domingo, julio 28, 2019

Milagros, demonios, vírgenes


En ciertos ámbitos eclesiales se da una tendencia a otorgar un protagonismo exagerado a estos tres aspectos de nuestra fe. Durante un tiempo parecían temas casi tabú, que se callaban y hasta se menospreciaban. Se consideraba que los milagros eran fantasías o fenómenos psicológicos, la importancia de la Virgen María se rebajaba y, en cuanto al demonio, incluso se negaba su existencia. El magisterio de la Iglesia se esfuerza en poner cada cosa en su lugar y darle la importancia que tiene, ofreciendo enseñanzas sabias y equilibradas sobre cada tema. Pero, en los últimos tiempos, y sobre todo en algunos movimientos y grupos, vírgenes, demonios y milagros se han convertido en signos distintivos. Los riesgos de la exageración son muchos, y llevan a las personas a vivir presas del miedo y esclavizadas a las directrices que imponen los grupos o comunidades a las que pertenecen. El mismo Papa Francisco ha alertado en varias ocasiones sobre el peligro de exagerar ciertas cosas.

Milagros


Los milagros se definen como signos sobrenaturales de la misericordia de Dios. Jesús hizo milagros, movido por la compasión, pero no fue un milagrero. Taumaturgos, u obradores de milagros, los ha habido en todos los tiempos, en todas las culturas y religiones. En la época de Jesús no eran extraños, Jesús no era el único. La segunda tentación del diablo en el desierto fue esta, precisamente: utilizar lo sobrenatural para ganar adeptos y poder. Jesús pudo hacer muchos más milagros, pero renunció a ello. Sólo los hizo como expresión de amor. Y cuando estuvo clavado en la cruz, ante los judíos que se burlaban y le pedían el milagro de salvarse a sí mismo, se despojó de todo poder y rechazó hacer ese último gesto que podía haber desarmado a sus enemigos.

Por otra parte, se suele vincular la fe con el milagro de forma un poco delicada: es decir, si tienes fe, se produce el milagro. Pero esto no siempre es así. La fe salva, con o sin milagro. Y los milagros pueden darse, con o sin fe. Algunos de los milagros más impactantes de Jesús se dieron sin fe por parte de las otras personas: nadie esperaba que Jesús multiplicara los panes para alimentar a cinco mil personas, nadie esperaba que resucitara a Lázaro, tampoco a la hija de Jairo; ni la viuda de Naín esperaba que su hijo muerto volviera a la vida, ni los novios de Caná imaginaban que Jesús transformaría el agua de seis tinajas en vino. Hay otro episodio notable en el evangelio: la curación de diez leprosos, de los cuales uno solo regresa para dar gracias a Jesús. Los diez fueron curados, pero ¿cuántos quedaron salvados? Salvado no significa necesariamente ser curado.

Lo importante es el crecimiento espiritual, no la sanación en sí. Ha habido muchos santos enfermos, y su enfermedad no ha sido por falta de fe ni de amor a Dios. El dolor y la enfermedad a veces pueden tener un valor para el crecimiento y la santidad de la persona. Nos enseñan algo que debemos aprender, y pueden ayudarnos a madurar y a amar más. No olvidemos el valor redentor de la cruz: Jesús no bajó de ella, ni quiso ahorrarse sufrimientos.

Los milagros atraen porque queremos forzar “atajos” para estar bien sin pasar por un proceso de aprendizaje y madurez. Queremos alcanzar la meta sin esforzarnos en la carrera.

El mismo demonio puede hacer milagros para atrapar a ciertas personas. Los adversarios de Jesús le acusaban de hacer milagros en nombre de Belcebú; esto significa que ya entonces se sabía que los espíritus malignos también tienen ese poder.

Finalmente, hay que estar alerta con lo que llamamos milagro. La Iglesia lo ha definido muy bien, y estudia con cuidado los casos que se le presentan. Sabemos que en Lourdes se han producido miles de curaciones. Pero la Iglesia, en más de un siglo, sólo ha reconocido como milagros unos 70. Las otras mejorías pueden haber sido remisiones temporales o espontáneas, curaciones por el propio poder mental, la sugestión o el apoyo de las personas acompañantes. Hay muchos factores que influyen en la sanación, y no todo son milagros.

El verdadero milagro que puede darse en una persona es la conversión. Y conversión significa un cambio de vida. Dejarse tocar por Jesús nos cambia desde el fondo. Este cambio interior es mucho más difícil que una curación física. El gran milagro es volver el corazón hacia Dios, habitar en Cristo, ser nuevos cristos. La salvación ―o santificación― es mucho más que la sanación.

Demonios en todas partes


Ciertos grupos y personas están obsesionados con el demonio. Hablan mucho de fe, de la Biblia y… del diablo. Pero hablan poco de amor, de confianza, de libertad. Y Jesús vino a liberarnos, esas fueron sus primeras predicaciones.

El demonio existe, por supuesto. El mal en el mundo es una realidad y lo vemos cada día. La Iglesia tiene una doctrina bien elaborada sobre su existencia y forma de obrar. El problema es cuando le damos una excesiva importancia, vemos al demonio donde no está y, en cambio, no lo vemos donde está. Lo asociamos a manifestaciones sobrenaturales y psíquicas, pero no lo sabemos ver en el pecado personal. Lo vemos en posesiones, pero no en nuestras caídas de cada día. Si el demonio tiene algo es que es sutil: se disfraza, como decía san Juan de la Cruz, de ángel de luz. Su aspecto puede ser amable, hermoso e incluso humanitario. Pero es ambicioso, ávido de poder y destructivo.

Los gobiernos suelen avisar a los medios de comunicación: cuidado con el terrorismo. Porque difundir muchas noticias no hace más que darles publicidad. Pues con el demonio sucede lo mismo: hablar continuamente de él es hacerle propaganda. No hay que vivir pendiente de él; el amor de Dios es más grande que el poder del demonio. Santa Teresa lo sabía bien, ella que vivió en una época en la que había mucha obsesión por lo diabólico. Algunas monjas, ensimismadas con el acoso del demonio, se entregaban a penitencias y ayunos exagerados. Se provocaban, sin saberlo, alteraciones mentales y muchas enloquecían. San Juan de la Cruz y santa Teresa tuvieron que lidiar con muchos de estos casos, por eso dedican al tema páginas muy sabias y certeras. Al final, Teresa comprendió que el demonio no era más que una mosca, que fastidia y nos quiere hacer daño, pero no es nada comparada con el Señor. Lo mejor es no hacerle caso. Si le das importancia, le das poder.

El discurso sobre el demonio genera miedo. Y el miedo es un sentimiento que ofusca el saber, y en cambio acentúa el sentir. La mente obsesiva crea demonios, e incluso puede provocar reacciones similares a la posesión, y ataques de locura. La mente puede crear un infierno y generar miedos recurrentes. Esto sucede en personas muy sensibles e inseguras, que han sufrido traumas emocionales o que están muy carentes de afecto. Los exorcistas lo saben bien, y afirman que más del 90 % de los casos de posesión diabólica son de origen mental o psiquiátrico.

Vírgenes a la carta


María es la primera cristiana, modelo y figura de la Iglesia, y todos deberíamos amarla y tomarla como ejemplo y ayuda. La enseñanza de la Iglesia sobre la Virgen es maravillosa y deberíamos conocerla.  Pero otra cosa es convertir a María en una diosa y darle el culto que se debe a Dios. Dar más importancia a la Virgen que a Cristo es un error.

Por otra parte, hay que andar alerta con las supuestas apariciones. La Iglesia ha reconocido una docena de las más de dos mil que se han registrado en la historia del cristianismo. Pero no obliga a ningún creyente a creer en las apariciones, considerando que los mensajes de la Virgen en estas ocasiones son revelaciones privadas, que tienen su valor, pero no añaden nada nuevo a la revelación del evangelio.

A veces se corre el riesgo de caer en extremismos y distorsiones. María es madre de todos y actúa en todos los sitios. Sigue actuando, aunque no aparezca. Para ella tampoco hay lugares más santos que otros. Y su mensaje más claro ya lo dejó en el evangelio, con sus pocas y profundas palabras, pero sobre todo con su vida y obras. Lo demás, si se aleja de esto, puede ser una desviación.

El papa Francisco ha alertado sobre esta cuestión. El Concilio Vaticano II también avisó contra los excesos de ciertos cultos marianos y dejó un documento iluminador sobre la veneración a María. El papa Pablo VI escribió una exhortación apostólica, Marialis cultus, que sería bueno leer y conocer.

El culto a María a menudo se mezcla con la afición a los milagros, a lo espectacular y lo prodigioso. Hay muchos fervientes devotos de María que le muestran admiración y una pasión exagerada, pero no la imitan en su discreción ni en su caridad. Prefieren lo sobrenatural y las experiencias límite, pero no siempre parece que busquen la conversión de corazón.

Muchos santuarios marianos se levantan sobre antiguos lugares de culto paganos. La veneración a una diosa madre, ligada a la tierra, se cristianizó y se convirtió en culto a María. Las diversas advocaciones de María muestran el arraigo de este culto a un lugar. Pueden quedar residuos de este paganismo en la religiosidad mariana actual. Por eso hay que recordar, siempre, que María de Nazaret sólo es una.

María es humana, mientras que Jesús es hombre y a la vez Dios. Como humana, es la persona que ha llegado más lejos. El gran valor de María es su sí, su fiat («Hágase en mí según tu palabra»). Esa total apertura de María a la voluntad de Dios nos enseña a decir sí y a permitir que Dios actúe en nuestra vida. Es a él a quien debemos consagrarnos. El mejor consejo y aviso que nos da María está en el evangelio: «Haced lo que él os diga.»