jueves, agosto 15, 2024

Maestra de la escucha

En el evangelio de hoy, fiesta de la Asunción de María, vemos cómo esta, después de recibir el anuncio del ángel, se pone en camino hacia la montaña de Judá. Isabel, su prima, que espera a un hijo en su vejez, puede estar necesitando de compañía. María no se detiene, va con paso firme para ofrecer su atención solícita a su prima.

La Iglesia tiene que ser como María: ha de ponerse siempre en camino. Hay muchas necesidades que cubrir, de todo tipo. No sólo las obras de caridad, sino que hemos de ponernos en marcha para evangelizar a tiempo y a destiempo, porque, más que nunca, es necesario llenar de sentido la vida de las personas que se deslizan hacia la nada.

La Iglesia ha de tomar como referente la imagen mariana, siempre abierta a los otros y abierta a Dios, al soplo del Espíritu Santo.

Compartir alegría

Dos mujeres hebreas, parte de ese resto de Israel, el pueblo escogido, se saludan. ¡Qué importante es la solidaridad basada en algo auténtico, no en una ideología, sino en la hermandad profunda entre las personas! María atiende a Isabel. Y el niño salta de alegría en su seno. Dos veces reitera el autor sagrado la felicidad del bebé ante ese encuentro de las dos primas. La alegría se esparce en el entorno; cuando hay un ambiente de afecto, de cariño, de comunicación profunda, los niños perciben, ya desde las entrañas de la madre, ese amor extraordinario que une a las mujeres.

Canto de gozo

María dirá: Proclama mi alma la grandeza de mi Señor. Una jovencita, llamada a ser madre de Dios, supo convertir su casa en un santuario donde tenía espacios hermosos de oración. Por eso llegó a ser la madre de Dios.  ¿Cómo no va a cantar y a proclamar su alma lo que Dios ha hecho en ella? ¡Así sale de su corazón!

Y se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador. Una alegría profunda está basada en una íntima relación con Dios en nuestra vida. ¿Por qué a veces no estamos contentos? Quizás porque no nos dejamos llevar por el soplo amoroso de Dios. Muchas cosas pasan a nuestro alrededor, pero hay algo que supera estas dificultades: sentir que Dios te quiere y cuenta contigo. El mal quizás no desaparece, pero lo viviremos de otra manera, mucho más serena y aceptando la realidad. Por tanto, esa alegría, ese canto, esa alabanza de María se basa en su apertura total a Dios. ¿Y si, en el fondo, no somos más felices y gozosos porque no estamos del todo abiertos a Dios? El fundamento de nuestra alegría no es tener una cosa o hacer otra, o disfrutar de cierta fama. La alegría viene de la certeza profunda del corazón: Dios anida en mí. Y de esa certeza, ¡claro que surgirá un canto a Dios por todo lo que recibimos cada día y quizás no somos conscientes!

Resucitada

Ella reconoce su pequeñez y humildad, pero también dice que de generación en generación será bendecida. Y es así: todos tenemos a María como referente. María, la madre de Dios, la que intercede. Hoy celebramos que ella es asunta, elevada al cielo. Es una resurrección, después de su dormición, como se dice en la tradición cristiana. Por tanto, participa de la resurrección de Cristo, como humana que es.  Recibe ese don especialísimo de la resurrección y comparte la amistad santa con Dios, iniciada al quedar embarazada por obra del Espíritu Santo.

Hoy, muchos lugares de España celebran a María y cantan a María. Hacemos nuestras proclamas, alabamos a María, porque a través de ella fue posible nuestra redención. Ella dijo que sí al plan de Dios en su vida, abrió sus entrañas a la voluntad de Dios para convertirse, nada menos, que en la Madre de Dios (theotokos en griego).

Maestra de silencio

María convirtió su vida en una escuela de silencio. Cuando Jesús se fue de su casa para predicar, su hogar continuó siendo una pequeña capilla, donde seguramente los discípulos, a la vuelta de sus tareas, debían ir a visitarla. Y María, como madre de todos, también acogería a los apóstoles que venían con Jesús, su hijo.

María nos enseña a reconocer la trayectoria de Dios en nuestra vida. Si uno se detiene y sabe hacer silencio, se da cuenta de cómo Dios lo ha ido cogiendo de la mano hasta llevarlo donde está. Mi experiencia, ya lo sabéis por mi escrito y mi libro, es que, sin saber por qué, Dios quiso contar conmigo.

Sí. Dios cuenta con cada uno de vosotros. Para que digáis sí a la vida, para que su Iglesia siga estando en marcha. Pero María nos enseña a ser contemplativos. La contemplación es esencial. Nos movemos entre estos dos campos: el trabajo apostólico y la oración en silencio. Cuando en la Iglesia nos olvidamos de rezar, cuando nos olvidamos de hacer un paréntesis (incluyo también a los sacerdotes y a los que estamos en primera fila), podemos caer en tentaciones. Porque cuando se es alguien importante el riesgo siempre aparece. Por tanto, en la Iglesia tenemos que estar bien atentos. Más allá del compromiso de la caridad y de la proyección en el mundo es importante la oración que nace de lo más profundo de nuestro ser. Si la Iglesia cae en el activismo sociopolítico y religioso, se está apartando de lo esencial. Cuando uno cree que todo depende de él, se está equivocando. No es verdad. Todo depende de Dios y de su gracia. Cuidado, que no caigamos en esa autorreferencia, como avisa el Santo Padre. La Iglesia ha de ser como María, humilde, al servicio de los demás, atenta a las necesidades de los otros.

Alegría profunda

Pero la humildad no le quita una certeza: que Dios está con ella. La Iglesia debe tener esto siempre presente. Porque, a veces ciertas, formas de la piedad religiosa fomentan el sentimiento de culpa y el sufrimiento. Eso es una parte, pero si solo nos quedamos en esta piedad nos quedamos antes de la resurrección. Lo que cambia nuestra vida es que Jesús ha resucitado. Sin esta noticia, la Iglesia no tendría sentido, seríamos gente estupenda, que viene aquí, que hace cosas. Pero la centralidad de la eucaristía es que celebramos a Jesús resucitado. Cristo resucitado es el que está en la Iglesia.

¿Por qué María canta? Porque tiene la experiencia vital de que Dios está con ella. En la Iglesia hemos de vivir esta certeza: Dios esta en nuestra vida, en nuestros proyectos y en cada uno de nosotros.

Quizás un día, por su inmensa misericordia, Dios nos asuma a los cielos, pero lo que está claro es que tenemos una enorme aliada, que es María. Ella es maestra del silencio y maestra de la escucha.

Maestra de la escucha

Ayer decía que María llegó a donde llegó porque supo escuchar la palabra de Dios. Supo aplicarla a su vida. Supo cumplirla. Supo hacerla vida de su vida. Cuando llegamos aquí, es cuando el silencio se transforma en algo extraordinario. Dejemos que nos hable este bálsamo dulce de Dios que penetra en nuestra alma. Porque hoy celebramos muchas fiestas, muy bonitas, en honor a María, pero ¿dedicamos un poquito de tiempo para callar, hacer silencio y escucharla? Si decimos que ella es tan sencilla y humilde, no sé si le gustará mucho tanta pandereta, no lo sé. Seguramente le gustará que nos acurruquemos en ella, como madre nuestra, y que dejemos que su latido marque nuestro latido. Entonces sentiremos una hermosa sintonía con la Madre de Jesús, la Madre de la Iglesia.

El aspecto femenino es importante en la Iglesia. La Iglesia es mucho más que los curas, los obispos y el papa, la Iglesia somos todos los bautizados, y todos tenemos la enorme misión de evangelizar, una misión tan importante como cualquier otra, en otros lugares.

Aprendamos a escuchar. Para esto hay que parar y dedicar un tiempo, sin prisa, a la oración, al silencio, a la escucha.

Ayer comentaba que en la televisión y en las redes sociales hay una catarata de frivolidad y de palabras vacías. ¿Cómo es posible que hayamos convertido un don tan hermoso que nos ha dado Dios, como es hablar, en un medio para decir tantas tonterías? ¡Es un pecado! Un don que nos permite crear sonidos y palabras, que nos hace capaces de comunicarnos y de llegar al corazón del otro. ¿Qué hacemos con tanta palabrería?

Un sacerdote decía que, en vez de ser charlatanes, debemos ser escuchatanes.

domingo, agosto 11, 2024

50 años de un sí

Con un grupo de jóvenes del Santuario de Vilapicina, de convivencia. En mis años de formación.


El cielo estaba totalmente despejado. Era agosto, durante unos días de convivencia de los jóvenes del Santuario de Santa Eulalia de Vilapicina. Sucedió en una explanada, junto a un pozo, al pie de las montañas del Montseny.

Una semana antes, el sacerdote amigo que llevaba mi grupo de jóvenes me había interpelado sobre mi vocación al sacerdocio. ¿Lo has pensado alguna vez?, me preguntó.

Ahora, día de santa Clara de Asís, a punto de cumplir dieciocho años, mi vida dio un giro radical. Estaba en plena adolescencia y un universo nuevo se abría ante mis ojos. Ese día de cielo azul intenso, después de pasar un torbellino interno y venciendo mis rémoras y temores ante lo desconocido, salté hacia el vacío, como el saltador de parapente que se lanza a surcar los cielos.

Al mismo tiempo, sentí que nacía de nuevo. Era consciente de que estaba dando un paso definitivo que marcaría toda mi trayectoria existencial y espiritual. Él me llamaba a algo grande y mi corazón no quería fallarle. Sabía que me lo jugaba todo, y que dejaba atrás muchas cosas bellas. Pero la experiencia que sentía lo significaba todo para mí y me llenaba de plenitud.

Dije sí junto a un pozo. Mi llamada y la respuesta me evocaba la vocación de Moisés, ante la zarza ardiente que no se consumía, o la visita de Dios a Abraham, bajo la encina de Mambré, o el diálogo de Jesús con la samaritana, junto al pozo de Sicar. También recordé a san Francisco de Asís, al cura de Ars, cuya fiesta se celebra el día que yo fui llamado, el 4 de agosto; y tantos otros santos y sacerdotes que fueron fieles y ejemplo para mí.

Por un lado, me sentía muy agradecido; por otro, también sentía el dulce peso de la responsabilidad que supone abrazar el sacerdocio. Pero ya estaba decidido y quería iniciar mi aventura con un sí incondicional. Aquel jovencito que anhelaba conocer y amar a Dios aceptó que este lo llamara para ser instrumento al servicio de la Iglesia. Ya no bastaba conocer y amar, Dios me daba la oportunidad de anunciarlo al mundo a través del ministerio del orden.

Era muy consciente de lo que se me pedía, pero también confié que él sería mi gran aliado. Y así ha sido, y lo sigue siendo después de 50 años. Tras pasar un largo tiempo de formación llegué a la ordenación sacerdotal en Barcelona, el 7 de marzo de 1987; este año he cumplido 37 como sacerdote.

Aquel 11 de agosto de 1974, mi vida cambió de rumbo para caminar hacia el mismo corazón de la Iglesia. La experiencia ha sido densa, profunda y comprometida; a veces exigente pero también es verdad que todo lo que he recibido me llena de gozo y de plenitud. He pasado por diferentes comunidades parroquiales que han sido para mí el yunque donde me he ido esculpiendo y reforzando mi compromiso ministerial. Después de 50 años de mi sí, todo ha sido y sigue siendo un hermoso don que Dios me ha dado, no sé si merecido o no, pero más allá de todo hoy siento una infinita gratitud a Dios porque un día confió en mí y me llamó.

Todos necesitamos medios, instituciones y personas que hagan posible la llamada. Por mi vida han pasado muchas, desde el sacerdote que me llamó hasta el cardenal Jubany, de cuya mano recibí el orden sacerdotal. 

¡50 años ya son años! Llenos de sorpresas y siempre con un deseo de fidelidad interior. Aquel 11 de agosto de 1974 era muy consciente de que mi sí era para siempre. Con el paso del tiempo, me doy cuenta de que lo importante no es tanto dónde estoy y qué hago, sino procurar que nada ni nadie me aparte de él. Lo esencial es seguir tan enamorado como el primer día y mantenerme firme con el paso del tiempo y pese a las dificultades. Que nunca dude ni un ápice de él; desde mi pequeñez, él confía totalmente en mí. Y aunque haya pasado por momentos difíciles, él nunca me ha dejado solo. Todas estas experiencias, a veces dolorosas, me han hecho reafirmar aquel sí que le di junto al pozo. Y no sólo eso, sino que he crecido, como persona y como sacerdote.

Es verdad que en la vida de un sacerdote no todo son mieles, pero lo que recibes es indescriptible. Nadar en el misterio insondable de Dios va más allá de cualquier sufrimiento.

Os pido que recéis por mí, por vuestro sacerdote, para que siga siendo fiel a mi vocación y para que os pueda seguir sirviendo, atendiendo y orientando en vuestro deseo de seguir a Jesús. Sobre todo, que pueda ayudaros a descubrir que él os ama mucho, y que su deseo es que formemos una comunidad bien unida, al servicio de la evangelización.