domingo, abril 21, 2024

Un salto hacia la luz


Llevamos dos años de adoración. Mes tras mes, ahondando y meditando en el profundo significado de tu presencia real en el pan sagrado.

Durante todos estos momentos hemos podido contemplarte en el misterio de la encarnación.

Hemos visto cómo tu divinidad se humaniza en un pequeño establo, en Belén. Hemos contemplado cómo la máxima belleza se manifiesta en lo pequeño y en lo sencillo.

Hemos comprendido que en lo pequeño y en lo humilde está la grandeza de un Dios que despliega toda su potencia amorosa en lo cotidiano de la historia. Creciste en una familia, con María y José, en un tiempo y un lugar, Nazaret. Los evangelios de la infancia revelan cómo María acogió el proyecto divino: ser madre de Dios.

También te hemos admirado en el niño que, con solo doce años, hablaba con los maestros de la Ley en el templo de Jerusalén. Ya a esa temprana edad tenías la certeza de que Dios era tu padre. La sabiduría divina iba calando en tu corazón, abierto a esa hermosa relación con Dios.

Hemos contemplado tu momento decisivo, cuando diste el paso vocacional en el desierto, ya adulto, luchando por mantenerte fiel a la voluntad del Padre, venciendo las tentaciones en el desierto. Allí tomaste plena conciencia de tu mesianidad y del inicio de tu misión. Emprendiste tu tarea de anunciar a Dios a todos los hombres, pese al rechazo progresivo de tu pueblo.

Hemos contemplado tu gloria en el monte Tabor, antes de emprender el camino hacia tu propia muerte.

Tu pasión empezó cuando te llevaron huyendo a Egipto, porque el malvado Herodes quería matarte. Le asustaba la fuerza del niño de Nazaret.

Otro momento cumbre de tu vida fue cuando, con absoluta libertad, decidiste asumir las consecuencias de tu entrega hasta el martirio.

La cruz se convirtió en el símbolo de tu docilidad extrema. Aceptaste el máximo dolor, la terrible soledad y un profundo sentimiento de abandono por parte de todos.

Solo ante la cruz, agonizaste, tu cuerpo desgarrado, maltrecho y llagado, casi sin poder respirar, atravesado por los clavos en la madera.

Pero tu historia no acabó en la cruz, ni con la muerte. En tu último grito, lanzado al cielo, la misericordia de Dios se derramó como una catarata de gracia.

Dios, tu padre, te levantó de la muerte y de la oscuridad. Tu gemido presagiaba una humanidad que renacería por tu gracia: el hombre nuevo rescatado por tu sangre derramada.

En la historia se produce un giro: un hombre, por primera vez, resucita. Este acontecimiento cambia la historia humana para siempre. La muerte ha sido superada, la vida eterna alborea.

De tu mano, Jesús resucitado, se nos abre un nuevo horizonte, el de un reencuentro contigo en la eternidad.

Sigues con nosotros

Pero no todo acaba aquí. Hemos contemplado cómo tú quisiste permanecer en la tierra un tiempo para ir devolviendo la esperanza a los tuyos. Frustrados y desorientados, los fuiste despertando. Con tus apariciones les abriste el entendimiento y el corazón para que pudieran reconocerte como su Maestro. Y ellos se llenaron de alegría.

Tus encuentros les permitieron seguir adelante con tu proyecto: crear una comunidad con ellos. En las hermosas escenas de los evangelios se vislumbra la emoción del encuentro con el Maestro y el amanecer de la futura Iglesia.

También hemos contemplado tu ascensión al cielo, para reunirte con tu Padre para siempre. Pero tu historia, Señor, no acaba aquí, sino en tu promesa: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.»

En tu nueva naturaleza estás aquí y ahora con nosotros, en el sagrario a través del pan.

Jesús, no te has ido lejos. Estás a nuestro lado, cumpliendo tu promesa. Tu historia sigue, en nosotros y en todos los bautizados que formamos la Iglesia. Esta es el sacramento de tu presencia.

Y de nuevo, hoy, nos convocas para seguir saboreando el misterio de tu presencia. La custodia luminosa es reflejo de un corazón que no para de latir jamás. Dicen que un corazón humano late millones de veces durante su vida. El tuyo, Jesús, no ha dejado de latir durante dos milenios.

¡No podemos imaginar la potencia de tu corazón sagrado! Miles de millones de latidos en un corazón concebido para amar siempre.

No puedes dejar de amarnos. Esta es la historia de un bebé que nació en Belén de Judea y vivió gran parte de su vida en Nazaret. Cada uno de nosotros es recreado por un hombre que murió en la cruz y resucitó un domingo. Este es el sentido último de nuestra vida: abrirse a una nueva dimensión, la trascendencia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Nos refugiamos y nos aferramos a esa gran promesa. Dios está con y entre nosotros cada día. Ésa es la alegría del cristiano.
Como embajadores suyos, nosotros los católicos estamos llamados a parecernos a Jesús cada día un poquito más, desde nuestra cotidianidad. Jesús, aumenta nuestra Fé!

Montse de Paz dijo...

Qué hermoso repaso a la vida de Jesús: cada momento que deja huella en nuestra vida. Es una historia eterna que estamos llamados a revivir en nosotros. ¡Gracias!