domingo, febrero 13, 2011

La osadía de soñar

Evidentemente, me refiero a soñar despierto, no dormido. Me refiero a la osadía de soñar con los ojos muy abiertos, sin doblegarse ante la realidad, por muy compleja y contradictoria que sea.
Ante las tribulaciones que sacuden a la sociedad, provocadas por la crisis económica, y ante un futuro incierto, puede parecer iluso creer que las cosas pueden cambiar. Puede parecer que se ignora la crudeza de tantas situaciones convulsas, desde un punto de vista político, económico y social.  O incluso se puede tachar al que sueña de romántico. Hoy, más allá de los análisis financieros y sociológicos, más allá de las medidas fiscales y de un estudio más o menos riguroso, hemos de reconocer que la coyuntura económica no cambiará si no somos capaces de trascender las frías estadísticas y las propuestas falaces que, presumiendo de ser alternativas serias, están lejísimos de responder a las necesidades reales de los ciudadanos.
La solución a la crisis pasa por generar otro paradigma que cree un nuevo orden social  y que erradique la corrupción política por un lado y, por otro, el capitalismo salvaje que bloquea el sistema económico. Esto requiere que la sociedad sea capaz de asumir una responsabilidad común. Está en nuestras manos desafiar con valentía unas estructuras que tienden a narcotizar nuestra vida para condicionar nuestra libertad de acción, haciéndonos caer en una apatía paralizante. Hemos de ser capaces de poner distancia ante la falsedad de tanta presión mediática que nos abruma con las reiteraciones exageradas y petulantes de políticos y analistas seudo científicos. Si no somos capaces de mantener esa distancia, cada vez será más difícil que el horizonte de la crisis se despeje. Porque más allá de los voluntarismos políticos, la sociedad ha de ser adulta, libre y responsable, protagonista de este nuevo momento histórico.
El futuro está en manos de la sociedad civil. Y no podemos delegar la gestión política de un país sin que sus gobernantes pasen por un profundo examen ético exigido por la sociedad. El cambio no está en manos de los políticos, ni siquiera de la élite que gobierna la macroeconomía mundial y los estados más potentes. Por muy complejo que pueda ser, la gran revolución que ha de llevarnos al cambio ha de ser una revolución interior de cada persona, que suponga un cambio radical, que signifique cuestionar nuestro propio discurso y nuestra cosmovisión de la realidad. Si somos capaces de recrear sobre las cenizas del desconcierto y nos lanzamos sin miedo a creer de verdad que es posible otro mundo, será porque antes hemos empezado a cambiar el mundo dentro de nosotros. No creer en esta certeza es paralizar nuestra capacidad de soñar despiertos. Sólo lo que se puede soñar se puede conseguir. Sólo si se sueña puede haber esperanza. Y sólo si vivimos sin desfallecer esta esperanza se convertirá en motor de acción, en cadena de transmisión que nos llevará al cambio que todos esperamos. Un cambio de conciencia social que puede convertirse en una rebelión ciudadana capaz de hacer tambalear las estructuras. La fuerza de la unión auténtica tiene tanta potencia que puede tirar abajo todas las murallas que quieren hacer sombra a nuestro sueño. Somos los únicos artífices del futuro que anhelamos.
Atrévete a soñar con los ojos del alma. Volarás, surcando la inmensidad del cielo, con la libertad de la gaviota que danza majestuosa por el aire. Volemos alto para ver con perspectiva y luego poder lanzarnos de lleno a la realidad más inmediata para mejorarla. ¡Tengamos la valentía de soñar!
Los cristianos tenemos muchas razones para soñar, pero sobre todo, la promesa de una tierra nueva y un cielo nuevo. El amor vence cualquier obstáculo, incluso el de la muerte. ¡Claro que podemos cambiar el mundo! Si nuestro sueño es oración viva, es tan potente que hará real cuanto deseemos.
¡Atrevámonos a lanzarnos a esta aventura! Dios está con nosotros en esta gran empresa.

lunes, febrero 07, 2011

Dios, entre la penumbra y la luz

El camino hacia ti mismo es el camino hacia la madurez. Iniciarlo es dar los primeros pasos desde tu propio misterio hacia un Misterio más profundo: Dios. Porque todo ser humano es una respuesta del misterio insondable de Dios. Comienza a ser consciente de ello en las complejas relaciones con los demás, que son reflejo de la propia realidad existencial. En este autoconocimiento, en el abrazo humilde de la existencia del otro, es cuando empieza a entreverse algo que nos ultrapasa.

Esta experiencia arroja luz a la propia vida y nos hace emprender un itinerario en el que muchos han alcanzado su plenitud humana. Así ha sido en muchos hombres y mujeres que han decidido, para siempre, poner a Dios en el centro de sus vidas. Son aquellos que, viviendo situaciones límites, han sido capaces de ver a Dios en el reverso de su historia. Lo han visto en días de tormentas y en días de reluciente sol; en un escenario devastador y en un estanque de aguas cristalinas; en una noche oscura y en un amanecer radiante; en un día lleno de angustia y en una jornada repleta de alegría; en el desconsuelo más desolador y en el abrazo de un amigo; en el vértigo de un profundo vacío interior y en la paz de un oasis; en el ritmo trepidante de la ciudad y en el silencio más absoluto del campo; en la lucha tenaz de cada día y en la calma de saber que se vive sobre una certeza que nos sobrepasa. En el sollozo y en el gozo. En el abandono desconcertante y en la serena compañía. En el abismo y en las alturas.

Cuando el hombre es capaz de vivir en esta aparente contradicción aprende a incorporarla a su vida, porque sabe bien que tiene una gran certeza teológica: Dios se ha encarnado hombre en Jesús de Nazaret y, en cuanto a hombre, ha vivido estas paradojas que no supusieron para él ningún desequilibrio ni fragmentación, ninguna ruptura interna. Vivió el entusiasmo y también el desencanto de su pueblo, sollozó ante la muerte del amigo; sufrió el rechazo y el dolor, físico y moral, tuvo experiencias humanas muy adversas. Pero en su conciencia de ser Hijo de Dios, se sentía íntimamente unido a su Padre y tenía puesta en él una confianza absoluta. Fue un hombre íntegro y entero que llevó al límite su libertad y su desapego. Nunca se vio atado por intereses que pusieran trabas a su misión: culminar el deseo de Dios en su vida

Cuando somos capaces de integrar los contrastes y mantenernos firmes en nuestras convicciones, sin que las dificultades nos rompan por dentro a pesar de vivir en una vorágine; cuando saquemos la fuerza cada día para no cansarnos de mirar al cielo, con los pies firmes sobre el sendero, es cuando habremos empezado a penetrar en el misterio de las entrañas del corazón de Dios. Y nuestro devenir será nuevo cada día, como es nuevo cada amanecer. Podríamos decir que es como vivir una experiencia mística de resurrección. Estamos aquí, en la tierra, pero con la semilla de eternidad muy adentro, porque ya hemos decidido vivir plenamente para Él. Entonces es cuando las palabras de San Pablo resonarán con fuerza en nosotros: “Ni alturas, ni profundidades, ni presente ni futuro, ni potestades ni criatura alguna, nada nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús…” (Rom 8, 35-38).

Hasta cuando creemos que nos falla el aire, si cerramos los ojos y nos serenamos, nos daremos cuenta de que continuamos respirando. Dios está ahí, en el mismo aire que nos penetra, en el oxígeno que nos alimenta. Y es que entre Dios y el hombre se produce una ósmosis que revela que, desde siempre, existimos íntimamente ligados a Aquel que nos ha creado y nos ha hecho sus hijos predilectos. Nos cuida, nos ama y nos seguirá amando, aquí y toda la eternidad.