Celebramos hoy una hermosa fiesta, fundamental para los
cristianos: el nacimiento de nuestra amada Iglesia. Un nacimiento que significa
la recreación de la persona, de su alma, de su vida. Con el Espíritu Santo todo
se regenera. Se recrea la comunidad, el ser humano, sus anhelos, sus
esperanzas. El Espíritu Santo nos hace nacer de nuevo.
Así lo vemos en este texto de Juan que hemos leído. Los
discípulos, están confinados, encerrados en una casa por miedo, y Jesús se
presenta en medio de ellos.
La liturgia de hoy nos debe recordar que, aunque sigamos con
el confinamiento, Dios traspasa las paredes de nuestros miedos, de nuestras
incertezas, de nuestras inseguridades. El riesgo de este tipo de experiencia
límite que hemos vivido, con el Covid-19, puede dejarnos esa sensación de
encerrarnos un poco más en nosotros mismos. Y es normal, desde un punto de
vista psicológico. Podemos pensar que vamos a la deriva, que no sabemos qué
pasará con nuestro mundo, con nuestra historia. En medio de todo esto, los
discípulos de Jesús han vivido la experiencia de perder a su maestro, y es
terrible: es como si el sol se hubiera desvanecido, como si la oscuridad
enterrara su corazón. El virus de la desesperanza los lleva a encerrarse. Pero
Jesús tiene la capacidad de penetrar el muro del miedo.
Porque quiere a los suyos, Jesús quiere provocar la
experiencia de un reencuentro. Ya no es con el Jesús histórico que conocieron
en Galilea, con las primeras vocaciones, sino con el Jesús persona resucitada. Su
presencia real en medio de ellos es el antídoto ante la desesperanza.
La paz con vosotros
Una persona asustada necesita sentir una paz inmensa en su
corazón para superar el miedo. Pero ¿quién nos da esta paz? Nos la da aquel que
es la Paz con mayúscula. No será una paz de ausencia de dificultades y
problemas, porque en los comienzos de la Iglesia tendrían muchos: fueron
perseguidos. Pero esta paz viene de una certeza mayor que la paz psicológica.
Es la paz espiritual, porque Dios está contigo. Jesús aparece en medio de la
incertidumbre de los discípulos para disipar cualquier tipo de miedo.
Dicho esto, les mostró las manos con las señales del
martirio, del sufrimiento. Al ver esa marca física, tangible, su miedo se transforma
en alegría. ¿Quién puede cambiar el rumbo de la historia? ¿Quién puede cambiar
el rumbo de mi historia personal? ¿Quién puede cambiar mis anhelos de
esperanza? El único que puede convertir esa desolación en un reencuentro gozoso
es Jesús.
Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Hoy, podíamos
decir que, aunque estemos aquí y ya tengamos al Espíritu Santo, también tenemos
un poco de miedo al futuro. No sabemos qué ocurrirá. Pero no es lo mismo vivir
una incerteza alejada de la presencia de Dios que contar con Dios en tu vida.
Creer o no creer, tener la certeza o no tenerla, cambia la percepción incluso
del propio miedo. Si vemos que Dios está con nosotros, ¿a quién hemos de temer?
Por eso los discípulos empiezan a desplegarse, hay un
renacimiento espiritual en ellos, un pequeño pentecostés en su corazón, a
medida que se abren al Espíritu. La oleada pentecostal los llena de alegría al
ver al Señor. Y él dirá por segunda vez: La paz con vosotros. Reafirmémonos en
esa paz, en ese sosiego del alma, para que se convierta en alegría perpetua.
Será entonces cuando soplará sobre ellos el Espíritu Santo.
Ahora sí, sin miedo, con paz y alegría, están dispuestos a batallar para hacer
posible el plan de Dios en el mundo: su Iglesia. Él les da capacidad para poder
actuar en nombre de Dios.
El mal no puede vencer
Dios irrumpe en nuestra vida. Dios estalla en la Iglesia, en
el mundo, en la historia. Hablando con algunas personas, me decían: ¿Qué va a
ser del futuro, de la Iglesia, del mundo? ¿Qué será de nosotros? Yo decía que
ni el miedo, ni la enfermedad, ni el hambre ni la guerra pueden vencer a Jesús
resucitado. Aunque nuestra muerte sea física, biológica, no es el final de
nuestra historia. Por tanto, es inconcebible, teológicamente hablando, que el
mal venza al mundo, por muchas desgracias que haya. Eso sí, el mal hará daño y
va a generar terribles secuelas de sufrimiento, pero no va a vencer porque
Jesús ha resucitado y porque el Espíritu santo está aleteando sobre la Iglesia,
sobre la historia y sobre el mundo. El mal no puede doblegar al Señor del
universo. ¡Es imposible!
Que el miedo no nos impida ver que el sol está brillando
detrás de las nubes. Que sigue habiendo aliento, sigue habiendo vida, por
muchos virus que haya por ahí. ¡No! No digo que no tengamos que tomar medidas,
claro que sí, y hemos de obedecer a las autoridades, como decía san Pablo. Pero
no minimicemos la fuerza divina, la fuerza del amor, la fuerza de la vida. Detrás
de la pandemia, ha habido una explosión preciosa de generosidad y solidaridad.
¿Qué es eso sin la acción del Espíritu? No sería posible hacer tantas cosas
buenas sin esa experiencia del Espíritu Santo en el mundo. Tenemos, en el
fondo, a Dios dentro de nuestra vida.
El regalo del Espíritu Santo
Podemos decir que, hoy, esa ola pentecostal, que recibieron
los apóstoles hace dos mil años, llega hasta nosotros.
¿Y qué hace el Espíritu Santo? Nada más y nada menos que dar
a los apóstoles el vigor y la energía para que fueran capaces de extender el
reino no sólo por Europa, sino por todo el mundo. Doce apóstoles, limitados, un
grupito de personas. Si hoy estamos aquí
sentados, en este templo, celebrando Pentecostés, es porque esa energía potente
de Dios en sus vidas hizo posible que el Espíritu Santo atravesara la historia
y el mundo, hasta llegar aquí.
Él sigue estando presente, sigue siendo real. No fue solamente
un hito histórico. Estamos celebrando una realidad hermosa y trascendental que va
más allá del tiempo. Por eso hoy estamos aquí, porque los discípulos se dejaron
inspirar por este fuego y este ardor del Espíritu. Si no fuera así, no seríamos
Iglesia, estaríamos dispersos. La cristiandad no podría extenderse si el
Espíritu Santo no hubiera manifestado su presencia en el mundo.
Por eso hoy es nuestra fiesta, la fundación de la Iglesia, y
este es el regalo que Dios nos hace, además de regalarnos a su hijo
sacramentado. El Espíritu Santo es el amor puro de Dios. ¿Para qué? Para que
hagamos como los discípulos: recibid el Espíritu Santo. Lo hemos recibido en el
sacramento de la Confirmación. Está ya en nosotros, aleteando en nuestro
corazón. Por tanto, dejemos que actúe esa fuerza, esas cataratas de gracia que
nos regala hoy el Espíritu Santo.
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