sábado, junio 30, 2018

Danzando ante la custodia


Siempre que voy a Balaguer, en la comarca de la Noguera, acostumbro a visitar el santuario del Santo Cristo, en la parte alta de la ciudad. Junto a la iglesia hay un monasterio de religiosas clarisas que cuidan del templo.

En mi visita habitual, esta vez era domingo, festividad de san Juan Bautista. Eran las once y media de la mañana y la misa había terminado. Algunos fieles quedaban en los bancos, rezando, bajo la imagen del Santo Cristo, que preside el presbiterio. Este domingo, después de la misa, dejaron sobre el altar una custodia con el Santísimo expuesto. Alrededor del altar, en pie y formando un círculo, había seis monjas contemplando el Santo Sacramento.

Poco después, sonó una música de antiguos ritmos hebreos y las religiosas iniciaron una danza ante la custodia. Quedé admirado. ¡Era tan bello el cuadro! La finura de sus movimientos y su delicada actitud de oración me emocionaron. Estaban adorando a Dios con su cuerpo. Arte, belleza y adoración se combinaban en armonía. Miré sus rostros sonrientes mientras danzaban con unción y exquisita elegancia. Era un paisaje de cielo.

Y pensé que a Dios no sólo se le puede rezar con los labios, recitando oraciones, ni con la mente, en silencio. Aquella adoración eucarística no sólo no desmerecía en nada de las otras, sino que me ayudó a entrar más hondamente en el misterio. Con sencillez, dejando que el cuerpo también entrase a formar parte de la oración, aquellas monjas desprendían unción y respeto. Jamás había visto un acto de adoración tan lleno de delicadeza espiritual, en un lenguaje que llega al corazón.

Que unas religiosas de clausura se abran a nuevas formas de adoración me parece profético. A veces el culto adopta una excesiva rigidez y se vuelve tan frío que nos puede alejar del latido de amor que llena al Cristo eucarístico. Nos da miedo explorar nuevas formas de rezar, quizás por temor al qué dirán. Muchos conciben los rituales sagrados como algo mayestático y solemne, y cualquier expresión que se salga de la costumbre puede parecer irreverente o incluso frívola.

Corremos el riesgo de vivir una relación con Dios demasiado ritualizada, pero sin alma, sin emoción, sin vibración. Todo es blanco y negro, sin volumen, como las estampas, sin conexión real con la vida, porque hemos convertido ciertos ritos litúrgicos en un culto repetitivo. Y esto nos hace caer en el hastío celebrativo. Se leen los textos de siempre y siempre se hace lo mismo; hasta los sacerdotes caen en el aburrimiento. Convertimos el acto más bello en un ritual vacío en el que nada nos habla ni nos despierta el deseo profundo de acercarnos a Cristo y mejorar nuestra vida. Todo se hace porque toca. Así, lentamente, nuestras liturgias se van apagando.

Hoy he recibido un regalo que no esperaba. Que me ha hecho recordar aquel hermoso pasaje bíblico en el que el rey David se pone a bailar ante el arca de la alianza. La formación cristiana es tan racional, por un lado, y tan puritana por otro, que contemplar esta forma de dirigirse a Cristo puede ser concebido como indigno por parte de algunos.

Hay un dicho: Si rezas con tus labios, rezas una vez. Si cantas, rezas dos veces. Y si danzas, rezas tres. Dios se merece que le recemos, y le amemos, como dice el Shemá hebreo, con toda la inteligencia, con todo el corazón, con todo el cuerpo, con toda el alma y con toda la vida.

Así ha de ser todo lo que hagamos: rezar, trabajar, amar. Sólo la pasión hace posible que nuestra vida florezca ante Dios.