domingo, marzo 25, 2012

¿Por qué enviar a tus hijos a catequesis?

Vivimos en un mundo muy duro. No es ningún secreto. El individualismo y el consumismo son antivalores que nos invaden y que empapan toda la sociedad. Y esto tiene su razón de ser. No es una teoría conspiratoria, sino lo que sucede cuando ciertos grupos de poder quieren perpetuarse y mantener a la sociedad bien atada.
Tradicionalmente, cuando se ha querido someter a los ciudadanos, se implantaba un régimen autoritario con unos mecanismos represivos muy potentes. Pero en las últimas décadas, las elites que gobiernan el mundo han optado por un sistema mucho más suave y atractivo. Ya no se trata de oprimir y reprimir, sino de modelar una forma de ser de la persona, adormecer su conciencia y uniformar.
El consumismo, a través de la televisión, el cine, la música, las modas… y tantos otros medios, está penetrando en todos los hogares y en el cerebro de todos: niños y adultos. También el individualismo es fomentado, incluso desde algunas tendencias de la psicología y las nuevas formas de espiritualidad. El modelo ideal de ciudadano es una persona sin ataduras, aparentemente libre, con dinero y que sigue las modas más avanzadas, que hace lo que quiere, va a donde quiere y compra lo que quiere, sin que nadie ponga trabas a sus deseos. Si hoy se une a alguien, esa relación no tiene por qué ser de por vida, nada es eterno, nada dura mucho. Lo importante es su ego y su bienestar particular.
Del auge del egocentrismo no debe extrañarnos que broten tantas situaciones de violencia, en la calle, en las escuelas e incluso en los hogares. También de este individualismo sin escrúpulos surge la plaga de corrupción política y económica que sufrimos. Cuando lo único que importa es uno mismo, o ganar más, sin mirar los medios, acaban desencadenándose crisis como la que ahora vivimos.
A quienes mandan les interesa una sociedad ignorante, sumisa y distraída: por esto nos dan pan y circo, no solo material, sino mental. Espectáculos y grandes superficies comerciales. Videojuegos, Internet, televisión y comida basura. Persiguen una sociedad de personas egocéntricas, con vínculos débiles, que no se comprometen ni forman grupos sólidos y estables. Porque una masa de individuos-burbuja, aislados, egoístas, emocionalmente frágiles, es fácilmente manipulable. Mientras que una sociedad bien trabada, con familias y grupos firmes y bien unidos, es una sociedad a la que nadie tumba ni maneja a su antojo, y que todo lo supera.

La catequesis, vacuna contra una cultura salvaje

Y, ¿qué tiene que ver todo esto con la catequesis? ¿Qué tiene que ver con la formación religiosa?
La religión, concretamente la cristiana, justamente defiende lo contrario del individualismo y el consumismo.
La religión en su sentido genuino es relación ―re-ligare―, es establecer vínculos. Vínculos, ¿con qué?
―Con los demás, en primer lugar. La religión nos enseña que el otro es hermano, que el otro es sagrado y que es compañero de camino durante esta vida. La religión nos hace mirar más allá de nuestro ombligo.
―En segundo lugar, nos vincula con el mundo, con la naturaleza, con la historia. El cristianismo nos lleva a amar y respetar la creación, como obra de Dios, como espacio en el que vivimos y del que obtenemos recursos, pero que hemos de respetar, porque no es nuestra ni podemos destruirla impunemente. También nos lleva a aceptar la historia de la que procedemos, con sus luces y sus sombras, pues de ese pasado venimos y hemos recibido un legado, que también contiene muchos valores.
―Y, finalmente, nos con nuestra dimensión trascendente, con el alma y con el Amor creador que todo lo ha hecho y nos sostiene en la existencia, Dios.
La persona religiosa es la que vive estos vínculos, y estos, como raíces, alimentan y enriquecen su vida. Ser cristiano coherente previene el egocentrismo y el consumismo vacuo. Enseña al niño a ser consciente de los demás, a ser solidario, a abrirse al mundo. La religión entraña una consciencia y una responsabilidad. A partir de ahí, la persona puede elegir libremente su trayectoria.
Educar para la libertad, para la solidaridad, para unas relaciones humanas generosas, responsables: todo esto puede aportar la catequesis a vuestros hijos.

La dimensión trascendente de la vida

Algunos podéis objetar. Bien, todo esto es perfecto. Pero, ¿por qué tiene que pasar necesariamente por la religión? ¿No bastan los valores humanos? ¿No basta una ética elemental?
Es cierto que hay muchas personas honestas que se comportan con bondad y que no creen en Dios, por los motivos que sea. Y también es cierto que los que nos llamamos cristianos a veces no lo parecemos.
Aparte de una ética humanitaria, de una inquietud social, el Cristianismo ofrece algo más a nuestros hijos.
Se trata de explorar y desarrollar su dimensión espiritual y trascendente. No todo el mundo valora por igual esta dimensión.
Decimos que queremos lo mejor para nuestros hijos. Pero solemos centrarnos en la dimensión física ―que nuestros hijos estén bien comidos, bien vestidos, que no les “falte nada”―, o en la intelectual ―que vayan bien en el colegio, que saquen buenas notas y hagan una carrera―. Pero el ser humano es más que un cuerpo y una mente racional. ¿Dónde están las emociones? ¿Dónde está lo que llamamos “corazón”? ¿Y el alma?
La educación escolar y académica, y los valores que aprendemos en familia, nos pueden preparar para la vida. Nos pueden enseñar “cómo” vivir bien.
Pero esto no basta. ¿Dónde encontramos respuestas cuando nos preguntamos por el sentido de la vida? ¿Dónde encontrar motivación para luchar por un fin que nos entusiasme, por algo más grande que nosotros mismos, algo que nos estire por dentro y nos impulse a levantarnos cada día?
Los niños se hacen muchas preguntas. Se preguntan el por qué de la vida; se interrogan sobre la muerte. Quieren saber. Hay niños que ya meditan cuestiones que los filósofos existencialistas pusieron sobre la mesa. ¿Para qué he nacido, si tengo que morir? ¿Por qué tenemos cuerpo, si luego desaparece, y el alma se va a otro lugar? ¿Por qué se mueren los niños, o una persona joven? ¿A dónde van los que se mueren? ¿Nos reencarnamos, nos convertimos en fantasmas, o desaparecemos para siempre? ¿Qué pasa con el mal? ¿Por qué Dios deja que haya tanto mal en el mundo? ¿Por qué Dios no castiga a los malos?
La religión puede responder estas preguntas. No con razonamientos lógicos, sino desde la fe, desde el corazón y desde la experiencia de miles de personas a lo largo de los siglos.

¿Qué les enseñamos a los niños?

En la catequesis no solo les exponemos una “doctrina”, como se solía decir antes. El Cristianismo va más allá de una serie de normas y preguntas de Catecismo. El Cristianismo es amar y seguir a una persona. Es fe y vida. Todo lo que enseñamos se centra en Jesús.
En catequesis intentamos transmitirles la vida de Jesús de Nazaret, que vivió, pasó haciendo el bien, murió y resucitó. Sus discípulos lo anunciaron y su mensaje fue escrito y ha pasado, de generación en generación, con una propuesta muy clara: Dios es amor. Y Dios es Padre, cercano y metido de lleno en la humanidad. Nosotros, como hijos suyos, estamos llamados al amor. Todos los mandamientos de la antigua ley judía, en Jesús, se resumen en uno: amaos unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos.
Esta es la propuesta del cristianismo: un mensaje de amor, de amistad, de compromiso con los demás. Sabiendo que tenemos en el horizonte una esperanza muy clara: no de una muerte definitiva, sino de una vida resucitada, como Jesús nos mostró.
Si lo pensáis detenidamente, es un mensaje humanitario, pero también es un mensaje extraordinariamente alegre y esperanzador. Sabernos amados de Dios, saber que Jesús está siempre cerca, en los sacramentos, y especialmente en la comunión. Saber que en nosotros hay una chispa de vida eterna, en el alma, que está hecha de la sustancia de Dios, esto basta para dar un sentido nuevo y gozoso a la vida. Ayuda, también, a dar sentido a los momentos dolorosos, de sufrimiento, pérdida y conflictividad.
¿Qué queremos, en la catequesis? Que vuestros hijos conozcan ese gran amor, esa gran alegría de saberse hijos de Dios, hermanos de Jesús, llamados a una vida plena y eterna. Y que aprendan, siguiendo los pasos de Jesús, a ser hombres y mujeres libres, abiertos a los demás, solidarios, responsables y capaces de amar y de recibir amor. Porque es así como llegarán a desarrollar todo su potencial humano y cómo conseguirán, un día, ser verdaderamente felices.

domingo, marzo 18, 2012

25 aniversario de ordenación

Agradezco a Dios mi vocación, el don más precioso que me ha podido dar.

Génesis de una vocación - 1

Una serie de personas, circunstancias, instituciones y experiencias fue tejiendo desde el primer momento el sueño de Dios para mi vida: una vocación apasionada.

Yo solo tenía que dejarme guiar con suavidad hacia esos momentos clave que me llevarían a culminar lo que Dios quería de mí y lo que yo anhelaba en lo más hondo de mi corazón. Sin saberlo inicialmente, y cuando poco a poco fui consciente de que se me abría un nuevo horizonte, sentí miedo y vértigo. Pero algo me empujaba hacia delante. Más tarde, me di cuenta de que esa llamada de Dios se había ido preparando a lo largo de mi historia, y era una respuesta a mis deseos más profundos. Todo se concretó en el momento en que dije sí a Dios a través de un sacerdote.

Mi miedo se deshizo, mis dudas se aclararon, mi inquietud se convirtió en silencio y paz. El futuro ya no me importaba, el presente era la realidad más bella que podía vivir. Mi laberinto interior se convirtió en un sendero abierto al cielo; mis largas noches, en amaneceres; mi fragilidad en fuerza interior. La calma invadió mi vida porque tuve la certeza de que no solo yo buscaba a Dios, sino que Él, desde siempre, me había estado esperando.

A partir de entonces, comencé una nueva historia. Los hilos cruzados, como convergencias providenciales, fueron formando ese bello tapiz que culminó en mi vocación al sacerdocio.

La oración de dos niñas

Todo empezó así. Mis hermanas, Carmen y Mari, de pequeñas iban a la iglesia del pueblo y, ante el Sagrado Corazón, rezaban pidiendo un hermano sacerdote. Quizás no sabían muy bien por qué lo pedían, tal vez asociaban la imagen del cura a la bondad. Nos habíamos quedado sin padre y su muerte nos privó de la calidez de una presencia paternal, protectora y fuerte. Quizás él, desde el cielo, intercedió ante Dios para que esa petición se hiciera realidad. En la oración de las dos hermanas había ingenuidad, pero Dios siempre escucha, y muy especialmente a los niños. Ellas y mi padre, desde el cielo, comenzaron a escribir los primeros renglones de mi vocación.

Sor Antonia, la primera catequista

Me eduqué en Badajoz, en el Colegio Hernán Cortés, llevado por las Hermanas de la Caridad. Allí conocí a Sor Antonia. Era una religiosa menudita y regordeta, con una enorme creatividad pedagógica, la mejor cuentacuentos que he conocido. Durante las veladas que pasaba a su lado, reunido junto a ella con otros niños, lograba mantenerme absorto con sus historias, fantásticas o tomadas de relatos bíblicos. Utilizaba recursos plásticos y expresivos, con ricas imágenes, de manera que nos introducía de lleno en la narración. Recuerdo que me fascinaba no solo su forma de contar, sino su capacidad para hacerme sentir a gusto. Mi primer conocimiento de Jesús fue a través de sus parábolas y los episodios del evangelio que nos explicaba.

La llegada a Barcelona y la parroquia de San Pío X

Con 14 años dejé el colegio y mi infancia atrás, en el Badajoz que me vio crecer. Llegué a Barcelona con mi hermano y me reuní con mi madre, mis hermanas, mi abuela y mi tía. El cambio fue tremendo. Buscando un lugar donde encontrar referencias, me incorporé al grupo de jóvenes de la parroquia de San Pío X. Con ellos me iba de excursión cada fin de semana y recorrí decenas de montañas. Aprendí a amar la naturaleza y a admirar las maravillas de la creación. Tanta belleza comenzó a despertar en mí preguntas sobre el origen del mundo y esto me llevó a preguntarme si todo aquello que veía no sería una manifestación de la obra de Dios, de aquel Dios Padre del Jesús de las parábolas, el Padre bueno que me descubrió Sor Antonia.

En medio de la naturaleza empecé a ser consciente de mis inquietudes y del bagaje religioso que había recibido. Las catequesis comenzaban a dar fruto en mí, y cada vez disfrutaba más caminando y descubriendo nuevos paisajes, a medida que también iba experimentando un gozo interior más profundo.

El valor del trabajo

Cuando llegué a Barcelona compaginé mis estudios con el trabajo, para colaborar en la economía doméstica, ya que en casa se necesitaba ayuda. Primero trabajé en una empresa de artes gráficas. Más tarde en una ebanistería. Allí aprendí del esfuerzo y el sacrificio de tantas personas que trabajan para contribuir a la marcha económica del país, así como para ganar el sustento de su propio hogar. Combinar estudios y trabajo supuso para mí una gran experiencia humana. Conocí a gentes muy diversas, que luchaban tenazmente por dignificar su vida, y esto me aportó una visión más realista de la sociedad. Me impresionaba constatar las hermosas razones y esperanzas que daban sentido a la vida de algunos trabajadores y les impulsaban a seguir adelante.

Siempre me ha gustado trabajar con las manos. La madera y el papel me enseñaron a ser creativo y a desarrollar mi habilidad. El trabajo artesanal de la madera me fascinaba. Mientras veía la materia prima transformarse en objetos útiles pensaba a menudo en San José, carpintero, y en Jesús, que debió ayudarle en su taller durante muchos años. Meditando sobre el trabajo del ebanista, pensé que, así como el artesano da forma a la madera, así Dios también esculpe nuestras almas hasta convertirnos en sus mejores obras de arte. Si el trabajo está hecho con amor, pese a nuestras imperfecciones, la obra final es bella. Si nos dejamos hacer, saldrá lo mejor de sus manos. Recordaba, también, esas frases del Génesis que describen a Dios modelando el cuerpo del hombre con arcilla. Y la frase de san Pablo, “llevamos un tesoro dentro de vasijas de barro”. Ese tesoro, el Espíritu Santo, no solo alienta dentro de nosotros, sino que también nos modela, dándonos la fuerza para amar como Cristo y convirtiéndonos en hombres nuevos.

Esos tres años de trabajo artesanal fueron una época de mucho realismo mientras continuaba mi formación religiosa en la parroquia del barrio. El trabajo significó para mí familiarizarme con un mundo que se me abría. Estaba a punto de dar otro salto cualitativo, que coincidió con mi incorporación al grupo de jóvenes del santuario de Santa Eulalia de Vilapicina, vinculado a la parroquia de Santa Eulalia. Algo estaba a punto de suceder.

domingo, marzo 11, 2012

Curas felices

Hoy quiero compartir con vosotros este artículo de J. L. Martín Descalzo, sacerdote al que seguí mucho en mi época de formación teológica. Es un extracto del capítulo 12 de su libro Razones para el amor.

La semana pasada me ocurrió algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que esta alegría me durase siempre.
Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tiene mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan elementales. En rigor, no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy.
Pero, por lo visto, según quienes me escriben, ahora los curas se sienten como avergonzados de serlo; ocultan su sacerdocio como un hijo ilegítimo; y el que no abandona su ministerio ―dicen― es porque aún no ha encontrado forma mejor de ganarse la vida.
Pero ¡qué tontería! Creo que voy a devolver sus cartas para decirles que el número de curas felices es infinitamente mayor de lo que ellos se imaginan y que si no todos lo gritan en sus púlpitos o en los periódicos es por sentido común o porque ahora lo que está de moda es presumir de malos, y así, mientras hoy uno puede encontrarse en la prensa la foto de una señora con un cartel que dice: «Soy una adúltera», resultaría bastante rarito que los curas caminaran por la calle con un letrero que pregonara «Soy feliz».
Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son las raíces por las que el prestigio de la vocación sacerdotal ha bajado tantos kilómetros en la estimación pública. Porque esto sí es un hecho. Antaño, el anticlericalismo era una indirecta manifestación de estima, ya que sólo se odia lo que se considera importante. Hoy, me parece, funciona más que el anticlericalismo el desprecio, la devaluación, la ignorancia.
Los síntomas de esta bajada del clero a la tercera división social son infinitos. [...]
Voy a aclarar que a mí no me preocupa el descenso de valoración social. El que los curas hayamos dejado de ser parte de los notables, de las «fuerzas vivas» de la ciudad, no me parece ninguna pérdida. A Cristo y a los suyos, evidentemente, nadie los colocaba junto a Pilato y Herodes. A mucha honra.
Más me angustia la pérdida de aprecio «moral» y, tal vez como consecuencia, que muchos sacerdotes pongan en duda lo que se llama su «identidad sacerdotal». Que ellos no acaben de ver muy bien para qué sirven y que tampoco lo entienda y valore suficientemente la comunidad.
No sería honesto si no dijera que en esto ha contribuido decisivamente la curva de secularización de los años postconciliares. Dios me librará, claro está, de juzgar a las personas. Que a alguien por un momento le haya deslumbrado el amor de una muchacha más de lo que le alumbra el fuego apagado de su vocación me parece doloroso, pero comprensible. Que alguien no sea capaz de soportar la soledad es uno de tantos precios que paga la condición humana. Pero lo que ya me resulta incomprensible es que el sacerdocio se abandone por cansancio, por desilusión, por sensación de inutilidad o porque ―dicen― les asfixia la estructura de la Iglesia, para encontrarse ―al salir― con que todas las estructuras de este mundo son hermanas gemelas, y la peor de todas ellas es la propia mediocridad.
Y lo peor del asunto es que hayamos convertido la crisis de las personas ―de algunas personas― en la crisis del clero. Es cierto: un cura que se va, da más que hablar que cien que permanecen. Y cuando en un bosque se talan dos docenas de árboles, todos los convecinos sienten como si el hacha golpeara también su corteza.
Toda esta serie de factores ha hecho que hayamos pasado del cura orgulloso de su ministerio al desconcertado de ser lo que es. Quisimos ―y yo creo que con razón― dejar de ser «bichos raros»; alejarnos de unos vestidos que nos alejaban; quisimos ―y creo que con acierto― sentirnos hombres «mezclados» con los demás hombres, y parece que nos hubiéramos vuelto «iguales» a los demás, empezando por contagiarnos de esa tristeza colectiva, de ese desencanto que parece característico del hombre contemporáneo.
Y, ¡claro!, comenzaron a bajar las vocaciones. Recuerdo que, cuando fui, de niño, al seminario, lo hice ante todo por nacientes razones religiosas. Pero también porque admiraba la obra de algunos sacerdotes muy concretos, porque veía que sus vidas estaban muy llenas, porque entendí o imaginé que siendo como ellos sería feliz como ellos eran.
Hoy entiendo que sea más difícil para un muchacho iniciar una carrera en la que no sólo va a ganar menos que siendo fontanero o albañil, sino en cuya realización no vea felices y radiantes a quienes la viven.
Por eso me pregunto si una de las primeras tareas de la Iglesia de hoy ―de toda ella: curas, religiosos, sacerdotes― no será precisamente la de devolver a quienes la hayan perdido su alegría y lograr que quienes ―y son la mayoría― la tienen, pero apenas se atreven a mostrarla, saquen a la calle el gozo de ser lo que son. Aunque tengan que ir contra corriente de una civilización en la que lo que parece estar de moda es pasarse las horas contando cada uno la tripa que se nos rompió ayer por la tarde y en la que ser feliz y demostrarlo resulta una rareza.
Para ello no hace falta ponerse una careta con sonrisa profidén. Basta con vivir lo que de veras se ama. Y saber que, aunque en la barca de la Iglesia entra mucha agua por las ranuras de nuestros egoísmos, es una barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas, no valgamos la pena. Pero el sacerdocio, sí.
Del libro Razones para el amor, de José Luís Martín Descalzo. Ediciones Sígueme, Salamanca, 2007.