Delante de San Ramón de Peñafort, donde fui llamado (agosto 2021) |
Llegué al santuario invitado por una amiga inquieta, que se
estaba planteando hacerse monja carmelita. La conocí a través de una amiga de
mi hermana Carmen. Vivíamos muy cerca de esta ermita, y ella me invitó a
conocer al sacerdote responsable de la pequeña comunidad, en el barrio de
Vilapicina de Barcelona. Me acerqué y expresé mi deseo de integrarme en el
grupo de jóvenes. Fue así como conocí al padre Agustín Viñas.
Llevaba el grupo de jóvenes una extraordinaria catequista,
llamada Conchita Nevado, de origen asturiano. Solíamos hacer excursiones,
colonias y campamentos, y me metí de lleno en la vida del santuario. Fue una
experiencia intensa que me ayudó a orientar mi vida cristiana durante la
adolescencia, despertando en mí enormes interrogantes sobre Dios y el sentido
de la vida. Tenía entonces dieciséis años y buscaba referentes y respuestas a todas
mis preguntas. Siendo de carácter tímido y discreto, supuso para mí un gran
esfuerzo por abrirme y compartir mi vida interior con otros jóvenes. Este
encuentro y aquel entusiasta sacerdote me abrieron todo un mundo de
experiencias. Aquellos momentos serían decisivos, pues empezaba a gestarse un
proyecto que cambiaría mi rumbo. Todo germinaba lentamente en mi corazón. Ante
las ansias de una búsqueda discreta comenzaba a iluminarse un nuevo horizonte.
Todo emergía en medio de una adolescencia llena de incertidumbre. También sentí
algo de miedo, porque empezaba a vislumbrar algo diferente que nunca pensé que
ocurriría.
Camino hacia Alella
Aquel primer domingo de agosto, el día 4, fiesta del santo
Cura de Ars, todo empezó a cobrar sentido, pese a mis temores. Le dije al
sacerdote que me gustaría hablar con él, tenía dudas, preguntas e inquietudes.
Ese día salimos los dos hacia Alella, un pueblo en el Maresme barcelonés.
Fuimos en una vespa de color azul intenso. Era domingo, el sol lucía en un
cielo luminoso y sus rayos caían con intensidad.
En Alella, después de desayunar con una familia amiga del
padre Viñas, estuvimos jugando al tenis. Él era delgado, fuerte y de largas
extremidades; con sus recias manos y brazos, golpeaba la pelota con fuerza. Yo
era un adolescente aún más delgado y era la primera vez que jugaba al tenis.
Como podéis suponer, no daba pie con bola.
Pero después estuvimos hablando, mientras paseábamos, y fue
un rato entrañable, donde pudimos tratar de muchas cosas.
Fuimos a comer a casa de otros amigos del padre Agustín, una
familia que formaba parte del grupo de matrimonios que él llevaba. Recuerdo que
hicieron una jugosa y rica paella que me sentó de maravilla después de pasar
una hora pegando a la pelota.
Era una familia amable y acogedora, y muy comprometida como
cristianos. En la extensa sobremesa, tuvimos una larga conversación sobre las
tareas pastorales del padre Agustín y la aportación que la familia cristiana
puede hacer a la vida de la fe en las comunidades. Era una auténtica delicia
oírlos, y yo estaba ávido por escuchar y aprender. En los dos años que llevaba
yendo al santuario sentía que iba creciendo cada vez más en el conocimiento de
mí mismo y de la realidad, y me iba abriendo a lo nuevo.
La llamada
El padre Viñas tenía que celebrar misa en San Ramon de Peñafort,
en Barcelona, a las 7 de la tarde. Así que regresamos en la vespa y llegamos a
la Rambla de Catalunya. La dejamos aparcada cerca y seguimos caminando hasta la
iglesia. Yo estaba contento: había sido un día intenso, bonito. Pero aún no
sabía que aquellas siete horas que había pasado con el padre Agustín cambiarían
radicalmente el rumbo de mi historia.
Antes de entrar en la parroquia, él me preguntó a qué aspiraba
yo en mi vida. E inmediatamente añadió: ¿Has pensado alguna vez ser sacerdote?
Yo le dije que deseaba ser un buen cristiano. Nos
despedimos, me dio un abrazo y entró en la iglesia.
Eran las siete de la tarde y me quedé solo, en medio de los
transeúntes que subían y bajaban por la Rambla. Recuerdo que un gran manto de
nubes oscuras cubrió el cielo y bajé hasta la Plaza de Catalunya, pensativo e
inquieto, con una mezcla de alegría y temor que me invadía. Claro que deseaba
ser un buen cristiano. Lo que nunca me había planteado era si quería ser cura.
Empezó a lloviznar, mientras algunos relámpagos iluminaban
el cielo oscurecido. Se avecinaba una tormenta de verano y un fuerte viento se
desató. También en mi interior tronaban las preguntas. Después de un día
soleado, que me había llenado de alegría, un huracán me sacudió por dentro.
Después de la tormenta
En mi familia no había tradición alguna de personas
religiosas o consagradas. Su fe era como la de muchos: cumplir lo justo. Eran
muy buenos, pero alejados de la piedad cristiana. Algunos, más bien críticos
con la Iglesia. En medio de la tormenta y en el anonimato de las gentes que
iban y venían, la gran cuestión vital se abría paso. Era una llamada, y me daba
pánico contestar, por las enormes implicaciones que esto suponía.
Absorto en mis pensamientos, cogí el metro hacia Virrey
Amat, para volver a mi casa, con mi familia, en la calle Greco.
Aquella tarde hizo tambalearse los cimientos de mi vida. Era
un joven que estaba descubriendo, en el santuario, la belleza del amor en la imagen
de aquel joven sacerdote, enamorado de su ministerio. Por la noche, descansando
en mi habitación, con una inesperada paz interior, le dije al Señor que sí. Me
abría a su plan de ser sacerdote. Ya no me importaban mis miedos. Dios me había
llamado, no podía decirle que no. Le pedí que me ayudara, que era un desastre
de adolescente, pero con él no temía nada. Estaba dispuesto a todo y a
mantenerme firme. Aquella noche, en la profundidad de mi alma, se hizo de día. De
madrugada, una calma invadió mi ser. Me sentía feliz porque Dios me llamaba a
una gran aventura, desconocida para mí. El 30 de agosto de aquel año cumpliría
dieciocho. Al día siguiente, mi vida ya era otra: Dios había logrado fascinarme
y estaba enamorado. Me sentía suyo, para siempre. Todo cambió aquel 4 de agosto
a las 7 de la tarde. El día 11, una semana después, fiesta de santa Clara, le
comunicaría mi respuesta al Padre Viñas. Y sería el 4 de octubre, día de san
Francisco de Asís, cuando inicié mi formación vocacional hacia el sacerdocio.
De esto han pasado 47 años. El 7 de marzo hizo 34 que me
ordené. Doy gracias a Dios por el don del sacerdocio y por todo lo que he
recibido a lo largo de mis años de ministerio, de tantas personas.
1 comentario:
Gracias por su precioso testimonio padre, que el Señor le bendiga y proteja en su vocación.
Un fuerte abrazo
Publicar un comentario