En un mundo lleno de interrogantes e incertezas el cristianismo ofrece valores inspirados en una visión mística y trascendente más allá de la realidad material.
sábado, diciembre 25, 2010
La luz de Navidad
Las promesas anunciadas por los profetas en el Antiguo Testamento se hacen realidad. Una luz alumbra en las tinieblas: el Niño que nace es motivo de esperanza, la razón más genuina que da sentido pleno a nuestra existencia. Con Jesús nace la respuesta a todos nuestros anhelos: hoy es motivo de júbilo para todos los cristianos.
Lavados en las aguas bautismales, reconciliados por el sacramento del perdón, alimentados con la eucaristía, los cristianos lo tenemos todo para vivir con plenitud el inmenso don de la fe. La fe en un Dios providente que se encarna en Jesús para iluminar nuestra vida para siempre
Esta es la gran noticia de la Navidad. Del destierro por el desierto de nuestro egoísmo, que nos seca por dentro, llegamos a la liberación. Y, sobre todo, a la alegría de haber sido escogidos para hacer cielo aquí en la tierra. Porque el reino de Dios empieza aquí y ahora, con su venida.
Empezamos a subir hacia la eternidad cuando Dios decide descender hacia la finitud. El hombre es elevado y dignificado, a punto para entrar en la órbita de Dios.
Hoy es una de las liturgias más bellas y entrañables, con más calado teológico. Y pastoralmente, es vital: entorno a la figura del Niño toda la comunidad eclesial puede fortalecerse y crecer. Porque sólo en él está la clave de nuestra unidad, y sólo en él podremos descubrir la caridad en la libertad.
Arraigada en Jesús, la parroquia crecerá como un frondoso bosque regado y bañado por las aguas cristalinas que brotan del manantial de Belén. Son aguas frescas que salen del cañito del corazón de un bebé, que ha nacido para que dejemos de caminar a oscuras y nunca más tengamos sed y hambre de lo que realmente llena y da sentido a nuestra vida. Es el agua que nos colma: sentirnos amados por Dios desde su nacimiento hasta su muerte en cruz, con los brazos abiertos, amando y perdonando hasta el último suspiro.
Es un amor oblativo, que asume el mayor de los sacrificios, la muerte. Esta es la locura apasionante de Dios: salvarnos y redimirnos. Y esto, para los cristianos, si lo creemos de verdad, nos hará dar el cambio vertiginoso que necesita nuestra alma.
Ojala que estas Navidades todos iniciemos juntos el gran maratón cristiano y empecemos a reproducir en nosotros la vida del mismo Jesús. Ojalá sepamos descubrir la cima de nuestra plenitud, allí donde los rayos luminosos de la eternidad, acarician el alma y nos transforman en auténticos apóstoles de la gran noticia que revolucionó la historia.
Dios se hace niño, bajando de las alturas, para dejarse mecer, acunar, amar. La grandeza de Dios es su pequeñez. Esta tendría que ser también la grandeza del hombre, fuera de todo esquema competitivo o ideológico. La humildad es el primer paso hacia la grandeza espiritual.
domingo, octubre 03, 2010
San Félix, nueva misión
domingo, septiembre 19, 2010
Entre la sencillez y la bondad
domingo, septiembre 12, 2010
Lágrimas de gratitud
Durante la celebración sentía en mí corazón algo intenso y hermoso, ese adiós no era un adiós, sino el inicio de una nueva singladura. Fui plenamente consciente de que el Espíritu me estaba llevando a navegar hacia un nuevo rumbo en mi misión sacerdotal.
domingo, septiembre 05, 2010
Un sincero adiós
sábado, agosto 07, 2010
El brillo de la verdad
domingo, agosto 01, 2010
Hacia un nuevo rumbo pastoral
domingo, julio 04, 2010
Hacia un ocio teológico
¿Cómo agradecerlo? Con una vida llena de gratitud. Pase lo que pase, disgustos, sufrimientos, accidentes, sentimientos de rechazo o incluso la muerte de un ser querido, si estamos donde estamos es porque Dios lo ha querido y la experiencia en el mundo, por dolorosa que sea, siempre será una ocasión para crecer como persona y como cristiano.
Todos anhelamos dar un sentido trascendental a nuestra vida. Las dificultades, antes que alejarnos de Dios, deberían acercarnos más a su corazón entrañable. Nunca olvidemos que tras una noche oscura siempre amanece: esta es la esperanza cristiana. Estamos en manos de Dios y, como Padre, nunca nos dejará. Él nos ama infinitamente. Su amor es ardiente como un largo día de verano.
Este tiempo ha de ser para nosotros una etapa privilegiada para descansar y encontrar momentos de calma, a solas con Dios. La temporada estival nos permite disfrutar de más tiempo libre con amigos, familiares, viajando, visitando lugares, descansando. Nos liberamos de la presión del trabajo y entramos en otro ritmo, con el fin de descansar y encontrar paz y alegría junto a los seres amados. Ojalá sepamos dejar un hueco a Dios en nuestro ocio. Él también se alegra de compartir nuestros momentos de calma, sosiego y recreo. No olvidemos a Dios en nuestras alegrías y en nuestras fiestas. Tengamos tiempo para él. Su deseo es entrar en nuestros corazones y en el de toda la familia. Pasarlo bien no significa que no tengamos estos ratos de intimidad con él.
No olvidemos que Dios es la fuente de nuestra felicidad y que todo lo que somos, tenemos y hacemos es gracias a él, que desea una vida plena para su criatura. El silencio, la oración y la celebración han de marcar todo ocio cristiano. Dios ha de estar en el centro de nuestra vida, tanto en el trabajo como en vacaciones; en casa o cuando viajamos; siempre, hagamos lo que hagamos. Si lo invitamos, hará mucho más bellas y fecundas nuestras vacaciones.
domingo, junio 27, 2010
La parroquia, lugar de encuentro con Cristo
Una comunidad que ha de ser abierta y dinámica, que debe salir afuera, al barrio. No sólo debe hacerlo el cura, sino que toda la comunidad ha de evangelizar.
Por esto nuestro talante ha de ser festivo: estamos llamados a anunciar con alegría lo que vivimos adentro. Nuestro mejor modelo son las primeras comunidades cristianas. Nosotros somos sus sucesores.
Oración, eucaristía y unidad
Una comunidad que no se alimenta de Cristo, que no ora y que no está unida, difícilmente podrá evangelizar y ser un testimonio creíble de puertas afuera. La parroquia se sostiene por la eucaristía, por la capacidad de perdón, por la humildad. “Mirad cómo se aman”, decían las gentes cuando hablaban de los primeros cristianos. Amarse, potenciarse, confiar unos en otros, esto es auténtico testimonio.
La parroquia es el lugar de encuentro con Dios y los demás. Si emprendemos muchas actividades pero no tenemos claro que estamos en un espacio sagrado, lo que hagamos no tendrá el perfume de trascendencia que le da un sentido profundo a nuestra acción. Caeremos en la herejía del activismo. La cruz y la eucaristía son esenciales en nuestra vida. Sin ellas no es posible una buena pastoral social; haremos muchas cosas, pero no serán un verdadero testimonio.
La acogida
La acogida es fundamental en la parroquia. Hemos de acoger a todo el mundo, sea como sea y venga de donde venga, incluso al agnóstico, al ateo o al que profesa otra fe. En el horizonte evangelizador tenemos una cultura alejada de Dios y ése es nuestro reto: comunicar el evangelio en medio del mundo.
La misión del sacerdote
El sacerdote aglutina la comunidad; una parroquia no tiene sentido sin su presencia. Y regir una comunidad humana es muy complejo, pues se dan muchas diferencias entre las personas, y a veces conflictos. Se requiere una enorme caridad y aceptación del rebaño que Dios ha dado a cada pastor. Ni el párroco elige a sus feligreses ni éstos lo eligen a él. Por eso es necesario mucho amor, comprensión, paciencia unos con otros.
El sacerdote tiene una triple misión: enseñar, gobernar y santificar.
La primera, instruir, consiste en predicar, formar y hacer llegar a la gente la palabra de Dios, así como tratar de los temas que afectan nuestro mundo actual a la luz del magisterio de la Iglesia.
Santificar. El único santo es Dios. Allí donde esté, el sacerdote ha de santificar la vida de la gente, llevándola cerca de Dios, haciéndola más caritativa, comprensiva, valiente. El sacerdote ha de despertar el amor a Dios.
Gobernar no debe entenderse como el gobierno de los políticos. Más bien se trata de un pastoreo —en hebreo, la palabra rey se identifica con “pastor”—. Es cierto que un rector se ocupa de organizar, gestionar y dirigir las actividades pastorales. Pero, sin excluir la parte administrativa, gobierna como el buen pastor, con un talante de guía, de apoyo, orientador, para sacar lo mejor que tiene la gente y acercarla a Dios. Tenemos a Dios mismo dentro, ¡lo tomamos!
Una comunidad eclesial
La parroquia es una parcela de la Iglesia universal. Más allá de las fronteras de nuestro barrio podemos acoger a gente de otros lugares, movimientos y comunidades. Hemos de saber asimilar la realidad social del entorno; la parroquia debe tener una activa participación ciudadana y abrirse a otras realidades eclesiales. No olvidemos que formamos parte de una Iglesia mucho más amplia, distribuida en diócesis, arciprestazgos y parroquias por todo el mundo.
Vivero de vocaciones
Es en las parroquias donde deben surgir y crecer las vocaciones: tanto al matrimonio como a la vida consagrada, a la militancia cristiana y al sacerdocio. La Iglesia se nutre de las parroquias: ellas son la cuna de las vocaciones. Recemos y trabajemos por ellas.
Pregoneros de Cristo
Los sacerdotes podemos caer en la trampa sutil de pregonarnos a nosotros mismos o hacernos eco de ideas bonitas. Pero el sacerdote, en realidad, es representante de Cristo. Representa al que está, no ausente, sino vivo y presente. Por eso no ha de caer en la autosuficiencia. Cuando está celebrando, es Cristo quien actúa en él. Esto para los cristianos es importante: liberémonos de prejuicios y entendamos que la mediación eclesial, la intervención de los sacerdotes y la práctica de los sacramentos son importantes.
No dejemos de comunicar ni de salir fuera de los muros del templo. Recordemos que tenemos lo mejor que podemos dar, el tesoro más grande: Jesús.
domingo, junio 20, 2010
El sagrado corazón de Jesús, el corazón de Dios

¿Qué celebramos en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús? Celebramos que Jesús está tan unido a Dios que llega a formar parte de sus mismas entrañas. Ama a ese Dios al que llamará Abba —papá— y lo ama no sólo con su mente, sino con todo su ser. Toda su persona, su vida, su rostro sagrado es santo. El corazón de Jesús es el latido del amor de Dios hacia su criatura.
Leemos en el evangelio de san Juan que un letrado le pregunta a Jesús: “¿Cuál es el mandamiento principal entre todos?” Y Jesús contesta: “El primero es este: escucha Israel, el Señor tu Dios es el único Señor, y lo amarás con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu ser”.
Cuando decimos “amar a Dios con todo el corazón” estamos añadiendo al amor pasión, vigor, fuerza. Estamos introduciendo un elemento antropológico de primer calibre. En nuestra cultura, el corazón expresa lo más íntimo, lo más profundo, lo más bello de la persona.
En un plano físico, el corazón es el órgano vital de la persona. Con su latido, bombea la sangre que alimenta y oxigena el resto de los órganos y tejidos del cuerpo. En el plano psicológico, el corazón juega un papel esencial a la hora de expresar los sentimientos y el amor.
En la Iglesia, Cristo es el corazón de Dios que late y bombea su sangre derramada por amor, llevando su gracia a todos los fieles y a las diferentes comunidades que se esparcen por el mundo. El corazón de Jesús late fuerte porque el amor que lo mueve es intenso. Por eso es sagrado: porque ama y entrega su vida hasta morir.
El corazón de Jesús nos recuerda que hemos de amar más allá de nuestro intelecto. La experiencia del amor pasa por el corazón. Santo Tomás de Aquino, una vez terminó la Summa Theologica, experimentó una vivencia mística durante la eucaristía. Fue tan fuerte que comprendió que todo su esfuerzo intelectual, vertido en sus libros, era nada al lado del misterio de amor encerrado en la sagrada hostia.
Y es que en la teología cristiana y en la tradición hebrea, el cuerpo tiene un lugar importantísimo. El Hijo de Dios encarnado se hace cuerpo, con un corazón de carne y sangre. Dios quiso que su amor se manifestara a través de un hombre llamado Jesús de Nazaret.
El día del Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Padre clausuró el Año Sacerdotal, proponiendo como ejemplo al santo cura de Ars. En la clausura participaron más de 14 000 presbíteros de todo el mundo; fue un hermoso evento para cerrar este Año Sacerdotal. El sacerdote, unido a Cristo en su labor pastoral, debe rezar, celebrar, vivir y amar palpitando con su mismo corazón. Sólo así, como el santo cura de Ars, hará fecunda su labor ministerial.
Dios ha tenido la osadía de contar con los sacerdotes, aún sabiendo que somos vasijas de barro, humanos y con limitaciones, pero con un deseo fervoroso dentro. El sacerdocio es un inmenso regalo de Dios. Ojalá sepamos ejercerlo con pasión desde la unidad en caridad hacia los demás. De esta manera, nuestro corazón latirá al unísono con el corazón sagrado de Cristo.
11 junio 2010
domingo, junio 06, 2010
Corpus Christi, una vida entregada sin límites

Dicho manifiesto recoge fundamentalmente la incansable labor de las Cáritas parroquiales, de los movimientos y de las entidades solidarias vinculadas a las parroquias, con un ideario cristiano. Hablamos de estadísticas y números que revelan que desde Cáritas arciprestal se realiza un trabajo tenaz como respuesta eficaz contra la crisis. Además se establecen una serie de compromisos, como actitudes básicas para hacer frente a la crisis.
Siendo este manifiesto un reflejo de un sincero esfuerzo y de una innegable voluntad de vivir coherentemente nuestra vida cristiana, yo quisiera apostillar algunos aspectos.
Hoy celebramos el Corpus Christi, fiesta litúrgica del cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos el gesto sublime de amor de Jesús, que pasa por entregarse, dando su cuerpo y derramando su sangre, en rescate de nuestra vida. Esta festividad tiene que ver con la forma de amar de Jesús: un amor que es caridad, entrega generosa, sin límites, hasta dar la vida sin esperar nada a cambio. Es evidente que el amor ha de tener una fuerte proyección social y de compromiso por los más desvalidos. Pero no podemos limitarnos a darle un sentido socio político al amor, ya que lo específico del cristiano es el anuncio de la buena nueva de Jesús. Es decir, la revelación de un Dios Padre que es puro amor.
Se han hecho muchas lecturas de la crisis en sus diferentes vertientes: desde una óptica política, financiera, económica, empresarial, cultural y social. Y aunque es verdad que estos factores han contribuido en mayor o menor grado, y entiendo que los gobiernos tomen medidas, que pueden ser más o menos acertadas, me pregunto qué tenemos que hacer los cristianos y las instituciones vinculadas a la Iglesia.
El riesgo totalmente justificado ante la gravedad de la crisis es lanzarse a hacer, hacer y hacer. ¿No estaremos cayendo en el pelagianismo? Dicho de otra manera, ¿no habremos caído en un hiperactivismo que puede esconder un cierto orgullo espiritual ante la incapacidad de hacer más silencio en nuestras vidas? Porque es mucho más duro enfrentarse a uno mismo que buscar culpables afuera. Y es que haciendo y haciendo podemos incluso perder nuestro norte y el sentido último de nuestra esencia cristiana. Quizás nos dé miedo estar a solas con Dios. ¿No podemos haber caído en un activismo pastoral para alardear de que hacemos muchas cosas por los demás? Y no caemos en la cuenta de que lo esencial no es hacer, sino dejar que Dios, con su infinito amor, nos vaya haciendo por dentro cada vez más cristianos.
María no hizo muchas cosas. Tan sólo se dejó amar, convirtiendo su corazón en un hogar para Dios. Cuántos religiosos no han hecho muchas cosas, desde un punto de vista pastoral, pero ¡cuánto han rezado! ¡Cuánto bien han hecho sus oraciones, y qué huella tan profunda han dejado! ¿No creemos que la oración puede cambiar el mundo?
Por eso tenemos que “hacer muchas cosas”. ¿Dónde están la gracia de Dios y su don? ¿Y si la respuesta ante la crisis es no hacer más, sino hacer menos, y en cambio rezar más?
Quizás no hemos de hacer más cosas, sino hacer mejor lo que ya estamos haciendo, y creer más en la Providencia e intentar, no cambiar el mundo y la sociedad, sino cambiar nuestro propio mundo interior y nuestras relaciones con los demás, partiendo de un profundo abandono en manos de Dios.
He leído el manifiesto, sincero y lleno de coraje. Pero he notado la falta, más allá de un cierto voluntarismo, de algunas palabras. No aparece la palabra silencio. Tampoco aparecen el amor, la confianza, la esperanza, la espiritualidad.
Se ha repetido la palabra crisis hasta la saciedad. Y hemos caído en la trampa de ideologizarla, haciendo una lectura sociopolítica y económica que acaba siendo un discurso político. Cuidado con politizar la palabra crisis. En clave cristiana, el origen de la crisis está en el propio corazón humano, en aquello que cree o no cree; en aquello que configura sus valores.
Para un cristiano, el origen de todo valor es Cristo resucitado. ¿No lo habremos dejado olvidado, yaciendo en el sepulcro del sábado santo? ¿Y si el origen de la crisis es haber dejado que se apague el fuego del amor de Dios? ¿Y si nos han anestesiado y nos han convertido en clones de un proyecto de ingeniería social, apartando de nosotros toda dimensión trascendente?
Nos quieren convertir en una sociedad atomizada y manipulada, donde cada persona es una isla, a la que no le importa nada del otro. Una masa de personas solas, solitarias e insolidarias, cerradas en su propio egoísmo.
La salida de la crisis tal vez comience por abrirnos al misterio del amor de Dios en Jesús, que se hace hombre y cuerpo sacramentado para que podamos comerlo. Si nos falla el significado de la mística eucarística, si no centramos nuestra vida en Dios, si no tenemos tiempo para Él en la oración, difícilmente podremos contribuir a salir de la crisis.
Dios, Cristo, la Iglesia, los sacramentos: este es el camino. La oración y la caridad son los pilares. Si tenemos esto claro, dejaremos actuar a Dios y veremos la luz, porque Él solo desea la felicidad de su criatura.
sábado, abril 03, 2010
Una hora contigo

Jesús, horas antes del inicio de tu Pasión, tu corazón palpita intensamente. Tu amor al Padre pasa por un gesto lleno de libertad. La entrega de tu vida por amor es liberación y redención para todos. Estás dispuesto a morir para que la humanidad se salve. Esta valiente decisión de cumplir la voluntad del Padre y darlo todo hasta la muerte es el camino necesario para la resurrección.
De tu pasión, muerte y resurrección, te haces presente en el Sacramento de la Eucaristía, regalo que nos haces porque siempre quisiste estar en nuestras vidas.
Hoy, en esta noche, estoy aquí para responder con gratitud a tanto derroche de amor.
Estoy aquí para adorarte, venerarte y alabarte. Quiero aprender poco a poco a ir configurando mi vida con la tuya, es decir, a sentir, hacer, vivir como tú viviste y como tú amaste, aunque esto suponga también pasar por un largo vía crucis. Sé que es un precio a pagar por amor a ti.
domingo, marzo 21, 2010
Los orígenes del Vía Crucis

Para los cristianos, la experiencia dolorosa de Jesús en su pasión expresa su solidaridad con el dolor de la humanidad. El Vía Crucis, con un profundo contenido plástico y teológico, narra los momentos cumbre de Jesús en su itinerario hacia la cruz. Su actitud frente al dolor es un revulsivo que interpela al pueblo de Dios.
El origen del Vía Crucis
La costumbre de rezar las estaciones de la cruz posiblemente empezó en Jerusalén, en ciertos lugares de la Vía Dolorosa que fueron reverentemente marcados desde los primeros siglos del Cristianismo. Seguir las estaciones de la cruz se convirtió en la meta de muchos peregrinos a partir de la época del emperador Constantino, en el siglo IV.
Según la tradición, la Virgen María recorría cada día estos pasos. San Jerónimo nos habla de multitudes de peregrinos de muchos países que visitaban los lugares santos en su tiempo.
Desde el siglo XII los peregrinos escriben sobre la Vía Sacra una ruta, recordando los momentos de la pasión de Jesús.
Probablemente fueron los Franciscanos los primeros en establecer el Vía Crucis. En 1342 se les concedió la custodia de los lugares más preciados de Tierra Santa.
Muchos peregrinos no podían ir a Tierra Santa, por las distancias y las difíciles comunicaciones. Así creció la necesidad de representar esta Vía Sacra en otros lugares más asequibles. En diversos lugares de Europa se hicieron representaciones de los más importantes santuarios de Jerusalén.
El peregrino inglés Guillermo Wey, en la narración de sus viajes a Tierra Santa habla del Vía Crucis y da a conocer el uso de la palabra estaciones. Él visitó Jerusalén en los años 1458 y 1462.
Más tarde, ante la dificultad creciente de peregrinar a Tierra Santa por hallarse ésta bajo el dominio musulmán, la devoción al Vía Crucis se difundió por toda Europa. Las estaciones, tal como las conocemos hoy, fueron establecidas en el libro Jerusalem Sicut Christy Tempore Floruit, escrito por un tal Adrichomius en 1584. En este libro, el Vía Crucis tiene doce estaciones, que corresponden exactamente a nuestras primeras doce.
En 1686, el Papa Inocencio XI concedió a los Franciscanos el derecho de erigir estaciones en sus iglesias y declaró que todas las indulgencias anteriormente adquiridas por los devotos al visitar los lugares de la pasión del Señor, en Tierra Santa, las podrían ganar los Franciscanos y los afiliados a su orden haciendo las estaciones de la cruz en sus propias Iglesias. Benedicto XIII extendió más tarde estas indulgencias a todos los fieles.
Y por fin, Benedicto XIV, en 1742, exhortó a todos los sacerdotes a enriquecer sus templos con el rico tesoro de las estaciones de la cruz. De esta manera, hoy se pueden rezar y meditar en todas las iglesias del mundo los Santos Misterios de la Pasión de Cristo o el Vía Crucis, tal como le llamamos hoy.
domingo, marzo 14, 2010
El ayuno que Dios quiere

El ayuno tiene que ver con el dominio de sí mismo, con el esfuerzo, con el sacrificio. La Iglesia lo considera fundamental para irnos preparando mejor en este itinerario cuaresmal hacia la Pascua. Es verdad que nuestra sociedad cada vez le da menos importancia, puede parecer un tema menor. Pero no deja de tener unas enormes consecuencias humanas y espirituales para los cristianos.
La sobriedad ha de formar parte de nuestra manera de ser. La templanza, la discreción, la prudencia, el control de sí mismo, el sacrificio, revelan nuestra adhesión a un estilo de vida eminentemente cristiano.
La gula, el derroche, la frivolidad, el consumismo exacerbado, estas actitudes revelan que estamos imbuidos de nosotros mismos. Esta forma narcisista de ser nos aleja de los demás. En el fondo hemos caído en el tópico popular: a vivir bien que solo son dos días. Estamos volcados a lo efímero, a lo inmediato, es decir, al aquí, ya y ahora. Solo importa el presente, no nos debe preocupar mirar hacia el futuro ni a los demás. El horizonte de quienes viven así se agota en ellos mismos, les faltan perspectivas. No saben mirar más allá de su propia realidad y se empobrecen radicalmente. Ni los demás ni Dios les importan. Son rehenes de ellos mismos. La falta de valores les impide ver lo que es esencial en sus vidas.
¿Por qué ayunar?
La Iglesia es muy sabia, sabe muy bien lo que nos conviene y lo que es bueno para nosotros. Todo lo que mejore nuestra vida espiritual armonizará y equilibrará nuestro interior. La palabra ayunar, haciendo una lectura más extensa, va más allá del puro esfuerzo para controlar la gula o el apetito bulímico. La Iglesia le ha dado un sentido más amplio, pedagógico y espiritual. El esfuerzo, el sacrificio, la renuncia, el dominio de los instintos de animalidad, especialmente en el comer, son solo un aspecto del ayuno. La Iglesia recoge la tradición bíblica y su magisterio para darle un significado teológico, espiritual y social. No cae en el reduccionismo de la ingesta de los alimentos.
El ayuno, como lo entiende la Iglesia, tiene que ver con un cambio profundo de conducta que nos lleve a ser más solidarios con los pobres, pero sobre todo es una conversión que cambia radicalmente nuestra vida. Solo así practicaremos el ayuno que Dios quiere.
El profeta Isaías describe muy bien el significado bíblico del ayuno. Le da un sentido ético y social.
Dice el profeta: «¿Para qué ayunar, si no haces caso?, ¿mortificarnos, si tú no te fijas? Mirad: el día de ayuno buscáis vuestro interés y apremiáis a vuestros servidores. Mirad: ayunáis entre riñas y disputas, dando puñetazos sin piedad. No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces.» Y continúa diciendo: «El ayuno que Yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: "Aquí estoy."» (Isaías 58, 1-9a)
De Isaías se desprende que ayunar es acompañar al que sufre, compartir con el que no tiene, solidarizarnos con los más necesitados, estar al servicio de los más débiles. Ayunar es transformar en gestos de caridad nuestras obras, es decir, hacer obras de misericordia. Ayunar es sacar fuera toda la bondad que llevamos dentro. Y esto sanará nuestra vida, en cuerpo y alma.
domingo, marzo 07, 2010
La oración: diálogo de tú a tú con Dios -2-
Hemos de aprender a mirar, a actuar, respirar, vivir y amar desde Dios. Solo así nuestra vida cristiana será coherente. Hacerlo todo desde Él, con Él y para Él nos hará identificarnos más plenamente con Cristo, maestro de la oración que nos lleva al Padre.
Vivir la oración tiene profundas consecuencias. Nos daremos cuenta que Dios está en el eje de nuestra existencia. Todo gira entorno a Él. Esto supone decir un no rotundo a la frivolidad, no a la apatía, no a la crítica constante, no a utilizar a las personas; no al rencor, a la desconfianza, a la falsa humildad, no a la maldad, no a la falsedad, al orgullo, a la ambigüedad, no a manipular situaciones, no a la mentira, a la difamación, a la vanagloria, a la venganza, al recelo, a la petulancia. Es decir: no a todo aquello que nos quita vida interior, a todo cuanto nos aleja de los demás y de Dios.
Hemos de aprender a estar delante de Dios, desnudos con nuestras miserias, aceptarlas y dejar que Él nos vaya envolviendo en su misericordia, en su amor y su perdón. Nuestra pureza ante Dios es una condición necesaria para hacer más fecunda nuestra oración.
Jesús nos enseña con su ejemplo que en Él no hay ninguna grieta entre lo que dice y vive. Esta actitud equilibrada forma parte de su profunda coherencia. La valentía y la autenticidad nos llevan a la felicidad y a la unión con Él.
Una vez abandonados totalmente en Él, en esa osmosis que hemos dicho anteriormente, se produce un profundo cambio de actitud que favorece nuestra amistad con Dios. Del hacer cosas incorrectas, pasamos a hacer cosas buenas que engrandecen y ennoblecen nuestra alma, como decir que sí a la vida, a la verdad, a la humildad, a la justicia, a la libertad, al perdón, a la misericordia, en definitiva, al amor. Solo así podremos decir que hemos entrado en la órbita de Dios; comenzamos a formar parte de Él.
domingo, febrero 28, 2010
La oración: diálogo de tú a tú con Dios -1-

De la misma manera que las plantas, animales y el hombre necesitamos respirar, si no moriríamos, lo mismo pasa en el plano espiritual. Sin el oxígeno de Dios muere el alma. Ese oxígeno es el Espíritu Santo. En la oración buscamos nuestra unión con Él, que es fuente de nuestra vida y de la felicidad. Pero para ello es necesario crear un espacio vital y un tiempo adecuado para crear un clima propicio que haga fecundo nuestro contacto con Dios.
Deshacernos de los ruidos internos
Una condición necesaria para establecer una comunicación fluida con Dios es apartar de nosotros todo aquello que dificulta nuestra relación con Él, nuestros ruidos internos y también los externos. La paz y la confianza son necesarias para abandonarnos en sus manos. Los ruidos de las preocupaciones, las angustias, los recelos, nuestras desconfianzas, todo aquello que nos inquieta puede interponerse en este diálogo. Tenemos que eliminar de nosotros los ruidos que nos dificultan oír la voz susurrante de Dios.
Ponerse en manos de Dios supone priorizar lo que es esencial en nuestra vida, confiando plenamente en Él. Solo así descubriremos la importancia de nuestra identidad cristiana, así como la vocación y la misión a la que hemos sido llamados. Dios se ha de convertir para nosotros en motor de nuestra existencia. Somos llamados a ser testimonios de su amor infinito a los hombres.
Dios nos mueve a ir hacia él, esto lo llevamos en nuestros genes espirituales. La búsqueda de la verdad nos lleva a sintonizar plenamente con Él. Dios se convierte en nuestro apoyo y en nuestra fuerza.
Dejar que Dios hable en nosotros
Cuando entramos en la intimidad con Dios, vivimos su cálida proximidad en un diálogo espontáneo, como entre dos amigos. Él es alguien totalmente vinculado a nuestra existencia. Su cercanía nos hace sentir que estamos vivos. Nuestra actitud ante el Padre debería ser dejar que nos hable y aprender a callar y a escuchar.
Estar a solas con Dios no es un monólogo frío y racional sino un acto de libertad y confianza que ha de impregnar toda nuestra vida: lo que hablamos, lo que somos y lo que vivimos. Pero para que la oración sea fecunda y eficaz lo más importante, más allá de lo que podamos decir o recitar de memoria, es lo que Él nos puede llegar a decir. Escuchar en silencio a Dios permite que sus palabras penetren con toda su fuerza en lo más hondo de nuestro corazón. Dios es paciente y sabe esperar y escucharnos. Su voz es suave. En el silencio y el abandono descubriremos lo que realmente es importante en nuestra vida. Él quiere siempre lo mejor para nosotros.
domingo, enero 31, 2010
Llamados a vivir la unidad

En el evangelio de San Juan Jesús hace una petición al Padre: “Te pido, Padre, para que todos sean uno” Estas palabras de Jesús han de resonar con más fuerza que nunca en el corazón de la Iglesia, es decir en el corazón de las diferentes comunidades cristianas. En la medida en que las hagamos nuestras, más viva estará la Iglesia. Su vitalidad y su fuerza serán manifestación de la presencia real de Cristo, que nos ayudará a testimoniar con más autenticidad nuestra fe.
Todos los cristianos, por nuestra condición de bautizados, formamos un solo cuerpo: unidos a Cristo formamos la Iglesia. La plenitud de la unidad es la comunión. La Iglesia sin Cristo no tiene ningún sentido y sin Él nada puede hacer, porque el mismo Cristo es el sacramento de la Iglesia.
La mayoría de las personas deseamos que haya unidad entre las familias, entre los vecinos y en aquellos ámbitos sociales en los que participamos. Si en el plano natural vemos la necesidad de estar unidos para vivir unas relaciones humanas plenas, ¡cómo no en el campo de la espiritualidad! Todos los cristianos estamos llamados a vivir la unidad, no podemos vivir nuestra fe solos.
¿En qué se fundamenta la unidad?
La unidad es un don que se alcanza más allá de todo esfuerzo humano. Para ello necesitamos rezar con insistencia a Dios pidiéndole este don y la capacidad de asumir las diferencias de cada uno de los que forman la comunidad.
Para conseguir la unidad necesitamos, por un lado, intensificar nuestra relación íntima con Dios Padre, nivel necesario para progresar en el deseo de la comunión. Jesús tenía una estrecha comunión con Dios Padre.
En segundo lugar, es importante la práctica de la vida sacramental como eje de nuestra relación con Cristo, vivida con los demás desde nuestra adhesión plena a la Iglesia.
Finalmente, el ejercicio de la caridad es constitutivo del talante genuino del cristiano.
En la medida que sepamos vivir estos tres niveles nos estaremos preparando para vivir plenamente nuestra comunión con Dios Padre, con Jesús hijo, y con el Espíritu Santo, es decir con la Trinidad.
En la Iglesia todos somos iguales pero con funciones diferentes. No se entendería la comunidad eclesial sin el presbítero pero tampoco sin los fieles. Ambos conforman la única Iglesia de Cristo. El sacerdote, en función de su ministerio, ejerce la labor de presidir la comunidad y de estar al servicio de ella, se convierte en pastor de su rebaño. Sin el presbítero no puede haber comunidad, él tiene la responsabilidad de ayudar a potenciar los carismas de los diferentes miembros, tiene la misión de unir a la comunidad para que forme el cuerpo místico de Cristo.
Los laicos, en función de sus carismas, contribuyen a hacer más cristiana la sociedad en sus diferentes ámbitos y a enriquecer a la vez la propia vida dentro de la Iglesia.
La Iglesia, cuerpo unido
Hemos de tener presente que no estamos solos en este mundo, formamos parte de la gran familia de Dios que nos une a todos. De la misma forma que pertenecmos a una familia humana concreta, también somos parte de la familia de los hijos de Dios. El bautismo nos identifica como cristianos, por este motivo es inherente estar en comunión con los hermanos, en casa y en la comunidad.
Jesús es la cabeza, nosotros somos los miembros del cuerpo, cada uno con sus carismas y funciones, pero todos necesarios.
Es importante asumir las diferencias de cada uno. Nuestra unión se fundamenta en la potenciación de los dones de todas aquellas personas que tenemos a nuestro lado. Hemos de alegrarnos de los talentos que Dios da a cada cual. El diálogo y el respeto mutuo nos pueden ayudar a conseguir esta unidad.
La Iglesia tiene el reto de potenciar los carismas de cada cristiano. Todos tenemos capacidades, es necesario descubrirlas y ofrecerlas a los demás. No las escogemos nosotros; Dios nos las ha dado para que las hagamos fructificar y para ponerlas al servicio de los demás.
¿Cómo conseguir esta unidad que Jesús nos pide?
Para conseguir la unidad es necesario:
—La conversión: proceso interior de cambio para mejorar nuestra vida con Dios y con los demás.
—Saber escuchar.
—Capacidad de discernimiento. Descubrir aquello que el otro nos quiere decir con sus palabras.
—La unidad se fragua en la humildad, en la aceptación del otro y de sus carismas.
—El amor: amar incondicionalmente a modo de Dios
—La libertad: necesaria para desarrollar los mejores dones que Dios nos ha dado.
Además, para que haya una profunda comunión, es necesario el oxígeno del Espíritu Santo. Hemos de abrirnos a su aliento y dejar que corra por nuestro cuerpo. Regados por la gracia de Dios y animados por la fuerza del Espíritu Santo seremos capaces de conseguir la unidad verdadera.
Conversión, amor y humildad llevan a la unidad.
La comunión acaba en la amistad entre las personas.
La plena comunión nos llevará a la alegría verdadera.