seguir a Cristo.

Una comunidad que ha de ser abierta y dinámica, que debe salir afuera, al barrio. No sólo debe hacerlo el cura, sino que toda la comunidad ha de evangelizar.

Esta comunidad es también divina: está animada por el mismo Cristo. Por esto nuestro talante ha de ser festivo: estamos llamados a anunciar con alegría lo que vivimos adentro. Nuestro mejor modelo son las primeras comunidades cristianas. Nosotros somos sus herederos. 

Oración, eucaristía y unidad

Una comunidad que no se alimenta de Cristo, que no reza y que no está unida, difícilmente podrá evangelizar y ser un testimonio creíble de puertas afuera. La parroquia se sostiene por la eucaristía, por la capacidad de perdón, por la humildad. “Mirad cómo se aman”, decían las gentes cuando hablaban de los primeros cristianos. Amar, potenciarse, confiar unos en otros, esto es auténtico testimonio.

La parroquia es el lugar de encuentro con Dios y los demás. Si emprendemos muchas actividades pero no tenemos claro que estamos en un espacio sagrado, lo que hagamos no tendrá el perfume de trascendencia que da un sentido profundo a nuestra acción. Caeremos en la herejía del activismo. La cruz y la eucaristía son esenciales en nuestra vida. Sin ellas no es posible una buena pastoral social; haremos muchas cosas, pero no serán un verdadero testimonio.

La acogida

La acogida es fundamental en la parroquia. Hemos de acoger a todo el mundo, sea como sea y venga de donde venga, incluso al agnóstico, al ateo o al que profesa otra fe. En el horizonte evangelizador tenemos una cultura alejada de Dios y ése es nuestro reto: comunicar el evangelio en medio del mundo sin caer en el activismo político y social.

La misión del sacerdote

El sacerdote aglutina la comunidad; una parroquia no tiene sentido sin su presencia. Y regir una comunidad humana es muy complejo, pues se dan muchas diferencias entre las personas, y a veces conflictos. Se requiere una enorme caridad y aceptación del rebaño que Dios ha dado a cada pastor. Ni el párroco elige a sus feligreses ni éstos lo eligen a él. Por eso es necesario mucho amor, comprensión y paciencia unos con otros.

El sacerdote tiene una triple misión: enseñar, gobernar y santificar.

La primera consiste en educar y hacer llegar a la gente la palabra de Dios, así como tratar de los temas que afectan nuestro mundo actual a la luz del evangelio y el magisterio de la Iglesia.

Santificar. El único santo es Dios. Allí donde esté, el sacerdote ha de santificar la vida de la gente, llevándola cerca de Dios, haciéndola más caritativa, comprensiva y valiente. El sacerdote ha de despertar el amor a Dios.

Gobernar no debe entenderse como el gobierno de los políticos. Más bien se trata de un pastoreo —en hebreo, la palabra rey se identifica con “pastor”—. Es cierto que un rector se ocupa de organizar, gestionar y dirigir las actividades pastorales. Pero, sin excluir la parte administrativa, ha de gobernar como el buen pastor, con un talante de guía, de apoyo, orientador, para sacar lo mejor que tiene la gente y acercarla a Dios. Tenemos a Dios mismo dentro, ¡lo tomamos!

Una comunidad eclesial

La parroquia es una parcela de la Iglesia universal. Más allá de las fronteras de nuestro barrio podemos acoger a gente de otros lugares, movimientos y comunidades. Hemos de saber asimilar la realidad social del entorno; la parroquia debe tener una activa participación ciudadana y abrirse a otras realidades eclesiales. No olvidemos que formamos parte de una Iglesia mucho más amplia, distribuida en diócesis, arciprestazgos y parroquias por todo el mundo.

Vivero de vocaciones

Es en las parroquias donde deben surgir y crecer las vocaciones: tanto al matrimonio como a la vida consagrada, a la militancia cristiana y al sacerdocio. La Iglesia se nutre de las parroquias: ellas son la cuna de las vocaciones. Recemos y trabajemos por ellas.

Pregoneros de Cristo

Los sacerdotes podemos caer en la trampa sutil de pregonarnos a nosotros mismos o hacernos eco de ideas bonitas. Pero el sacerdote, en realidad, es representante de Cristo. Representa al que está, no ausente, sino vivo y presente. Por eso no ha de caer en la autosuficiencia. Cuando está celebrando, no es el cura quien actúa, sino Cristo. Es otro Cristo, actúa en su lugar.

Esto para los cristianos es importante: liberémonos de prejuicios y entendamos que la mediación eclesial, la intervención de los sacerdotes y los sacramentos son importantes.

***

Como conclusiones, después de otro intenso curso pastoral, podemos decir que no hemos de renunciar a evangelizar ni a pre-evangelizar. Muchas veces, el despacho parroquial se convierte en esa antesala previa, y la tarea de atender a la gente es importante, porque será la primera impresión que reciban de la parroquia. La vitalidad de Vida Creixent también nos recuerda que del amor y la fe no nos podemos jubilar nunca. Y finalmente, no dejemos de comunicar ni de salir fuera de los muros del templo. Recordemos que tenemos lo mejor que podemos dar, el tesoro más grande: Jesús. 

domingo, julio 08, 2012

Las parroquias, en la encrucijada

Responder a los desafíos

Los cambios sociológicos, culturales, éticos y religiosos que vivimos en nuestro tiempo están pidiendo con urgencia un nuevo rumbo evangelizador. En octubre el Papa inaugurará el Sínodo para la Nueva Evangelización, en el que se tratarán muchos de estos temas. En la Iglesia de a pie también necesitamos nuevos planteos pastorales y sobre todo una redefinición de lo que ha de ser una parroquia.

Estamos en un nuevo paradigma cultural que obliga a hacer un esfuerzo de creatividad, de entusiasmo y de búsqueda para descifrar el idioma que habla nuestra sociedad, cuál es la nueva gramática de este mundo, dominado por la ciencia y la tecnología, donde priman otros valores distintos a los tradicionales cristianos.

Ante esta metamorfosis sociocultural, hemos de aprender los códigos para poder comunicar el evangelio con un lenguaje adaptado. Si no somos capaces de leer entre líneas y no aprendemos a descifrar las nuevas formas de comunicación no sabremos responder a los desafíos que afronta la sociedad.

Quizás muchos no encuentran respuesta a sus grandes interrogantes porque no han aprendido a auscultar lo que realmente pasa en su corazón. La Iglesia, experta en humanidad, puede ayudar y ofrecer buenas respuestas. Pero si no conectamos con la realidad de hoy estaremos dando vueltas sin rumbo. Por muchas iniciativas que llevemos a cabo, si no logramos sintonizar con el corazón y las necesidades de las personas estaremos perdiendo la oportunidad. Estamos en medio de una encrucijada; ahora es el momento de llenarse de vigor. Tenemos ante nosotros un reto apasionante que no podemos dejar pasar.

Comunicar con un nuevo lenguaje

La Iglesia, sin perder su esencia, ha de saber proyectar nuevos planes pastorales. Yo no diría que la Iglesia está en crisis. Más bien diría que somos los que estamos en ella los que nos encontramos en un momento de desencanto. Y no porque nuestra fe de siempre pierda valor, sino porque hemos sido incapaces de adaptar lo de siempre a un lenguaje entendible hoy. El mensaje es el mismo, la forma de transmitirlo es la que debe cambiar para poder penetrar en el corazón de la gente. Sin este esfuerzo perderemos vitalidad y acabaremos cayendo en la frustración.

La gran revolución de este cambio pasa por volver al núcleo del evangelio. Nuestra fe es mucho más que una doctrina y un sistema moral: es un encuentro con una persona, Cristo. Es una experiencia de amor profundo e ilimitado, de gozo. Y es una llamada que pide coraje. Siendo importante la forma, ahora urge comunicar esta realidad con alegría y entusiasmo, y no podremos hacerlo sin pasar por un proceso de reconversión interna, un volver a mirar, revisar y reactivar el mensaje en nosotros mismos. Somos piedras vivas de la Iglesia, templos del Espíritu Santo. Si no vibramos con Él, estaremos convirtiendo este templo en un museo arqueológico, una ruina del pasado, bonito, sí, pero carente de vida.

La comunidad, clave

La comunidad es otra clave. Es el corazón de las parroquias. Sin comunidad, ese fuego que arde en la Iglesia se apaga. Si no hay una comunidad viva, las parroquias se empobrecen. La vitalidad comunitaria, en cambio, las hace creíbles con el paso del tiempo.

Hemos de revivir nuestro encuentro con Jesús y vivirlo en comunidad: solo así la Iglesia estará tan viva como el mismo Cristo resucitado, y será tan real y efectiva como la presencia del Espíritu Santo. De esta manera, estaremos preparados para la gran batalla evangelizadora.

domingo, julio 01, 2012

La ideologización de la verdad


Existe una tendencia humana a instrumentalizar la verdad en función de nuestros presupuestos filosóficos y nuestra mera subjetividad a la hora de analizar de la realidad, y esto ha reducido el fenómeno religioso a una cuestión de ideas y apreciaciones. Esta reducción nos hace incapaces de asumir que la verdad del evangelio implica un cambio radical en nuestra forma de entender y ver el mundo. La conversión evangélica pasa incluso por replantearnos nuestra cosmovisión, y a veces da vértigo renunciar a nuestra identidad ideológica porque hemos fabricado una estructura mental que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos dentro de nuestra visión particular del mundo. Nos da pánico imaginar que podamos estar equivocados, no concebimos otra realidad que no sea la nuestra. Y convertimos las ideologías afines en soportes de una realidad ficticia y paralela que nos hace llevadera la existencia. Esta falta de realismo nos hace construir un mundo interior basado en nuestra forma de ser y de funcionar. En algún caso, la falta de aceptación de la realidad puede llevar incluso a actitudes extremas o manipuladoras para lograr que los otros queden sometidos a nuestra trama ideológica. Cuando se produce un choque con la realidad real, las posturas se radicalizan hasta llegar a un cierto grado de violencia verbal. Es entonces cuando nos encerramos en nosotros mismos, sin importarnos los demás, preocupados solo por salvar la estructura que hemos creado y que nos permite vivir en nuestro castillo interior. Cualquier ataque externo debe ser rechazado. En nuestro totalitarismo mental, estamos manipulando la verdad.

Para el cristiano, la única verdad que nos mueve es la persona de Jesús, y esta verdad está por encima de discursos y entelequias. El Cristianismo no es un sistema filosófico bien estructurado. Jesús tampoco fue un ideólogo judío, ni un líder político. Cuando Pilato le pregunta, "¿Qué es la verdad?", calla. Su silencio habla por sí solo: Pilato tiene a la Verdad encarnada ante él, pero no sabe verla.

La verdad que nos comunica Jesús es el amor de Dios a los hombres, incondicional, sin mirar raza, sexo, ni ideas. La novedad de Jesús no se puede empaquetar en un sistema ideológico. La verdad de Jesús es que él se entrega por todos, por amor, amando hasta a sus propios enemigos. En el núcleo de su mensaje está el amor, no unas ideas.

Y el amor auténtico atraviesa todo sistema ideológico, porque la esencia del amor en sí mismo es independiente y libre de nuestras cosmovisiones parciales y sesgadas. La persona está por encima de todo y el sujeto evangelizador debe ir más allá de sus propias concepciones del mundo. La única convicción inamovible del cristiano es que todos somos amados por Dios, somos sus criaturas especiales, nos ha hecho seres amables y solo desde esta certeza podemos erradicar las metástasis ideológicas que a lo largo de los siglos se han ido adhiriendo a la fe y han intentado devorar la única Verdad que está en el centro de nuestra evangelización: Cristo.

Sin esta certeza nos estaremos perdiendo en el laberinto de nuestro orgullo y caminaremos hacia el abismo, impidiendo que la verdad de Cristo brille en nuestro corazón.

Una apertura sincera a Dios supone estar dispuesto a todo, y es la única manera de hacer posible la evangelización desde nuestras parroquias. Nos daremos cuenta de que para que la evangelización sea eficaz hemos de empezar por una auto-evangelización, es decir, volver al entusiasmo de las primeras comunidades, con esa fuerza arrolladora que superaba cualquier obstáculo. Ni todo el poder del Imperio Romano pudo frenar la expansión del cristianismo en los primeros siglos. No nos será posible si no volvemos a enamorarnos de Cristo, si nuestro corazón no vuelve a latir con el suyo. Será entonces cuando, conscientes de nuestra misión, podremos anunciar a aquel que ha dado sentido a nuestra vida y podremos decir sí a nuestra vocación de servicio a la Iglesia. Hoy, ante la crisis que vivimos, lo único que nos queda es el testimonio. La autenticidad de lo que vivimos hará posible rebrotar el entusiasmo evangelizador.

domingo, junio 17, 2012

El sacramento del bálsamo de Dios

Una de las grandes preocupaciones del ser humano a lo largo de la historia es encontrarse un día con la enfermedad. Entonces topa con su propia naturaleza frágil: el dolor pone de manifiesto su contingencia.

Pero en la persona se da una paradoja: desea la salud, pero vive esclava de muchas dependencias. Necesitamos “chutes” artificiales que nos hagan sentirnos vivos. Estamos tan lanzados a la vorágine, al frenesí, al estrés, que caemos enfermos, física y psíquicamente. También espiritualmente. Nuestro sistema inmunitario se debilita y nuestras defensas son incapaces de hacer frente a cualquier patología. Problemas emocionales, familiares, afectivos, van mermando nuestra salud. La mala alimentación y la falta de tiempo para respirar hondo, para pasear plácidamente o dormir una siesta, agravan nuestro estado. Pero, sobre todo, la falta de afecto, de referencias y de valores humanos y religiosos hace que el hombre muchas veces esté abocado a la desesperación, al abismo del sinsentido.

Es verdad que las causas de las patologías pueden ser muy diversas y no siempre se pueden prever o evitar. Un accidente inesperado puede truncar la vida de una persona sana y la de sus familiares; una lesión, o una ruptura con los seres amados también puede causar estragos.

Cuánto padece la humanidad, cuando lo que anhela es la felicidad. Miles de facultativos luchan en los hospitales para que millones de personas tengan una mejor calidad de vida y no sucumban. Ante un futuro incierto que produce vértigo existencial, sentimos nuestra insignificancia, nuestra mortalidad. Nos enfrentamos, siendo capaces de grandes gestas, a la pequeñez. La enfermedad nos recuerda que somos polvo. Pero estas partículas que configuran nuestro ser tienen dentro un gran deseo de trascendencia. Somos algo más que células, vísceras y órganos. Dios nos ha hecho desde la epidermis hasta el alma. Por eso, cuando sentimos que nuestra vida resbala hacia la nada, aún tenemos la posibilidad de aprender del sufrimiento a redimensionar nuestra propia realidad humana y vivir con más paz y serenidad nuestros límites y los de los demás.

Desde esta actitud de humildad estaremos preparados para recibir el don sagrado del bálsamo de Dios: la unción de los enfermos.

La unción no sirve para impedir ninguna enfermedad o sufrimiento. Nos une al sufrimiento de Cristo y nos ayuda a vivir con paz y aceptación la enfermedad. La unción no nos aparta del abismo, pero nos da valentía para confiar y fortaleza para ensanchar el corazón dolorido. Nos hace mirar hacia el cielo, donde todo se ve con otra perspectiva. Desde allí, todo, hasta el dolor, tiene un sentido. La unción nos da coraje, confianza en Dios.

Él está más cerca que nunca. El aceite que empapa nuestra piel es el signo de su presencia dulce y balsámica. Su espíritu penetra nuestros poros, llegando de la piel al alma. Estamos ungidos por el amor de Dios. Esto nos ha de ayudar a vivir con más intensidad nuestra relación con Él, nuestro gran amigo que nos acompaña a lo largo de toda la vida. Y, aunque pueda parecer contradictorio, muchas veces nuestra enfermedad no es otra cosa que una gran oportunidad. Estamos tan ensimismados que nos olvidamos de Dios. A través de este sacramento podemos reencontrarlo.

sábado, junio 02, 2012

Piedras que hablan

Pinturas en movimiento. Esculturas que respiran. Son manifestaciones de una ciudad que concentra el arte mundial: Roma. Su historia y esplendor se hacen patentes en su arquitectura, en su pintura y en su escultura. Hoy, dos mil años después de Cristo, no ha sido superada por ninguna otra ciudad del mundo. Ruinas y vestigios del pasado dan vida a la arqueología moderna. Los monolitos apuntando al cielo, como lanzas, son testigos de una grandeza milenaria. En Roma se puede viajar en el tiempo, retrocediendo milenios atrás. Cerramos los ojos y casi podemos oír el vocerío de los antiguos romanos, el rodar de los carros por las calzadas de piedra, el murmullo admirado de algún ciudadano ante la belleza de una estatua o de un templo. Tanta grandeza y genio arquitectónico ponen de relieve el poder de un imperio que se extendió imparable alrededor del Mediterráneo. Contemplo los restos de esta grandiosidad pasada: todo es fascinante. El Coliseo, el Circo Máximo, el Panteón. Todo nos habla de un pasado que fascina al peregrino y no lo deja indiferente. El perfume de la antigua gloria de Roma sigue penetrando en aquellos que tienen alma de cronista e historiador, de aquellos que se dejan seducir por la fuerza creativa de tantas mentes brillantes y emperadores osados que supieron llevar su poderío militar y su mentalidad práctica a todo el mundo entonces conocido. Los romanos se convirtieron en los amos del mundo. Uno no para de asombrarse ante tal explosión de arte: visitar Roma deja un sabor de epopeya. Una epopeya que también vio su declive. El imperio cayó, como sabemos, a manos de las invasiones bárbaras. Pero su huella ha permanecido en el tiempo y su legado sobrevive hasta hoy.

Una idea que cambia el mundo

Ante tanto esplendor en piedra, ¿qué valor tenía la vida humana? ¿Dónde está el origen de tantas riquezas? ¿Cuántas almas dejaron el sudor y el aliento entre los sillares de templos, palacios y murallas? En los circos y en los anfiteatros romanos morían miles de esclavos, convertidos en gladiadores para distraer e incitar las pasiones de la plebe, ansiosa de ver correr la sangre. Los grandes pedían manos; el pueblo reclamaba circo. La cara oscura de la gloria la encontramos en aquellos que se enriquecieron dedicándose al negocio de la muerte. Entre bastidores, atisbamos conjuras de cónsules y senadores, asesinatos de emperadores, luchas acérrimas por el poder. Y, junto al poder, siempre acecha el temor. Al afán bulímico de poseer y dominar lo acompaña siempre el pánico a verse derrocado algún día. Roma se construyó sobre la fuerza y la sangre. Uno queda sobrecogido cuando lee las cifras: multitudes de esclavos servían y morían para mantener la gloria del imperio.

El Cristianismo puso en jaque a los emperadores que se autoproclamaban dioses, exigiendo culto y reverencia a sus vasallos. El humanismo cristiano fue penetrando en la cultura romana, introduciendo valores como el perdón y la misericordia. Otra clase de cultura estaba emergiendo, inspirada por la figura de Jesús de Nazaret. La persona y su libertad serían el eje de esta revolución cultural y religiosa que, poco a poco, fue empapando el mundo romano, aunque esto costaría muchas vidas en la Iglesia naciente. Pedro y Pablo dieron los primeros pasos en la construcción de una civilización con un concepto nuevo de la persona y la vida. La gloria ya no estaba en los monumentos, sino en el ser humano. Ya no serían la fuerza ni el genio quienes dominarían el mundo, sino una nueva concepción de las relaciones humanas, basada en el amor. El gran templo ya no sería de piedra y mármol, sino de carne y hueso: el cuerpo del hombre se convierte en el santuario predilecto de Dios. La idea de un Dios que se revela a la humanidad en Jesús de Nazaret supone otro desafío filosófico y religioso a la cultura griega y latina. La creencia judía en un Dios trascendente y a la vez cercano al hombre se expande con fuerza a través de las comunidades. Es un contrapunto al poder imperial. La sencillez y la pobreza de aquellos primeros discípulos de Jesús siguen siendo modélicas para los cristianos de hoy. Y es que la sencillez tiene una fuerza arrasadora: es capaz de convertir los corazones, más que cualquier palabra bella o discurso.

domingo, mayo 20, 2012

Las puertas del cielo se abren


Celebramos hoy, en este domingo, la Ascensión del Señor Jesús. El Hijo de Dios vuelve a las entrañas de su Padre. El que vino al mundo para comunicar el amor de Dios vuelve a Él, a su origen, a la eternidad de donde partió para revelar el proyecto de felicidad que tiene para el hombre.
Jesús, ante sus discípulos, asciende a los cielos, a la derecha de Dios Padre. Entra en el mundo de la eternidad para siempre, porque Dios es eternidad. Pero cuando decimos que Jesús va al cielo, estamos diciendo que Dios es el mismo cielo. Porque Él está más allá del tiempo y del espacio. Dios lo penetra todo. Por esto también decimos que está en la tierra, y en todas partes. Todo está empapado misteriosamente de su presencia. Todo tiene el perfume de Dios. Lo tenemos con nosotros como el aire que respiramos, como la sangre que corre por nuestras venas. Todo evoca al Creador que hizo el cielo y la tierra. Desde una frágil amapola, o el más brillante lucero suspendido en el firmamento, hasta el culmen de su creación, el hombre, todo el cosmos forma parte de su presencia.
Los discípulos son testigos de este momento crucial. Jesús se queda con el Padre para siempre y vivirá con Él en una intimidad plena que no se acaba. Pero, al igual que el Padre, también está en la tierra, aunque no sea visible a nuestros ojos. Jesús permanece entre nosotros: la hostia sagrada se convierte en su presencia permanente. Él, como Dios Padre, también está más allá del tiempo y del espacio. Por tanto, misteriosamente, puede habitar el corazón de Dios y al mismo tiempo el corazón del hombre, porque para él todo cristiano que está abierto se convierte en custodia viva de su presencia.
Jesús se encuentra aquí, y muy especialmente en la comunidad cristiana que ha decidido vivir teniéndolo a él como centro e impulsor de su trabajo misionero. La comunidad abierta a sus designios es aquella que convierte la Iglesia en el hogar de la Trinidad, motor y fuente, razón de todo su quehacer, que nos hace vivir aquí y ahora el Reino de Dios.
El cielo no solo se trata de un lugar, sino de un estado de plenitud. Allí donde se vive de verdad el amor de Dios el espacio terrenal se convierte en cielo. En el corazón del que libremente opta por instalarse de la caridad, Jesús habita, y con su amor lo hace ascender.
Decía san Pablo: «Si con Cristo hemos expirado, con Cristo hemos resucitado». Hoy, las puertas de la eternidad se nos abren de par en par. Si con Cristo hemos resucitado, con él nos elevaremos al cielo hasta el Padre. El cristiano está llamado a vivir en la altura, trascendiendo todo egoísmo. Misteriosamente, de una manera inexplicable, ya vivimos esta doble realidad. Por un lado, todavía estamos sujetos a las leyes físicas,  condicionados por el entorno físico e histórico. Pero por el milagro de la resurrección de Cristo estamos en la intersección entre el mundo de los hombres y el mundo de Dios. Sujetos a nuestras realidades personales ya vivimos, aunque separamos por una finísima capa, en el más allá. Y nos damos cuenta, en la oración y en el silencio, de que la presencia de Dios se nos hace cada vez más viva y real. Es como vivir ya en el cielo, porque entrar a su presencia es cielo. Entonces nos convertimos en otros cristos resucitados, hijos suyos, palabra encarnada, corazón de Cristo. La unidad con él es tan grande y la experiencia de amor tan densa, que ya aquí participamos de su divinidad. El cristiano, unido místicamente a Cristo, respira el aire del mismo Dios. Vivir amando intensamente en la tierra es vivir ya en el cielo.
Este es el único fin del hombre, creado por Dios. Como hijos suyos, también nosotros volveremos a Él, que nos ha creado para que vivamos el gozo eterno que se empieza a saborear en la tierra.

lunes, abril 23, 2012

El misterio de la grandeza humana

Cuanto más profundizo en la compleja realidad del ser humano me doy cuenta de que, pese a ser tan frágil como una flor, es inmenso. En sus convicciones más hondas, el hombre se enfrenta a una doble realidad: su anhelo de buscar razones más allá de sí mismo y el enfrentamiento a sus límites, la enfermedad y sus propias contradicciones internas. En el fondo, el ser humano busca saciar su incontrolable deseo de saber. Ese ¿por qué? que le lleva a situarse fuera de sí mismo, ¿es una mera función cerebral, producto de la química y las conexiones neuronales? Ese impulso que le lleva a lanzarse, arriesgándose hasta las entrañas del misterio que le rodea, ¿es solo una inquietud intelectual para acumular saber? ¿O es un deseo de llegar a descubrir la respuesta al interrogante sobre sí mismo, de sentir el peso de sus límites intelectuales, psicológicos y espirituales?

La búsqueda de sentido

El hombre se da cuenta de que, a menudo, condicionado por su historia familiar y social, forma parte de una cultura y comparte una ideología que a menudo son paralizantes. Desde muy joven siente deseos ardientes de encontrar un sentido profundo a su vida. Las grandes cuestiones antropológicas se le plantean una y otra vez. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué hago donde estoy? Es en esos momentos cuando más allá de su capacidad de abstracción, desde lo más hondo de su corazón, emprende un viaje hacia el núcleo de su ser más genuino. Yo, los demás, Dios. Y se da cuenta de que su propio corazón tiene la misma complejidad que el universo entero, con sus miríadas de planetas y estrellas.

¡Qué grande es ese ser tan pequeño y lleno de lagunas! Esa caña ladeada por el viento, esa motita de polvo, ese rocío primaveral, poco o casi nada, respira, siente, ama, hace cosas extraordinarias. Llora, sufre, se sacrifica e incluso muere por lo que quiere: ideas, proyectos, personas… ¿Qué hay dentro del hombre, que cuando nos asomamos al abismo de su corazón sentimos tal vértigo? Si nos acercamos, en los surcos de ese corazón descubriremos, con asombro y estupor, su realidad milagrosa. Es que el hombre está hecho para amar y para servir, para ayudar, crecer, darse. Esto da plenitud y sentido a su vida. En el hombre hay un cerebro bien estructurado con una inteligencia sublime, un corazón que ama y piensa, un alma conectada a ambos.

¿Cómo se explica su incansable búsqueda de la verdad frente a una visión del mundo cientificista y positivista? ¿Cómo explicar esto frente a la visión del mundo que reduce al hombre a un ser puramente material, que actúa motivado por sus conexiones neuronales? ¿Puede ser la oblación una actividad regulada por el cerebro, como los sentimientos y las emociones?

Me pregunto, entonces, ¿dónde están su libertad y su voluntad? ¿Dónde está su capacidad de tomar decisiones? ¿Dónde se encuentra su yo, personal e intransferible? Si solo somos una masa pensante o un ser totalmente condicionado por la historia, la educación y el ambiente, lo que uno pueda hacer será previsible y estará determinado.

El reto de ser libre

Un ser inteligente y libre tiene el reto de ser él mismo y enfrentarse al estereotipo filosófico y psicológico para superar los trajes que los demás le han ido imponiendo desde su infancia. Sostener una visión meramente psicológica, genética y cultural que se quede en los prototipos humanos es rendirse ante la tarea más noble del ser humano: la de ejercer su libertad y forjar su propia historia, es decir, convertirse en señor de su existencia.

Nada puede poner coto al deseo de trascender y volar hacia el destino que uno elige. Aunque sintamos nuestra fragilidad existencial, el deseo de salir de uno mismo y la capacidad de apasionarnos por todo aquello que nos rodea es algo que llevamos tan dentro, tan nuestro, como el oxígeno que alimenta nuestras células. La vocación genuina del ser humano es la búsqueda de la verdad, es decir, el Amor. Solo esto puede saciar su sed de trascendencia.

El diminuto hombre se enfrenta a la gran hazaña de su vida: no pasará hasta que descubra la respuesta a su pregunta: ¿cuál es la razón última de su existencia? La razón es que ha sido creado por un Dios Amor que desea incesantemente su gozo. Todos sus genes forman parte de ese Amor creador y solo amando es como se sentirá plenamente realizado, porque ha sido creado para él. Pero la decisión de canalizar ese enorme potencial es libre, para cada uno. Lo extraordinario del hombre es que, cuando es capaz de amar, se convierte en otro dios, porque participa de su esencia divina, convirtiéndose en co-creador de nuevas realidades que lo llevan a superarse, en su deseo inagotable de eternidad.

Es maravilloso contemplar al hombre frente a retos casi insuperables, como el alpinista que quiera alcanzar la cima de una montaña. Ante la inmensidad de las cordilleras, el ser humano, limitado, es capaz de desafiar su miedo, su inseguridad, la fuerza de la gravedad. Su deseo de ascender le lleva muchas veces a asumir riesgos y peligros. Pero no se detiene. Algo le empuja a conquistar la cumbre. Cuántas veces se ha encontrado al límite de la muerte y con su empeño, su valentía y su esfuerzo, ha seguido adelante.

Cuántas veces, yendo de excursión, no hemos visto un diminuto cuerpo escalando una montaña inmensa. O un parapente, surcando el cielo por encima del paisaje. O, en el mar, quizás hemos contemplado a un surfista deslizándose veloz entre las olas, que forman un túnel de agua a su alrededor.

¡Cuánta belleza! Siendo tan poca cosa, nos atrevemos a las más grandes epopeyas.

Otras veces, encontraremos a un discapacitado enfrentándose diariamente a sus tareas, sin rendirse, llevando al límite sus capacidades hasta niveles asombrosos. Ha hecho de su discapacidad una fortaleza para retarse a sí mismo. No solo no se ha doblegado ante sus condicionantes, sino que no ha permitido que la soledad ni la autocompasión lo frenaran. Ha llevado su capacidad al límite desafiando su propio abismo.

Algo hay en el hombre que lo sobrepasa

¿Qué hay en el hombre que lleva al límite su inteligencia y su saber, con el afán de desentrañar el misterio de la vida? El progreso científico y tecnológico pone de manifiesto las ansias de conocimiento del ser humano. Nuestra secuencia de ADN se diferencia muy poco de la de una mosca, aún menos de la de un chimpancé. Pero en ese poco yace la grandiosidad humana: la toma de conciencia del yo, nuestra capacidad de pensar, organizar y comunicar con un lenguaje abstracto. Algunos teólogos y filósofos dicen que a partir de esa diferencia se puede hablar del alma. Es una distancia genéticamente mínima, pero existencialmente enorme, un abismo. Estamos a millones de años luz de los animales.

¿Qué hay en el hombre que es capaz de generar ciencia, pensamiento, creatividad? ¿Qué le mueve en su tendencia gregaria, a compartir, a ser solidario? Algo hay en el hombre que lo sobrepasa.

No cabe duda de que la libertad, la voluntad, el corazón, el alma, nos hacen muy especiales. Hay algo, o alguien, que nos ha facultado para estas capacidades. Y este alguien solo puede ser un ser que nos ama tanto que nos ha dado la capacidad de elegir. No somos fruto del azar, somos fruto de una mano amorosa que nos ha creado para que sintamos y nos estremezcamos ante la belleza de la existencia.

domingo, abril 08, 2012

La noche en que brilla el Sol

Esta es la noche más crucial para todo cristiano. Durante estos días de Semana Santa hemos seguido a Jesús en su última cena, en su oración en Getsemaní; hemos acompañado su pasión en los vía crucis, hemos estado al pie de la cruz en su muerte y hemos visto cómo lo sepultaban.
Esta noche celebramos el acontecimiento más extraordinario que ha cambiado la historia humana. No solo brilla la luna llena, que inunda de claridad nuestras calles: esta noche brilla el Sol de Cristo resucitado.

¿Qué significa para nosotros la resurrección de Cristo?

No estamos hablando de otras resurrecciones que hemos visto en el evangelio. Jesús no resucita como Lázaro, o como la hija de Jairo, o el chico de la  viuda de Naín. Estos volvieron a la vida, sí, pero con el tiempo murieron de nuevo. Jesús resucita de otra manera. Nace a otra vida que ya no tiene fin, es inmortal. Su resurrección es un salto cuántico, hacia otra dimensión del existir. Como dice el Papa Benedicto en su libro sobre Jesús, con la resurrección, Jesús entra en la vida de Dios para siempre. Una vida plena y eterna.
¿Cómo podemos saberlo nosotros? ¿Cómo tener la certeza de que esto ocurrió?

Las mujeres, primeros testigos

Las primeras testigos del acontecimiento fueron las mujeres que acompañaban a Jesús. De madrugada, van al sepulcro a ungir el cuerpo del Maestro y encuentran la piedra corrida y la tumba vacía.
El sepulcro vacío en sí no significa necesariamente la resurrección, pero ya indica que algo extraordinario ha ocurrido.
Las mujeres corren y avisan a los discípulos. Reconocen su autoridad. En aquel tiempo, el testimonio de una mujer no tenía validez ante la ley. Por eso, los evangelios recogen la confesión de fe de Pedro y los once para confirmar lo ocurrido. Pero esta confirmación se basa en el testimonio primero de las mujeres.
No deja de ser significativo que las mujeres, las últimas que estuvieron al pie de la cruz, acompañando a Jesús, ahora sean las primeras en verlo resucitado. Se convierten, así, en “apóstolas” de los apóstoles.
Este episodio nos hace pensar en el gran papel de la mujer en la Iglesia. La mujer es puerta de Dios para la humanidad. Quizás por su sensibilidad, por sus carismas, que vemos especialmente en María, por ella entra la trascendencia y Dios se abre paso.

El fundamento de nuestra fe

Los cristianos seguimos la cadena histórica de testimonios que, a lo largo de los siglos, han creído en estos primeros discípulos que vieron y creyeron, y posteriormente se encontraron con Jesús resucitado. El fundamento de nuestra fe cristiana es el hecho crucial de la resurrección. Nuestra identidad cristiana gira entorno a este encuentro con Él. Como dice san Pablo: «Vana sería nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado».
Y, ¿qué consecuencias tiene este evento para nosotros, los cristianos de hoy? San Pablo nos recuerda, de nuevo: «Con Cristo hemos expirado, con Cristo hemos resucitado». La resurrección de Cristo es una promesa para todos, que ya empezamos a vivir aquí, ahora, en este mundo, en la medida en que nos abrimos a Él. Con la luz de Cristo ya no hay motivo para la tristeza, no hay motivos para caer en el victimismo, en la amargura, en el desespero. La resurrección no nos quita los problemas, pero nos trae la alegría imperecedera. Meditar en ella ha de darnos coraje, fuerza para tirar adelante y dar sentido a lo que hacemos cada día. Esa semilla de la resurrección ya la tenemos dentro, y esto nos hace estar en el mundo de una manera muy diferente. Ante esa certeza, todo cambia.

Correr, el dinamismo del apóstol

Las mujeres corren a anunciar lo que han visto. Juan y Pedro corren hacia el sepulcro. Los de Emaús corren de regreso a Jerusalén, para reunirse con el grupo de los apóstoles. ¡Todos corren! Correr, apresurarse para el anuncio gozoso, es el dinamismo de la evangelización. Ante una noticia tan grande, los cristianos, que hoy somos testigos y apóstoles, no podemos quedarnos quietos. Ni caminar, ni correr, ¡hay que saltar, volar bien alto!, para que llegue a todo el mundo esa gran noticia. Somos periodistas de Dios. En medio de tanta información negativa y frívola, nosotros tenemos una buena, una gran noticia que transmitir.

Jesús sigue con nosotros hoy

Jesús se apareció a sus discípulos y a Pablo. Pero nosotros, ¿dónde podemos verlo? ¡Lo tenemos aquí! Presente, en la eucaristía, en el sagrario. Jesús sacramentado está entre nosotros, vivo, palpable. Cada vez que comulgamos, estamos con Él. Si no creemos que Cristo realmente está aquí, en la santa Hostia, no podemos creer en la resurrección. Nos hemos quedado en el viernes santo. Y quedarse en la muerte nos hace buenos judíos, pero no cristianos. El cristiano es el que vive con esa verdad y de esa verdad: Jesús resucitó para darnos la Vida, con mayúsculas.

viernes, abril 06, 2012

El pálpito de un corazón roto

La otra noche, antes de tu muerte, tu alma estaba agitada, sentía una tristeza que presagiaba tu final. Solo, en Getsemaní, tu alma agonizaba.
El mundo se tambaleaba. Tal vez te preguntaste si todo había valido la pena. Hundido en tu soledad, no deseabas beber el amargo cáliz de un vino que te llevaba a la muerte.
Solo, te enfrentaste a una terrible decisión. Tu libertad chocó frontalmente con la de aquellos que rechazaban abrirse a tu novedad, aquellos que querían acabar con tu vida. Se obstinaban en su ceguera: no querían ver, en ti, el rostro de Dios.
En el desespero más absoluto luchabas por no quebrantar los lazos tan fuertes que te unían con Dios, tu Padre. Y en medio de aquella noche oscura, tu lucha no era solo dolor, por sentirte abandonado por Él. En el abandono, tampoco te alejaste de Aquel en el que siempre habías confiado, Aquel a quien horas antes, en la cena con tus amigos, pediste la unidad. Les hablaste de una unidad tan fuerte, que nada hacías por tu cuenta, sino por el que te había enviado. Les hablaste de un amor tan sólido que hacía imposible alguna duda. El Padre y tú erais uno. Latíais con un solo corazón.
La tentación en Getsemaní fue cuestionarlo todo. Dudar del amor del Padre. Vacilar ante su plan salvífico. Romper la confianza en Él. Todo podía desaparecer en un instante, todos los planes de Dios en tu vida podían venirse abajo.
Tu corazón se estremeció ante el vértigo del abismo. Tu rostro, siempre sereno y de mirada cálida, se tornó en un rostro inquieto, de mirada angustiada. Tus pasos firmes se volvieron tambaleantes. «Si es posible, que no tenga que beber este cáliz.» En ese instante, todo quedó suspendido en una terrible incerteza.
Pero tu amor a Dios era tan grande que, cuando parecía que el cielo dejaba de brillar, sobre tu agonía de sudor y sangre, realizaste tu último acto de libertad. Con el corazón flaqueando, pero con entera confianza, terminaste tu oración: «Pero que se haga tu voluntad y no la mía».
La redención comienza aquí. Tu nuevo sí a seguir la voluntad del Padre era el primer paso hacia la muerte, ya asumida. Abandonado en sus brazos, tu voluntad se fraguó con la suya. Fue, también, el primer paso hacia la glorificación.
En medio de la congoja, volviste a sentir su presencia, tan real como tu propio dolor. Él estaba ahí, contigo, cuando te envió el ángel para consolarte.
Esa noche en Getsemaní empieza a brillar, tenuemente, la luz de la resurrección. Ya estabas dispuesto a todo, a entregar tu vida. Tu soledad no era tal, aunque los tuyos te habían abandonado por miedo. Inseguros, vacilantes, cansados, dormidos, te dejaron a solas en la intemperie. Pero esto no rompió la hermosa historia de amor jamás contada.
Desde ese momento, paso a paso, con docilidad, caminaste hacia la muerte. En esa trágica noche la historia escribió un capítulo más de torturas, que terminó en la cruz.
Cuánto amor había entre tú y el Padre, que asumiste subir al patíbulo. Cuánto amor hacia los hombres, para ofrecer tal oblación. Solo un acto tan generoso, aceptado con humildad, podía rescatarnos y salvarnos. Tu paso firme hacia el Gólgota manifestaba que, pese al dolor de tu largo vía crucis, tu confianza en el Padre era absoluta.
Tu ida hacia la  cruz era tu ida hacia la resurrección, este era el premio a tanto dolor. No todo se acaba en el jueves, ni en el viernes. Con el vacío del sepulcro empieza a destellar la claridad de la resurrección.
Tu agonía del jueves era necesaria para que, de una vez por todas, el dolor, el sacrificio y la muerte no tuvieran la última palabra. Tú eres el Señor de la Vida.
Esta noche, cerca de ti, susurrando a tu palpitante corazón, he descubierto que la esperanza nunca se desvanece, por muy oscura que sea la noche, si tú estás aquí, conmigo. Tú, Jesús, nos enseñas que en la soledad más angustiosa, en el abismo más profundo, uno puede sacar fuerzas insospechadas para seguir confiado, pese a la distancia, la soledad y el silencio.
Estás ahí, tan presente como el aire que respiramos. Ayúdanos a no caer en la tentación de la desconfianza. Ayúdanos a renovar nuestro sí a Ti cada día.