domingo, abril 20, 2025

Cristo vive


Sábado Santo – Vigilia Pascual

Lucas 24, 1-12

¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?

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Hoy es un día hermoso. Después de estos tres días en que hemos acompañado a Jesús en su cruz, hasta la muerte, ocurre algo extraordinario que nadie podía imaginar. De la noche oscura, en su sentido místico, como lo entendía san Juan de la Cruz, pasamos a un cambio histórico: y es que Jesús ha resucitado de entre los muertos.

Para los judíos era inconcebible; los fariseos, los únicos que creían en una resurrección de los muertos, la esperaban al final de los tiempos. Los saduceos, como sabemos, no creían en ella.

De buena mañana unas mujeres, algunas de las que estuvieron al pie de la cruz, viendo el tormento de Jesús, salen. Salen, mientras los varones, por miedo, están escondidos. ¿Quizás porque albergaban algo de esperanza? Una historia tan maravillosa no podía terminar así.

La historia de Jesús tiene sentido porque ha resucitado. De no ser así, sería la vida de un mártir más, que creía en lo que decía, pero se quedaba ahí. Cuántos personajes históricos han surgido y han hecho cosas extraordinarias. Pero la carta escondida que tenía Dios Padre desconcertó a todo el mundo judío.

Las mujeres, llenas de dulzura y ternura, van al sepulcro porque quieren embalsamar el cuerpo de Jesús con los aromas que han preparado para darle una merecida sepultura a aquel que lo había sido todo para ellas. Los discípulos, desorientados, tienen miedo a las consecuencias de la muerte de Jesús. Como seguidores suyos, corren el mismo riesgo de ser detenidos y crucificados. Temen a la muerte. Jesús no tuvo miedo.

Se encuentran con la sorpresa de que una piedra inmensa ha sido desplazada ante la oscuridad del sepulcro. Esto, de entrada, no significa necesariamente que Jesús haya resucitado. Pero para un judío es importante: el cuerpo ya no está en la tumba.

Y aparecen dos jóvenes vestidos de blanco que les dicen: «¿A quién buscáis? ¡Ha resucitado!» ¿Cuándo? ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo atravesó la piedra, o cómo la desplazó? No lo sabemos, pero algo nuevo se atisba, algo nace tras la oscuridad del Viernes Santo.

La vida estalla en su plenitud: Jesús ha resucitado de entre los muertos, tal como lo había anunciado.

Este acontecimiento es fundante de la fe cristiana. Porque si Jesús no hubiera resucitado, como dice san Pablo, ¡vana sería nuestra fe! Estaríamos haciendo teatro. Pero, porque ha resucitado, después de dos mil años seguimos reviviendo el acontecimiento que marca la historia de la humanidad. Tanto, que hablamos de la era cristiana a partir del siglo I.

Este acontecimiento no es baladí, ni absurdo. Tiene toda la importancia para nuestra vida espiritual. Si Jesús hizo el milagro de levantar a Lázaro de su tumba, y de resucitar a la hija de Jairo, ahora Dios levanta a su hijo. Pero no para volver a morir, como Lázaro o la niña. Jesús no vuelve a morir. Su vida ya no es una vida corriente. Su cuerpo está transformado y es luminoso, está en otra dimensión diferente. Tanto, que, como veremos, Jesús atravesará puertas y muros. Conserva su parte espiritual, pero su parte física adquiere otro sentido.

Nadie puede quitarnos jamás la alegría, porque este hecho marca, no sólo la historia de la humanidad, sino nuestra historia personal. Tiene consecuencias enormes a nivel humano, social y cultural. Estamos atisbando nuestra propia vida resucitada aquí, en la tierra. Aquí, ya, empezamos a saborear la eternidad.

A partir de ahora, somos cristianos pascuales. No nos quedamos en el Viernes Santo. Están muy bien las procesiones y la devoción popular, pero esta noche, y mañana, las iglesias tendrían que rebosar. Porque la Pascua es el gran acontecimiento. El dolor de Cristo queda atrás. La cruz tiene sentido a la luz de la resurrección. Estos días hemos visto hermosas procesiones con pasos magníficos en muchos lugares de España, pero ¡cuidado! No podemos quedarnos en el Cristo sufriente del Viernes Santo. Nos estaría faltando algo.

¿Qué es la eucaristía? Estamos delante de esta experiencia luminosa, una promesa que se culminará en nosotros. La eucaristía es el centro de la vida cristiana. Y sí, recordamos y actualizamos la pasión y muerte, pero también la resurrección. Si Jesús no hubiera resucitado, no tendríamos eucaristía, ni sacerdotes, ni comunidad.

Y la comunidad fue creciendo hasta llegar a hoy. ¡Somos dos mil millones de cristianos, contando todas las confesiones! No seguimos sólo al Cristo que sube al Gólgota; seguimos a Cristo resucitado. Este salto cambia la historia.

Fuera barreras, fuera tristeza, fuera angustias, porque justamente él ha podido con todo esto. Pasamos de las tinieblas de la tristeza, de la oscuridad, del dolor y del sinsentido, al hecho pascual que justifica toda nuestra fe cristiana.

Por tanto, cuando volváis a casa, id con el corazón ardiente. Hemos entrado aquí con unas velitas encendidas en el cirio pascual. Pequeñas, sí, pero suficientes para romper la oscuridad del templo. Aunque nos sintamos poca cosa, qué hermoso es sentir que nuestra luz interior puede iluminar a tanta gente. Pero también hemos visto que, con el viento, las velas se pueden apagar y hay que encenderlas de nuevo. Esos vientos son el egoísmo, las ideologías, los miedos y el sinsentido, que apagan nuestro corazón. Pero volvemos a encenderlo, ¿dónde? En el cirio que es Cristo. No sólo por nuestras capacidades voluntaristas, que ya está bien; quien nos infunde, empuja y da sentido a nuestra vida es Cristo resucitado. Sintamos hoy esta resurrección en nuestra vida y os aseguro que la tristeza y el sufrimiento no podrán apagar nuestra fe y podremos alumbrar a nuestros hermanos.

viernes, abril 18, 2025

El pálpito de un corazón roto


La otra noche, antes de tu muerte, tu alma estaba agitada, sentía una tristeza que presagiaba tu final. Solo, en Getsemaní, tu alma agonizaba.
El mundo se tambaleaba. Tal vez te preguntaste si todo había valido la pena. Hundido en tu soledad, no deseabas beber el amargo cáliz de un vino que te llevaba a la muerte.
Solo, te enfrentaste a una terrible decisión. Tu libertad chocó frontalmente con la de aquellos que rechazaban abrirse a tu novedad, aquellos que querían acabar con tu vida. Se obstinaban en su ceguera: no querían ver, en ti, el rostro de Dios.
En el desespero más absoluto luchabas por no quebrantar los lazos tan fuertes que te unían con Dios, tu Padre. Y en medio de aquella noche oscura, tu lucha no era solo dolor, por sentirte abandonado por Él. En el abandono, tampoco te alejaste de Aquel en el que siempre habías confiado, Aquel a quien horas antes, en la cena con tus amigos, pediste la unidad. Les hablaste de una unidad tan fuerte, que nada hacías por tu cuenta, sino por el que te había enviado. Les hablaste de un amor tan sólido que hacía imposible alguna duda. El Padre y tú erais uno. Latíais con un solo corazón.
La tentación en Getsemaní fue cuestionarlo todo. Dudar del amor del Padre. Vacilar ante su plan salvífico. Romper la confianza en Él. Todo podía desaparecer en un instante, todos los planes de Dios en tu vida podían venirse abajo.
Tu corazón se estremeció ante el vértigo del abismo. Tu rostro, siempre sereno y de mirada cálida, se tornó en un rostro inquieto, de mirada angustiada. Tus pasos firmes se volvieron tambaleantes. «Si es posible, que no tenga que beber este cáliz.» En ese instante, todo quedó suspendido en una terrible incerteza.
Pero tu amor a Dios era tan grande que, cuando parecía que el cielo dejaba de brillar, sobre tu agonía de sudor y sangre, realizaste tu último acto de libertad. Con el corazón flaqueando, pero con entera confianza, terminaste tu oración: «Pero que se haga tu voluntad y no la mía».
La redención comienza aquí. Tu nuevo sí a seguir la voluntad del Padre era el primer paso hacia la muerte, ya asumida. Abandonado en sus brazos, tu voluntad se fraguó con la suya. Fue, también, el primer paso hacia la glorificación.
En medio de la congoja, volviste a sentir su presencia, tan real como tu propio dolor. Él estaba ahí, contigo, cuando te envió el ángel para consolarte.
Esa noche en Getsemaní empieza a brillar, tenuemente, la luz de la resurrección. Ya estabas dispuesto a todo, a entregar tu vida. Tu soledad no era tal, aunque los tuyos te habían abandonado por miedo. Inseguros, vacilantes, cansados, dormidos, te dejaron a solas en la intemperie. Pero esto no rompió la hermosa historia de amor jamás contada.
Desde ese momento, paso a paso, con docilidad, caminaste hacia la muerte. En esa trágica noche la historia escribió un capítulo más de torturas, que terminó en la cruz.
Cuánto amor había entre tú y el Padre, que asumiste subir al patíbulo. Cuánto amor hacia los hombres, para ofrecer tal oblación. Solo un acto tan generoso, aceptado con humildad, podía rescatarnos y salvarnos. Tu paso firme hacia el Gólgota manifestaba que, pese al dolor de tu largo vía crucis, tu confianza en el Padre era absoluta.
Tu ida hacia la  cruz era tu ida hacia la resurrección, este era el premio a tanto dolor. No todo se acaba en el jueves, ni en el viernes. Con el vacío del sepulcro empieza a destellar la claridad de la resurrección.
Tu agonía del jueves era necesaria para que, de una vez por todas, el dolor, el sacrificio y la muerte no tuvieran la última palabra. Tú eres el Señor de la Vida.
Esta noche, cerca de ti, susurrando a tu palpitante corazón, he descubierto que la esperanza nunca se desvanece, por muy oscura que sea la noche, si tú estás aquí, conmigo. Tú, Jesús, nos enseñas que en la soledad más angustiosa, en el abismo más profundo, uno puede sacar fuerzas insospechadas para seguir confiado, pese a la distancia, la soledad y el silencio.
Estás ahí, tan presente como el aire que respiramos. Ayúdanos a no caer en la tentación de la desconfianza. Ayúdanos a renovar nuestro sí a Ti cada día.