Ha sido un intenso día paseando entre las maravillas de esta
ciudad, donde los vestigios arquitectónicos expresan la gloria del esplendor
romano. La iniciativa de los emperadores y los papas, su afán de perdurar en la
memoria, la creatividad de cientos de artistas y el trabajo silencioso de miles
de personas anónimas, a lo largo de los siglos, han hecho de Roma una meca del
arte. En cada calle, en cada plaza, el viandante encuentra algún edificio, una
escultura, una iglesia o un rincón evocador de esa huella del pasado que permea
la ciudad hasta el día de hoy. No en vano Roma fue la capital del mundo
mediterráneo, centro de un imperio que abarcó parte de tres continentes,
Europa, Asia y África. Si la gloria de los emperadores se esfumó, otros logros
han sobrevivido: la impronta de la arquitectura y el urbanismo, el derecho romano,
el lenguaje que hablamos y, finalmente, la filosofía y la propia expansión del
cristianismo. Nuestra cultura occidental es hija de esta Roma que, hace dos mil
años, era quizás la ciudad más grande del mundo. Viajar a Roma es viajar a la
historia del ingenio y la creatividad humana, primero en su lucha por expandir
su territorio y, luego, como sede de la Iglesia, en su afán por expandir la
cristiandad.
Roma, hoy, sigue siendo cosmopolita y animada. El turismo afluye
durante todo el año, la ciudad bulle. Como me dijo un taxista, en Roma, si
alguien tiene ganas de trabajar, siempre encuentra qué hacer. En los barrios
históricos y céntricos se respira arte por doquier. Hay belleza en las
iglesias, fuentes, palacios y plazas. Pero también en las pequeñas trattorias o restaurantes, con sus
mesitas en la calle, bajo parasoles y pérgolas cubiertas de hiedra, decoradas
con sumo gusto. Pasear por Roma es una constante llamada de atención a los
sentidos, y muy en especial el sentido de la vista.
Ya en el hotel, cuando por fin puedo descansar, cierro los
ojos y voy asimilando todas estas imágenes que pueblan mi mente. La plaza del
Vaticano, el Castel Sant‘ Angelo, los puentes sobre el Tíber, la plaza Navona,
con sus fuentes y sus palacios, el Panteón… Reflexiono, rezo y ofrezco a Dios
el regalo de este día. Tras pasear por esta ciudad que, dicen, cuenta con más
de tres mil iglesias, entre tanta gente y con tantas impresiones, agradezco la
soledad apacible de mi habitación. Necesito estar a solas y prepararme
espiritualmente para el propósito de mi visita: el encuentro con el papa
Francisco.
Doy gracias a Dios porque así lo ha querido. Gracias al papa,
por haber dicho que sí a recibirme. Gracias a la comunidad de FASTA, en
especial a su fundador, el padre Fosbery, que ha facilitado todos los trámites
para que se pudiera culminar mi deseo de encontrarme con el Papa con motivo de
mi 30º aniversario de ordenación. Gracias a mi comunidad parroquial de San
Félix, que me acompaña con el corazón y reza por este encuentro.
Esta noche, una profunda emoción embarga mi corazón. No sólo
estoy conmovido ante el encuentro con el papa en sí, por ser quien es y por el
lugar que ocupa, sino porque conozco su trayectoria como arzobispo de Buenos
Aires. Sé de su talante abierto y social. Sé que, más allá de su cargo, por su
perfil y su origen, como jesuita, es un hombre valiente. Reconoce sus defectos
y, pese a las controversias que pueda generar en algunos sectores, se atreve a
tratar temas que están en la frontera de lo moral, lo social y lo cultural, así
como cuestiones bíblicas y teológicas. Expresa su sensibilidad espiritual con
transparencia, tal como se definió a sí mismo en la famosa entrevista publicada
en la revista Civiltà: como un
pecador. El papa Francisco me acerca a aquel primer papa apasionado y
temperamental, capaz de sacar la espada y luego negar a Cristo, capaz de llorar
amargamente arrepentido, con profundo dolor. Aquel pescador de Galilea que ante
Jesús exclamó: ¡Apártate de mí, que soy un pecador! Esta imagen tan vulnerable
de Pedro me fascina. Jesús lo elige a él para ponerlo a la cabeza de su
Iglesia: una persona sencilla y frágil. Esta es la forma de hacer de Dios. Los
proyectos de Dios están sostenidos sobre la fragilidad humana, convirtiendo a
las personas en expresiones sólidas de su amor. Esta noche pensaba en su escudo
papal, en su lema: Miserando atque
eligendo («Me miró con compasión y me eligió»). ¡Qué imagen tan cercana!
Cuántas veces Jesús nos mira y nos llama…
Con ese lema, el papa está renunciando a la idolatría y al
poder que le da su cargo. Ante su elección como papa, hace tres años, debía
sentir un profundo vértigo. Siendo como es, debía costarle aceptar el papado.
Eso significa estar en la cumbre de la cristiandad, representando a toda la
Iglesia católica. Cuánto peso sobre unos hombros ya ancianos. ¡Cuánto abandono
y humildad para dejar todos los planes que tuviera y aceptar este otro, grande
e inesperado, plan de Dios!
Francisco inició su papado rezando con el pueblo y pidiendo
su bendición. Si este papa, tan humano, está en el vértice de la divinidad,
representando a Cristo, también es humana la Iglesia que representa la
trascendencia. El papa es el Cristo en la tierra pese a su limitación como
persona.
Cierro los ojos y me dispongo a dormir. Esperando, con
emoción contenida, el abrazo con el papa. Todo está en silencio y la noche es
apacible. Las calles duermen en este barrio tranquilo donde me alojo. Los
jazmines exhalan su aroma y la luna va ascendiendo por el cielo, casi llena. Roma
descansa, en espera de otro luminoso y nuevo día.
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