Seguimos inmersos en el tiempo pascual: cincuenta días de gozo para saborear la gracia de un Dios que levanta a su Hijo de la muerte, atravesando las tinieblas hacia la luz de la resurrección.
Son días para ahondar en el misterio que da sentido a nuestra vida, y para despertar a la conciencia del don inmenso que es la vida nueva de Jesús.
Creer en la resurrección transforma nuestro rumbo y renueva nuestra mirada. La oscuridad cede ante la luz, la tristeza se torna alegría, la esclavitud se rompe en libertad, el desconsuelo se disuelve en esperanza; el vacío se ilumina con una claridad nueva.
Jesús, vivo, se hace presente en nuestras vidas. Desde este
acontecimiento todo adquiere un matiz distinto: vivimos con la certeza de estar
ya salvados.
Dios, en su misericordia, nos ha abierto de par en par las puertas del cielo. Y en la medida en que aprendemos a amar desde esta certeza, Él penetra en lo más profundo de nuestro ser, anticipando, aquí en la tierra, nuestra resurrección futura.
Vivir iluminados por Cristo es vivir de un modo
trascendente. En un mundo convulso, donde muchos caminan hacia la nada, se
vuelve urgente el testimonio vivo de los cristianos, llamados a vivir como
resucitados.
Somos invitados a ser cristianos pascuales, marcados por la alegría de este hecho decisivo. Esa alegría es nuestro distintivo. Estamos llamados a ser portadores de esperanza. El coraje de una fe vivida con hondura puede ser un oleaje de entusiasmo para quienes deambulan sin rumbo. Para el cristiano, evangelizar es parte de su identidad. Como decía san Pablo: ¡Ay de mí si no evangelizo! Pero no solo con palabras, sino con acciones.
La paz del Resucitado nos da el valor de salir de nosotros
mismos y tender puentes hacia los demás. El nuevo papa, León XIV, en su primera
locución tras ser elegido, evocó las palabras de san Juan Pablo II: ¡No tengáis
miedo! Y añadió con fuerza: Dios nos ama.
Esta certeza profunda ha de impulsarnos a tomar en serio la gran responsabilidad que tenemos. Anunciar a Cristo resucitado es la mejor noticia, la única capaz de llenar el mundo de sentido, de gozo y de paz.
Ésa es nuestra misión como bautizados: vivir y transmitir el valor de nuestra fe. Sobre este pilar gira nuestra vida. Cuando no es así, todo se desvanece en el vacío y el corazón del hombre se llena de temor ante un futuro incierto. Sin esperanza, la oscuridad lo engulle. ¡No lo permitamos!
Tenemos entre las manos un tesoro: un mensaje y unas
palabras capaces de transformar el mundo… y también nuestro propio corazón.
Demos gracias a Dios por el regalo de su Hijo resucitado,
porque se ha compadecido de nosotros. Nos vio errantes, perdidos, hundidos en
el pecado… y nos rescató. Nos ha hecho partícipes de su vida, regalándonos su
amor y su presencia.
Gozar de este rato de silencio junto a Él nos ayuda a entrar
en su órbita divina.
Somos suyos. Formamos parte de su proyecto.
Contemplamos, una vez más, la belleza de su silencio… tan
lleno, tan evocador.
Y ante tanto derroche de amor, sólo cabe una respuesta: el
silencio reverente del corazón que ama.