sábado, agosto 07, 2010

El brillo de la verdad

Este escrito quiere ser un sencillo homenaje al P. Juan María Ripoll, que falleció recientemente, y con el que me unía una amistad de casi diez años. Recordando su ímpetu incansable y su amor a la Verdad, he intentado componer una reseña de su persona, breve y seguramente incompleta, pero no por ello menos sincera y llena de estima.

Joan Mª Ripoll, el Pare Ripoll, como lo llamábamos todos en mi parroquia, supo aunar perfectamente su vocación de sacerdote claretiano y de maestro. Llegó un buen día, ofreciéndose para colaborar pastoralmente en aquello que fuera menester, y así es como lo he conocido en los últimos años de su sacerdocio, lleno de una gran riqueza espiritual. Además de la eucaristía, misterio central de su vida, dedicaba muchas horas de su tiempo a tres aspectos fundamentales.

El primero, era el confesionario, donde se convertía en dispensador del perdón de Dios, sacramento esencial para el cristiano. Sin experimentar la misericordia de Dios, poco sabríamos del significado del amor, me solía decir.

También se dedicó intensamente a elaborar unos opúsculos sobre cuestiones fundamentales de la fe cristiana y sobre temas de rabiosa actualidad. Su amor y fidelidad al magisterio de la Iglesia eran inmensos. No quería apartarse ni una sola coma de las verdades de la fe, y humildemente me pedía que los leyera y revisara antes de su edición. Era un sacerdote sabio y con muchos años. Cuánto hemos de aprender de su sencillez y su amor a la institución eclesial.

Finalmente, el Pare Ripoll era un hombre con una extraordinaria sensibilidad social. A pesar de su vejez, no escatimaba esfuerzos para ayudar a los inmigrantes en la búsqueda de trabajo. Pudo colocar a muchos de ellos. La caridad y la eucaristía eran para él las dos caras de una moneda. Dedicó mucho tiempo a socorrer, aconsejar y apoyar a numerosas personas arrojadas al arcén de la vida. Su edad no le impedía atender las necesidades de quienes buscaban ayuda y consuelo. Con su paso ligeramente torpe y ladeado, recorría kilómetros para dar respuesta y esperanza a personas que estaban sufriendo.

De temperamento fuerte y enérgico, vivía su vocación con una firmeza y rotundidad inusual. Jamás quiso jubilarse, ni quedarse parado. Pese a sus limitaciones físicas, nunca se rendía; fue un auténtico jabato de la fe. Quería que, ante todo, la verdad brillara como el sol.

Vivió poniendo en el centro de su vida a Cristo, la Iglesia, su comunidad, sus amigos sacerdotes y a María.

Su vida se apagó cuando yacía durmiendo en su aposento. Murió plácidamente, sin despedirse. Sus compañeros lo esperaban a desayunar y ya no bajó. Aquella mañana, franqueó la puerta del cielo, seguramente de la mano de la Santísima Virgen, que tanto veneraba. Sin ruido, suavemente, la noche del 30 de julio el Padre Ripoll dejó de respirar. Su corazón cesó de latir y murió solo, con la certeza que cada noche le acompañaba: Dios estaba con él. En sus oraciones le confiaba su sueño y su descanso. Ahora, reposa a su lado para siempre.

Hoy doy gracias a Dios por el don de su sacerdocio inmensamente rico. ¡Hasta siempre, Pare Ripoll! Ahora vivirás eternamente junto a Cristo, sacerdote eterno. ¡Hasta siempre!

domingo, agosto 01, 2010

Hacia un nuevo rumbo pastoral

Reflexiones al amanecer

En el claroscuro del amanecer del día 8 de julio mi sueño se interrumpe. Jóvenes sin rumbo vagando por la calle logran desvelarme con su griterío. Ellos se retiran, tras una noche en la que han malgastado sus energías, matando el descanso reparador de otros. Regresan a sus casas, agotados tras pasar la noche a la deriva; a esos hogares que quizás son gélidos y de donde huyen porque no encuentran en ellos amor o los valores referentes donde puedan ancorar sus vidas.

Inquieto por el súbito despertar, sentí una profunda pena. Con el corazón estremecido, pensé largamente en esos jóvenes que dilapidan sus días arrojando su preciosa vida a la basura. La luna se iba apagando en el cielo, tras haber iluminado suavemente la noche. ¿Qué luz podrá iluminar las tinieblas de aquellos corazones adolescentes?

Bajé a la capilla y permanecí un tiempo ante el sagrario, rezando por ellos, para que algún día tu claridad los alumbre y sepan descubrir la belleza del amor. Y a la vez te pedí que me ayudaras a descubrir en aquellos jóvenes el núcleo de su existencia. Que algún día ellos también descubran que el trabajo, los amigos, el amor, todo cuanto quieren, solo tiene sentido desde Ti.

Tras un rato de silencio, y sintiendo cercana la fresca presencia de la madrugada, ya sin ruido ni bullicio, salgo a caminar. Miro hacia atrás, alejándome de la parroquia, y de pronto fluye de mi corazón un torrente de recuerdos. Pero al mismo tiempo siento que debo dejar pasar ese sagrado lugar donde he vivido diecisiete años, ejerciendo mi ministerio sacerdotal. Miro el edificio de ladrillo, con su forma circular, su cúpula y su atrio delante. Gratitud y pena se entremezclan sin poder evitarlo. Me llena una sensación agridulce. Todo cuanto he vivido en esos muros, todo cuanto he recibido de tanta gente, sus caras, sus miradas, sus voces… ¡He aprendido tanto de ellos! Los laicos son una escuela para el sacerdote. Su trabajo, su generosidad, su entrega, hacen viva la Iglesia. Uno aprende a ser sacerdote con el pueblo de Dios, que nos recuerda cada día nuestra misión, que no es otra que invitarles a que se enamoren de Dios. San Pablo en mi vida ha significado un cambio profundo que me ha ayudado a introducirme más plenamente en la espiritualidad del sacerdote. Mi pasión por el ejercicio pastoral en medio de la comunidad me ha enseñado que sólo desde el servicio se puede acceder a la auténtica mística sacerdotal, porque unido a Dios y en comunión con los feligreses descubres que la única realidad que transforma a las personas es aceptar y amar a cada uno tal como es. Sólo así es posible hacer brotar lo mejor de cada cual. Y un raudal de sorpresas marca entonces el ritmo pastoral.

Si somos capaces de descubrir a Dios en los demás, nunca dudemos que seremos capaces de hacer Iglesia, aceptando a Cristo como el centro de nuestra comunidad y de toda acción pastoral.

He aprendido que no hay que tener miedo a los límites y a los defectos. Dios, a pesar de ellos y por encima de ellos, nos llama a trabajar con él. Lo que Dios quiere son corazones abiertos a su gracia, dispuestos a dejarse llevar por su Espíritu. Dios ha hecho cosas grandes en cada uno de nosotros…

Diecisiete años en San Pablo. Han sido una gran aventura. Camino hacia el mar, dejando atrás la parroquia, y siento que dentro de mí se está produciendo un parto. Dios me envía a otro lugar, a otra misión, a ejercer mi labor pastoral. Soy plenamente consciente de que todo se acaba aquí, en Badalona, y que ya en germen se alumbra una nueva etapa en Barcelona. Me voy acercando al mar.

En la playa, ante la inmensidad del agua calma, me siento sobrecogido mientras en el horizonte va emergiendo, mágicamente, un enorme y colorado sol. A medida que asciende sobre el mar, una eclosión de vida palpita en las aguas. La jornada amanece con todo su esplendor. ¡Cuánta belleza, y cuán bello es su Creador! Me siento pequeño.

Y recuerdo aquel episodio del evangelio, cuando Jesús se aparece a los suyos junto al lago de Tiberíades. Dios también alumbra nuestros corazones cada mañana, y va llenando de luz y calor la inmensidad de nuestro mar interior. El sol me hace sentir el inmenso amor del Padre hacia su criatura. Lleno de emoción, no dejo de darle las gracias por este nuevo día, en el que me comprometo a ser más santo con su ayuda.

Del sagrario del templo, donde Jesús permanece sacramentado, siempre esperándonos, he pasado al sagrario de Dios, el templo de la naturaleza. Siento sus caricias en los rayos del sol naciente y, como niño, me dejo mecer en su regazo, en este nuevo despertar.

Cuando regreso a la parroquia, vuelvo a la capilla y le doy las gracias de nuevo ante el sagrario. Ha sido un amanecer hermoso. Pasé de los gritos y el desvelo a la calma y a la confianza de saber que siempre estaré en sus manos. El Dios de Jesús supera la belleza del sol, porque, finalmente, en él podemos vislumbrar la luz de la eternidad.

El sol ya está alto y entra en los hogares; las familias se despiertan y las calles del Raval se llenan de vida.

domingo, julio 04, 2010

Hacia un ocio teológico

Entramos de lleno en verano. El acuciante sol que cae sobre nuestras latitudes revela el cambio estacional. El calor azota nuestros cuerpos, volvemos a un tiempo diferente, de días largos y noches cortas. Los rayos de luz que de buena mañana entran por nuestras puertas y ventanas nos avisan que un nuevo día comienza. Dios nos regala un nuevo amanecer para que sigamos surcando con intensidad el mar de nuestra vida, saboreando el hermoso regalo de existir. Cada mañana, insufla su soplo de amor sobre nosotros. Cada mañana nos ofrece una oportunidad nueva, especialmente cuando nos encontramos en situaciones complejas y difíciles. Llueva o luzca el sol; haga fresco o calor, incluso en medio de las tormentas que nos agitan, cada día tenemos la oportunidad de volver a Dios y de agradecer el regalo de la existencia.

¿Cómo agradecerlo? Con una vida llena de gratitud. Pase lo que pase, disgustos, sufrimientos, accidentes, sentimientos de rechazo o incluso la muerte de un ser querido, si estamos donde estamos es porque Dios lo ha querido y la experiencia en el mundo, por dolorosa que sea, siempre será una ocasión para crecer como persona y como cristiano.

Todos anhelamos dar un sentido trascendental a nuestra vida. Las dificultades, antes que alejarnos de Dios, deberían acercarnos más a su corazón entrañable. Nunca olvidemos que tras una noche oscura siempre amanece: esta es la esperanza cristiana. Estamos en manos de Dios y, como Padre, nunca nos dejará. Él nos ama infinitamente. Su amor es ardiente como un largo día de verano.

Este tiempo ha de ser para nosotros una etapa privilegiada para descansar y encontrar momentos de calma, a solas con Dios. La temporada estival nos permite disfrutar de más tiempo libre con amigos, familiares, viajando, visitando lugares, descansando. Nos liberamos de la presión del trabajo y entramos en otro ritmo, con el fin de descansar y encontrar paz y alegría junto a los seres amados. Ojalá sepamos dejar un hueco a Dios en nuestro ocio. Él también se alegra de compartir nuestros momentos de calma, sosiego y recreo. No olvidemos a Dios en nuestras alegrías y en nuestras fiestas. Tengamos tiempo para él. Su deseo es entrar en nuestros corazones y en el de toda la familia. Pasarlo bien no significa que no tengamos estos ratos de intimidad con él.

No olvidemos que Dios es la fuente de nuestra felicidad y que todo lo que somos, tenemos y hacemos es gracias a él, que desea una vida plena para su criatura. El silencio, la oración y la celebración han de marcar todo ocio cristiano. Dios ha de estar en el centro de nuestra vida, tanto en el trabajo como en vacaciones; en casa o cuando viajamos; siempre, hagamos lo que hagamos. Si lo invitamos, hará mucho más bellas y fecundas nuestras vacaciones.

domingo, junio 27, 2010

La parroquia, lugar de encuentro con Cristo

Más allá del edificio y la demarcación territorial, la parroquia siempre es un grupo de personas, bautizadas, creyentes, que quieren seguir a Cristo.

Una comunidad que ha de ser abierta y dinámica, que debe salir afuera, al barrio. No sólo debe hacerlo el cura, sino que toda la comunidad ha de evangelizar.

Por esto nuestro talante ha de ser festivo: estamos llamados a anunciar con alegría lo que vivimos adentro. Nuestro mejor modelo son las primeras comunidades cristianas. Nosotros somos sus sucesores.

Oración, eucaristía y unidad

Una comunidad que no se alimenta de Cristo, que no ora y que no está unida, difícilmente podrá evangelizar y ser un testimonio creíble de puertas afuera. La parroquia se sostiene por la eucaristía, por la capacidad de perdón, por la humildad. “Mirad cómo se aman”, decían las gentes cuando hablaban de los primeros cristianos. Amarse, potenciarse, confiar unos en otros, esto es auténtico testimonio.

La parroquia es el lugar de encuentro con Dios y los demás. Si emprendemos muchas actividades pero no tenemos claro que estamos en un espacio sagrado, lo que hagamos no tendrá el perfume de trascendencia que le da un sentido profundo a nuestra acción. Caeremos en la herejía del activismo. La cruz y la eucaristía son esenciales en nuestra vida. Sin ellas no es posible una buena pastoral social; haremos muchas cosas, pero no serán un verdadero testimonio.

La acogida

La acogida es fundamental en la parroquia. Hemos de acoger a todo el mundo, sea como sea y venga de donde venga, incluso al agnóstico, al ateo o al que profesa otra fe. En el horizonte evangelizador tenemos una cultura alejada de Dios y ése es nuestro reto: comunicar el evangelio en medio del mundo.

La misión del sacerdote

El sacerdote aglutina la comunidad; una parroquia no tiene sentido sin su presencia. Y regir una comunidad humana es muy complejo, pues se dan muchas diferencias entre las personas, y a veces conflictos. Se requiere una enorme caridad y aceptación del rebaño que Dios ha dado a cada pastor. Ni el párroco elige a sus feligreses ni éstos lo eligen a él. Por eso es necesario mucho amor, comprensión, paciencia unos con otros.

El sacerdote tiene una triple misión: enseñar, gobernar y santificar.

La primera, instruir, consiste en predicar, formar y hacer llegar a la gente la palabra de Dios, así como tratar de los temas que afectan nuestro mundo actual a la luz del magisterio de la Iglesia.

Santificar. El único santo es Dios. Allí donde esté, el sacerdote ha de santificar la vida de la gente, llevándola cerca de Dios, haciéndola más caritativa, comprensiva, valiente. El sacerdote ha de despertar el amor a Dios.

Gobernar no debe entenderse como el gobierno de los políticos. Más bien se trata de un pastoreo —en hebreo, la palabra rey se identifica con “pastor”—. Es cierto que un rector se ocupa de organizar, gestionar y dirigir las actividades pastorales. Pero, sin excluir la parte administrativa, gobierna como el buen pastor, con un talante de guía, de apoyo, orientador, para sacar lo mejor que tiene la gente y acercarla a Dios. Tenemos a Dios mismo dentro, ¡lo tomamos!

Una comunidad eclesial

La parroquia es una parcela de la Iglesia universal. Más allá de las fronteras de nuestro barrio podemos acoger a gente de otros lugares, movimientos y comunidades. Hemos de saber asimilar la realidad social del entorno; la parroquia debe tener una activa participación ciudadana y abrirse a otras realidades eclesiales. No olvidemos que formamos parte de una Iglesia mucho más amplia, distribuida en diócesis, arciprestazgos y parroquias por todo el mundo.

Vivero de vocaciones

Es en las parroquias donde deben surgir y crecer las vocaciones: tanto al matrimonio como a la vida consagrada, a la militancia cristiana y al sacerdocio. La Iglesia se nutre de las parroquias: ellas son la cuna de las vocaciones. Recemos y trabajemos por ellas.

Pregoneros de Cristo

Los sacerdotes podemos caer en la trampa sutil de pregonarnos a nosotros mismos o hacernos eco de ideas bonitas. Pero el sacerdote, en realidad, es representante de Cristo. Representa al que está, no ausente, sino vivo y presente. Por eso no ha de caer en la autosuficiencia. Cuando está celebrando, es Cristo quien actúa en él. Esto para los cristianos es importante: liberémonos de prejuicios y entendamos que la mediación eclesial, la intervención de los sacerdotes y la práctica de los sacramentos son importantes.

No dejemos de comunicar ni de salir fuera de los muros del templo. Recordemos que tenemos lo mejor que podemos dar, el tesoro más grande: Jesús.

domingo, junio 20, 2010

El sagrado corazón de Jesús, el corazón de Dios

Podríamos empezar diciendo que Jesús es el corazón de Dios. El que es motor de nuestra existencia pone a Jesús, su Hijo, dentro de su mismo corazón. Decimos que los padres se parecen a sus hijos, y es verdad. Pero, en el caso de Jesús, vamos más allá: Jesús habita en el mismo corazón de Dios. Como hombre, encarna el amor de Dios dando su vida a manos llenas.

¿Qué celebramos en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús? Celebramos que Jesús está tan unido a Dios que llega a formar parte de sus mismas entrañas. Ama a ese Dios al que llamará Abba —papá— y lo ama no sólo con su mente, sino con todo su ser. Toda su persona, su vida, su rostro sagrado es santo. El corazón de Jesús es el latido del amor de Dios hacia su criatura.

Leemos en el evangelio de san Juan que un letrado le pregunta a Jesús: “¿Cuál es el mandamiento principal entre todos?” Y Jesús contesta: “El primero es este: escucha Israel, el Señor tu Dios es el único Señor, y lo amarás con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu ser”.

Cuando decimos “amar a Dios con todo el corazón” estamos añadiendo al amor pasión, vigor, fuerza. Estamos introduciendo un elemento antropológico de primer calibre. En nuestra cultura, el corazón expresa lo más íntimo, lo más profundo, lo más bello de la persona.

En un plano físico, el corazón es el órgano vital de la persona. Con su latido, bombea la sangre que alimenta y oxigena el resto de los órganos y tejidos del cuerpo. En el plano psicológico, el corazón juega un papel esencial a la hora de expresar los sentimientos y el amor.

En la Iglesia, Cristo es el corazón de Dios que late y bombea su sangre derramada por amor, llevando su gracia a todos los fieles y a las diferentes comunidades que se esparcen por el mundo. El corazón de Jesús late fuerte porque el amor que lo mueve es intenso. Por eso es sagrado: porque ama y entrega su vida hasta morir.

El corazón de Jesús nos recuerda que hemos de amar más allá de nuestro intelecto. La experiencia del amor pasa por el corazón. Santo Tomás de Aquino, una vez terminó la Summa Theologica, experimentó una vivencia mística durante la eucaristía. Fue tan fuerte que comprendió que todo su esfuerzo intelectual, vertido en sus libros, era nada al lado del misterio de amor encerrado en la sagrada hostia.

Y es que en la teología cristiana y en la tradición hebrea, el cuerpo tiene un lugar importantísimo. El Hijo de Dios encarnado se hace cuerpo, con un corazón de carne y sangre. Dios quiso que su amor se manifestara a través de un hombre llamado Jesús de Nazaret.

El día del Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Padre clausuró el Año Sacerdotal, proponiendo como ejemplo al santo cura de Ars. En la clausura participaron más de 14 000 presbíteros de todo el mundo; fue un hermoso evento para cerrar este Año Sacerdotal. El sacerdote, unido a Cristo en su labor pastoral, debe rezar, celebrar, vivir y amar palpitando con su mismo corazón. Sólo así, como el santo cura de Ars, hará fecunda su labor ministerial.

Dios ha tenido la osadía de contar con los sacerdotes, aún sabiendo que somos vasijas de barro, humanos y con limitaciones, pero con un deseo fervoroso dentro. El sacerdocio es un inmenso regalo de Dios. Ojalá sepamos ejercerlo con pasión desde la unidad en caridad hacia los demás. De esta manera, nuestro corazón latirá al unísono con el corazón sagrado de Cristo.

11 junio 2010

domingo, junio 06, 2010

Corpus Christi, una vida entregada sin límites

Desde el arciprestazgo de Badalona Sud Sant Adrià las parroquias y los movimientos que conforman el consejo arciprestal de los laicos han elaborado un manifiesto de carácter testimonial sobre nuestro posicionamiento ante la crisis. Tema que se nos propone dentro del nuevo trienio pastoral de la diócesis de Barcelona.

Dicho manifiesto recoge fundamentalmente la incansable labor de las Cáritas parroquiales, de los movimientos y de las entidades solidarias vinculadas a las parroquias, con un ideario cristiano. Hablamos de estadísticas y números que revelan que desde Cáritas arciprestal se realiza un trabajo tenaz como respuesta eficaz contra la crisis. Además se establecen una serie de compromisos, como actitudes básicas para hacer frente a la crisis.

Siendo este manifiesto un reflejo de un sincero esfuerzo y de una innegable voluntad de vivir coherentemente nuestra vida cristiana, yo quisiera apostillar algunos aspectos.

Hoy celebramos el Corpus Christi, fiesta litúrgica del cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos el gesto sublime de amor de Jesús, que pasa por entregarse, dando su cuerpo y derramando su sangre, en rescate de nuestra vida. Esta festividad tiene que ver con la forma de amar de Jesús: un amor que es caridad, entrega generosa, sin límites, hasta dar la vida sin esperar nada a cambio. Es evidente que el amor ha de tener una fuerte proyección social y de compromiso por los más desvalidos. Pero no podemos limitarnos a darle un sentido socio político al amor, ya que lo específico del cristiano es el anuncio de la buena nueva de Jesús. Es decir, la revelación de un Dios Padre que es puro amor.

Se han hecho muchas lecturas de la crisis en sus diferentes vertientes: desde una óptica política, financiera, económica, empresarial, cultural y social. Y aunque es verdad que estos factores han contribuido en mayor o menor grado, y entiendo que los gobiernos tomen medidas, que pueden ser más o menos acertadas, me pregunto qué tenemos que hacer los cristianos y las instituciones vinculadas a la Iglesia.

El riesgo totalmente justificado ante la gravedad de la crisis es lanzarse a hacer, hacer y hacer. ¿No estaremos cayendo en el pelagianismo? Dicho de otra manera, ¿no habremos caído en un hiperactivismo que puede esconder un cierto orgullo espiritual ante la incapacidad de hacer más silencio en nuestras vidas? Porque es mucho más duro enfrentarse a uno mismo que buscar culpables afuera. Y es que haciendo y haciendo podemos incluso perder nuestro norte y el sentido último de nuestra esencia cristiana. Quizás nos dé miedo estar a solas con Dios. ¿No podemos haber caído en un activismo pastoral para alardear de que hacemos muchas cosas por los demás? Y no caemos en la cuenta de que lo esencial no es hacer, sino dejar que Dios, con su infinito amor, nos vaya haciendo por dentro cada vez más cristianos.

María no hizo muchas cosas. Tan sólo se dejó amar, convirtiendo su corazón en un hogar para Dios. Cuántos religiosos no han hecho muchas cosas, desde un punto de vista pastoral, pero ¡cuánto han rezado! ¡Cuánto bien han hecho sus oraciones, y qué huella tan profunda han dejado! ¿No creemos que la oración puede cambiar el mundo?

Por eso tenemos que “hacer muchas cosas”. ¿Dónde están la gracia de Dios y su don? ¿Y si la respuesta ante la crisis es no hacer más, sino hacer menos, y en cambio rezar más?

Quizás no hemos de hacer más cosas, sino hacer mejor lo que ya estamos haciendo, y creer más en la Providencia e intentar, no cambiar el mundo y la sociedad, sino cambiar nuestro propio mundo interior y nuestras relaciones con los demás, partiendo de un profundo abandono en manos de Dios.

He leído el manifiesto, sincero y lleno de coraje. Pero he notado la falta, más allá de un cierto voluntarismo, de algunas palabras. No aparece la palabra silencio. Tampoco aparecen el amor, la confianza, la esperanza, la espiritualidad.

Se ha repetido la palabra crisis hasta la saciedad. Y hemos caído en la trampa de ideologizarla, haciendo una lectura sociopolítica y económica que acaba siendo un discurso político. Cuidado con politizar la palabra crisis. En clave cristiana, el origen de la crisis está en el propio corazón humano, en aquello que cree o no cree; en aquello que configura sus valores.

Para un cristiano, el origen de todo valor es Cristo resucitado. ¿No lo habremos dejado olvidado, yaciendo en el sepulcro del sábado santo? ¿Y si el origen de la crisis es haber dejado que se apague el fuego del amor de Dios? ¿Y si nos han anestesiado y nos han convertido en clones de un proyecto de ingeniería social, apartando de nosotros toda dimensión trascendente?

Nos quieren convertir en una sociedad atomizada y manipulada, donde cada persona es una isla, a la que no le importa nada del otro. Una masa de personas solas, solitarias e insolidarias, cerradas en su propio egoísmo.

La salida de la crisis tal vez comience por abrirnos al misterio del amor de Dios en Jesús, que se hace hombre y cuerpo sacramentado para que podamos comerlo. Si nos falla el significado de la mística eucarística, si no centramos nuestra vida en Dios, si no tenemos tiempo para Él en la oración, difícilmente podremos contribuir a salir de la crisis.

Dios, Cristo, la Iglesia, los sacramentos: este es el camino. La oración y la caridad son los pilares. Si tenemos esto claro, dejaremos actuar a Dios y veremos la luz, porque Él solo desea la felicidad de su criatura.

sábado, abril 03, 2010

Una hora contigo

He venido esta noche aquí para velar contigo en los momentos en que vas a consumar tu entrega a los hombres.

Jesús, horas antes del inicio de tu Pasión, tu corazón palpita intensamente. Tu amor al Padre pasa por un gesto lleno de libertad. La entrega de tu vida por amor es liberación y redención para todos. Estás dispuesto a morir para que la humanidad se salve. Esta valiente decisión de cumplir la voluntad del Padre y darlo todo hasta la muerte es el camino necesario para la resurrección.

De tu pasión, muerte y resurrección, te haces presente en el Sacramento de la Eucaristía, regalo que nos haces porque siempre quisiste estar en nuestras vidas.

Hoy, en esta noche, estoy aquí para responder con gratitud a tanto derroche de amor.

Estoy aquí para adorarte, venerarte y alabarte. Quiero aprender poco a poco a ir configurando mi vida con la tuya, es decir, a sentir, hacer, vivir como tú viviste y como tú amaste, aunque esto suponga también pasar por un largo vía crucis. Sé que es un precio a pagar por amor a ti.

Hoy, esta noche, quiero mirar desde tu mirada; abandonarme desde tu abandono, sufrir desde tu sufrimiento, hacer silencio desde tu silencio, perdonar desde tu perdón, ser libre desde tu libertad y amar desde tu amor.

domingo, marzo 21, 2010

Los orígenes del Vía Crucis

Es costumbre en este tiempo fuerte litúrgico asistir a charlas cuaresmales con el deseo de ahondar en el significado de la conversión. Un tema fundamental que se sugiere es el sufrimiento en el mundo. Los cristianos no podemos permanecer pasivos ante la tragedia y el dolor que padecen muchas personas por diferentes causas. A muchos les llevan a una profunda desolación. Los cristianos hemos de responder con urgencia a estas cuestiones tan vitales en el ser humano. Por ello, la Iglesia nos invita a celebrar y meditar el Vía Crucis, el dolor de Cristo camino hacia la cruz.

Para los cristianos, la experiencia dolorosa de Jesús en su pasión expresa su solidaridad con el dolor de la humanidad. El Vía Crucis, con un profundo contenido plástico y teológico, narra los momentos cumbre de Jesús en su itinerario hacia la cruz. Su actitud frente al dolor es un revulsivo que interpela al pueblo de Dios.

El origen del Vía Crucis

La costumbre de rezar las estaciones de la cruz posiblemente empezó en Jerusalén, en ciertos lugares de la Vía Dolorosa que fueron reverentemente marcados desde los primeros siglos del Cristianismo. Seguir las estaciones de la cruz se convirtió en la meta de muchos peregrinos a partir de la época del emperador Constantino, en el siglo IV.

Según la tradición, la Virgen María recorría cada día estos pasos. San Jerónimo nos habla de multitudes de peregrinos de muchos países que visitaban los lugares santos en su tiempo.

Desde el siglo XII los peregrinos escriben sobre la Vía Sacra una ruta, recordando los momentos de la pasión de Jesús.

Probablemente fueron los Franciscanos los primeros en establecer el Vía Crucis. En 1342 se les concedió la custodia de los lugares más preciados de Tierra Santa.

Muchos peregrinos no podían ir a Tierra Santa, por las distancias y las difíciles comunicaciones. Así creció la necesidad de representar esta Vía Sacra en otros lugares más asequibles. En diversos lugares de Europa se hicieron representaciones de los más importantes santuarios de Jerusalén.

El peregrino inglés Guillermo Wey, en la narración de sus viajes a Tierra Santa habla del Vía Crucis y da a conocer el uso de la palabra estaciones. Él visitó Jerusalén en los años 1458 y 1462.

Más tarde, ante la dificultad creciente de peregrinar a Tierra Santa por hallarse ésta bajo el dominio musulmán, la devoción al Vía Crucis se difundió por toda Europa. Las estaciones, tal como las conocemos hoy, fueron establecidas en el libro Jerusalem Sicut Christy Tempore Floruit, escrito por un tal Adrichomius en 1584. En este libro, el Vía Crucis tiene doce estaciones, que corresponden exactamente a nuestras primeras doce.

En 1686, el Papa Inocencio XI concedió a los Franciscanos el derecho de erigir estaciones en sus iglesias y declaró que todas las indulgencias anteriormente adquiridas por los devotos al visitar los lugares de la pasión del Señor, en Tierra Santa, las podrían ganar los Franciscanos y los afiliados a su orden haciendo las estaciones de la cruz en sus propias Iglesias. Benedicto XIII extendió más tarde estas indulgencias a todos los fieles.

Y por fin, Benedicto XIV, en 1742, exhortó a todos los sacerdotes a enriquecer sus templos con el rico tesoro de las estaciones de la cruz. De esta manera, hoy se pueden rezar y meditar en todas las iglesias del mundo los Santos Misterios de la Pasión de Cristo o el Vía Crucis, tal como le llamamos hoy.

domingo, marzo 14, 2010

El ayuno que Dios quiere

Ayunar: del ensimismamiento a la apertura hacia el otro

En este tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos recuerda la necesidad de ayunar. Una cuestión importante que tenemos que meditar los cristianos es el valor del ayuno.

El ayuno tiene que ver con el dominio de sí mismo, con el esfuerzo, con el sacrificio. La Iglesia lo considera fundamental para irnos preparando mejor en este itinerario cuaresmal hacia la Pascua. Es verdad que nuestra sociedad cada vez le da menos importancia, puede parecer un tema menor. Pero no deja de tener unas enormes consecuencias humanas y espirituales para los cristianos.

La sobriedad ha de formar parte de nuestra manera de ser. La templanza, la discreción, la prudencia, el control de sí mismo, el sacrificio, revelan nuestra adhesión a un estilo de vida eminentemente cristiano.

La gula, el derroche, la frivolidad, el consumismo exacerbado, estas actitudes revelan que estamos imbuidos de nosotros mismos. Esta forma narcisista de ser nos aleja de los demás. En el fondo hemos caído en el tópico popular: a vivir bien que solo son dos días. Estamos volcados a lo efímero, a lo inmediato, es decir, al aquí, ya y ahora. Solo importa el presente, no nos debe preocupar mirar hacia el futuro ni a los demás. El horizonte de quienes viven así se agota en ellos mismos, les faltan perspectivas. No saben mirar más allá de su propia realidad y se empobrecen radicalmente. Ni los demás ni Dios les importan. Son rehenes de ellos mismos. La falta de valores les impide ver lo que es esencial en sus vidas.

¿Por qué ayunar?

La Iglesia es muy sabia, sabe muy bien lo que nos conviene y lo que es bueno para nosotros. Todo lo que mejore nuestra vida espiritual armonizará y equilibrará nuestro interior. La palabra ayunar, haciendo una lectura más extensa, va más allá del puro esfuerzo para controlar la gula o el apetito bulímico. La Iglesia le ha dado un sentido más amplio, pedagógico y espiritual. El esfuerzo, el sacrificio, la renuncia, el dominio de los instintos de animalidad, especialmente en el comer, son solo un aspecto del ayuno. La Iglesia recoge la tradición bíblica y su magisterio para darle un significado teológico, espiritual y social. No cae en el reduccionismo de la ingesta de los alimentos.

El ayuno, como lo entiende la Iglesia, tiene que ver con un cambio profundo de conducta que nos lleve a ser más solidarios con los pobres, pero sobre todo es una conversión que cambia radicalmente nuestra vida. Solo así practicaremos el ayuno que Dios quiere.

El profeta Isaías describe muy bien el significado bíblico del ayuno. Le da un sentido ético y social.

Dice el profeta: «¿Para qué ayunar, si no haces caso?, ¿mortificarnos, si tú no te fijas? Mirad: el día de ayuno buscáis vuestro interés y apremiáis a vuestros servidores. Mirad: ayunáis entre riñas y disputas, dando puñetazos sin piedad. No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces.» Y continúa diciendo: «El ayuno que Yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: "Aquí estoy."» (Isaías 58, 1-9a)

De Isaías se desprende que ayunar es acompañar al que sufre, compartir con el que no tiene, solidarizarnos con los más necesitados, estar al servicio de los más débiles. Ayunar es transformar en gestos de caridad nuestras obras, es decir, hacer obras de misericordia. Ayunar es sacar fuera toda la bondad que llevamos dentro. Y esto sanará nuestra vida, en cuerpo y alma.

domingo, marzo 07, 2010

La oración: diálogo de tú a tú con Dios -2-

La eficacia de la oración

La oración nos ha de llevar a una actitud reflexiva y contemplativa ante la realidad que nos rodea. Todo lo que hagamos y vivamos ha de estar impregnado por la contemplación. De esta manera, nuestra vida quedará bañada por la mirada fecunda de Dios.

Hemos de aprender a mirar, a actuar, respirar, vivir y amar desde Dios. Solo así nuestra vida cristiana será coherente. Hacerlo todo desde Él, con Él y para Él nos hará identificarnos más plenamente con Cristo, maestro de la oración que nos lleva al Padre.

Vivir la oración tiene profundas consecuencias. Nos daremos cuenta que Dios está en el eje de nuestra existencia. Todo gira entorno a Él. Esto supone decir un no rotundo a la frivolidad, no a la apatía, no a la crítica constante, no a utilizar a las personas; no al rencor, a la desconfianza, a la falsa humildad, no a la maldad, no a la falsedad, al orgullo, a la ambigüedad, no a manipular situaciones, no a la mentira, a la difamación, a la vanagloria, a la venganza, al recelo, a la petulancia. Es decir: no a todo aquello que nos quita vida interior, a todo cuanto nos aleja de los demás y de Dios.

Hemos de aprender a estar delante de Dios, desnudos con nuestras miserias, aceptarlas y dejar que Él nos vaya envolviendo en su misericordia, en su amor y su perdón. Nuestra pureza ante Dios es una condición necesaria para hacer más fecunda nuestra oración.

Jesús nos enseña con su ejemplo que en Él no hay ninguna grieta entre lo que dice y vive. Esta actitud equilibrada forma parte de su profunda coherencia. La valentía y la autenticidad nos llevan a la felicidad y a la unión con Él.

Una vez abandonados totalmente en Él, en esa osmosis que hemos dicho anteriormente, se produce un profundo cambio de actitud que favorece nuestra amistad con Dios. Del hacer cosas incorrectas, pasamos a hacer cosas buenas que engrandecen y ennoblecen nuestra alma, como decir que sí a la vida, a la verdad, a la humildad, a la justicia, a la libertad, al perdón, a la misericordia, en definitiva, al amor. Solo así podremos decir que hemos entrado en la órbita de Dios; comenzamos a formar parte de Él.

domingo, febrero 28, 2010

La oración: diálogo de tú a tú con Dios -1-

La oración es vital para nuestro crecimiento espiritual. Sin el diálogo íntimo de tú a tú con Dios nuestra relación con Él se debilita y se empobrece. Rezar es respirar al unísono con Dios y establecer una ósmosis entre mi yo y su Yo.

De la misma manera que las plantas, animales y el hombre necesitamos respirar, si no moriríamos, lo mismo pasa en el plano espiritual. Sin el oxígeno de Dios muere el alma. Ese oxígeno es el Espíritu Santo. En la oración buscamos nuestra unión con Él, que es fuente de nuestra vida y de la felicidad. Pero para ello es necesario crear un espacio vital y un tiempo adecuado para crear un clima propicio que haga fecundo nuestro contacto con Dios.

Deshacernos de los ruidos internos

Una condición necesaria para establecer una comunicación fluida con Dios es apartar de nosotros todo aquello que dificulta nuestra relación con Él, nuestros ruidos internos y también los externos. La paz y la confianza son necesarias para abandonarnos en sus manos. Los ruidos de las preocupaciones, las angustias, los recelos, nuestras desconfianzas, todo aquello que nos inquieta puede interponerse en este diálogo. Tenemos que eliminar de nosotros los ruidos que nos dificultan oír la voz susurrante de Dios.

Ponerse en manos de Dios supone priorizar lo que es esencial en nuestra vida, confiando plenamente en Él. Solo así descubriremos la importancia de nuestra identidad cristiana, así como la vocación y la misión a la que hemos sido llamados. Dios se ha de convertir para nosotros en motor de nuestra existencia. Somos llamados a ser testimonios de su amor infinito a los hombres.

Dios nos mueve a ir hacia él, esto lo llevamos en nuestros genes espirituales. La búsqueda de la verdad nos lleva a sintonizar plenamente con Él. Dios se convierte en nuestro apoyo y en nuestra fuerza.

Dejar que Dios hable en nosotros

Cuando entramos en la intimidad con Dios, vivimos su cálida proximidad en un diálogo espontáneo, como entre dos amigos. Él es alguien totalmente vinculado a nuestra existencia. Su cercanía nos hace sentir que estamos vivos. Nuestra actitud ante el Padre debería ser dejar que nos hable y aprender a callar y a escuchar.

Estar a solas con Dios no es un monólogo frío y racional sino un acto de libertad y confianza que ha de impregnar toda nuestra vida: lo que hablamos, lo que somos y lo que vivimos. Pero para que la oración sea fecunda y eficaz lo más importante, más allá de lo que podamos decir o recitar de memoria, es lo que Él nos puede llegar a decir. Escuchar en silencio a Dios permite que sus palabras penetren con toda su fuerza en lo más hondo de nuestro corazón. Dios es paciente y sabe esperar y escucharnos. Su voz es suave. En el silencio y el abandono descubriremos lo que realmente es importante en nuestra vida. Él quiere siempre lo mejor para nosotros.

domingo, enero 31, 2010

Llamados a vivir la unidad

Acabamos de celebrar el octavario para la unidad de los cristianos. La lectura que leímos el domingo pasado de san Pablo a los Corintios es profundamente sugerente y pedagógica desde un punto de vista pastoral. Pablo utiliza la imagen de los miembros de un cuerpo, que son muchos pero que forman un solo cuerpo. Es una afirmación teológica de la unidad. San Pablo deseaba que los miembros de las diferentes comunidades que iba formando fueran una sola familia, bien trabada.

En el evangelio de San Juan Jesús hace una petición al Padre: “Te pido, Padre, para que todos sean uno” Estas palabras de Jesús han de resonar con más fuerza que nunca en el corazón de la Iglesia, es decir en el corazón de las diferentes comunidades cristianas. En la medida en que las hagamos nuestras, más viva estará la Iglesia. Su vitalidad y su fuerza serán manifestación de la presencia real de Cristo, que nos ayudará a testimoniar con más autenticidad nuestra fe.

Todos los cristianos, por nuestra condición de bautizados, formamos un solo cuerpo: unidos a Cristo formamos la Iglesia. La plenitud de la unidad es la comunión. La Iglesia sin Cristo no tiene ningún sentido y sin Él nada puede hacer, porque el mismo Cristo es el sacramento de la Iglesia.

La mayoría de las personas deseamos que haya unidad entre las familias, entre los vecinos y en aquellos ámbitos sociales en los que participamos. Si en el plano natural vemos la necesidad de estar unidos para vivir unas relaciones humanas plenas, ¡cómo no en el campo de la espiritualidad! Todos los cristianos estamos llamados a vivir la unidad, no podemos vivir nuestra fe solos.

¿En qué se fundamenta la unidad?

La unidad es un don que se alcanza más allá de todo esfuerzo humano. Para ello necesitamos rezar con insistencia a Dios pidiéndole este don y la capacidad de asumir las diferencias de cada uno de los que forman la comunidad.

Para conseguir la unidad necesitamos, por un lado, intensificar nuestra relación íntima con Dios Padre, nivel necesario para progresar en el deseo de la comunión. Jesús tenía una estrecha comunión con Dios Padre.

En segundo lugar, es importante la práctica de la vida sacramental como eje de nuestra relación con Cristo, vivida con los demás desde nuestra adhesión plena a la Iglesia.

Finalmente, el ejercicio de la caridad es constitutivo del talante genuino del cristiano.

En la medida que sepamos vivir estos tres niveles nos estaremos preparando para vivir plenamente nuestra comunión con Dios Padre, con Jesús hijo, y con el Espíritu Santo, es decir con la Trinidad.

En la Iglesia todos somos iguales pero con funciones diferentes. No se entendería la comunidad eclesial sin el presbítero pero tampoco sin los fieles. Ambos conforman la única Iglesia de Cristo. El sacerdote, en función de su ministerio, ejerce la labor de presidir la comunidad y de estar al servicio de ella, se convierte en pastor de su rebaño. Sin el presbítero no puede haber comunidad, él tiene la responsabilidad de ayudar a potenciar los carismas de los diferentes miembros, tiene la misión de unir a la comunidad para que forme el cuerpo místico de Cristo.

Los laicos, en función de sus carismas, contribuyen a hacer más cristiana la sociedad en sus diferentes ámbitos y a enriquecer a la vez la propia vida dentro de la Iglesia.

La Iglesia, cuerpo unido

Hemos de tener presente que no estamos solos en este mundo, formamos parte de la gran familia de Dios que nos une a todos. De la misma forma que pertenecmos a una familia humana concreta, también somos parte de la familia de los hijos de Dios. El bautismo nos identifica como cristianos, por este motivo es inherente estar en comunión con los hermanos, en casa y en la comunidad.

Jesús es la cabeza, nosotros somos los miembros del cuerpo, cada uno con sus carismas y funciones, pero todos necesarios.

Es importante asumir las diferencias de cada uno. Nuestra unión se fundamenta en la potenciación de los dones de todas aquellas personas que tenemos a nuestro lado. Hemos de alegrarnos de los talentos que Dios da a cada cual. El diálogo y el respeto mutuo nos pueden ayudar a conseguir esta unidad.

La Iglesia tiene el reto de potenciar los carismas de cada cristiano. Todos tenemos capacidades, es necesario descubrirlas y ofrecerlas a los demás. No las escogemos nosotros; Dios nos las ha dado para que las hagamos fructificar y para ponerlas al servicio de los demás.

¿Cómo conseguir esta unidad que Jesús nos pide?

Para conseguir la unidad es necesario:

—La conversión: proceso interior de cambio para mejorar nuestra vida con Dios y con los demás.
—Saber escuchar.
—Capacidad de discernimiento. Descubrir aquello que el otro nos quiere decir con sus palabras.
—La unidad se fragua en la humildad, en la aceptación del otro y de sus carismas.
—El amor: amar incondicionalmente a modo de Dios
—La libertad: necesaria para desarrollar los mejores dones que Dios nos ha dado.

Además, para que haya una profunda comunión, es necesario el oxígeno del Espíritu Santo. Hemos de abrirnos a su aliento y dejar que corra por nuestro cuerpo. Regados por la gracia de Dios y animados por la fuerza del Espíritu Santo seremos capaces de conseguir la unidad verdadera.

Conversión, amor y humildad llevan a la unidad.

La comunión acaba en la amistad entre las personas.

La plena comunión nos llevará a la alegría verdadera.

domingo, octubre 25, 2009

El Pan de San Pablo

Tras varios encuentros que hemos celebrado en la parroquia para tratar el tema propuesto por la diócesis dentro del plan pastoral en este curso: “Solidaridad ante la crisis”, hemos decidido lanzar una campaña de recogida de alimentos con el título “El Pan de San Pablo”.

El motivo de esta campaña es responder a las necesidades de diversas familias del entorno que se ven con dificultades para subsistir. La ayuda alimentaria suavizará su situación y permitirá que su precaria economía les llegue para mantener la vivienda y otros gastos.

¿Por qué “El Pan de San Pablo”? Evocamos con esta frase la necesidad de alimento, tanto físico como espiritual. Como dice el Papa en su encíclica, no podemos limitar nuestra acción a la mera dimensión social. Detrás del gesto de donar comida hay un compromiso evangelizador. Cuando damos pan damos también vida, aliento y esperanza.

El evangelio de hoy, que nos relata la historia del ciego Bartimeo, nos llama a ayudar a la gente que vive en el arcén de la sociedad para levantarla y animarla a ponerse en pie y a encontrar un sentido a su vida. El paro es una lacra que lanza al abismo a muchas familias. La Iglesia ha de responder, arrojando luz a los corazones de las personas.

¿En qué consiste la campaña? Cada primer domingo de mes, en la misa de 12, se instalará un carro junto a la entrada del templo donde la gente que desee podrá dejar su aportación. También aceptaremos donativos en metálico para comprar comida. Algunos feligreses se han ofrecido para recoger alimentos de sus vecinos y de los comercios cercanos y traerlos a la parroquia. Esta campaña tendrá una duración indefinida, hasta que se acabe la situación de crisis acuciante.

Los alimentos recogidos serán repartidos cada quince días por un grupo de voluntarios, que se ocupará de acoger a las familias solicitantes. Se les pedirán los documentos que acrediten su situación y se verá si se les puede ayudar de otra manera o derivarlos a otros servicios sociales, ya sea Cáritas arciprestal o instituciones que puedan atenderlos.

El gesto de dar pan —alimento— manifiesta el compromiso cristiano de quienes participan de la eucaristía y el vínculo inseparable de ésta con la acción caritativa.

domingo, septiembre 27, 2009

Solidaridad en la crisis

La semana pasada comenté el plan pastoral que la diócesis de Barcelona ha preparado para el trienio 2009-2011. De los tres temas propuestos: la palabra de Dios, la crisis y la acogida de inmigrantes, el arciprestazgo de Badalona Sur – Sant Adrià ha elegido comenzar este curso con el segundo: cómo crecer en solidaridad ante la crisis.

Este objetivo tiene dos vertientes: una educativa, de sensibilización y educación en los valores de la austeridad y la solidaridad, y otra activa, de ayuda a las personas que más sufren las consecuencias de la crisis.

Como nos recuerdan el Concilio Tarraconense y el Papa en su encíclica Deus caritas est, no podemos separar nuestra fe ni la celebración de la eucaristía de las obras de caridad, que son tarea irrenunciable y propia de la esencia de la Iglesia.

Propuestas de acción

Desde el arzobispado se nos proponen hasta 12 acciones para vivir este objetivo y trabajarlo en nuestras parroquias. En la parroquia de San Pablo las hemos leído y comentado y hemos decidido desarrollar algunas de ellas; otras ya se vienen realizando desde hace años.

La primera de todas es descubrir las necesidades sociales del entorno y procurar darles soluciones posibles. Esto se manifiesta a través de la obra social y de atención a los grupos humanos más vulnerables: ancianos, niños, familias en riesgo de exclusión, inmigrantes, desempleados… Cada comunidad parroquial debe ser sensible y tener el valor de responder ante el sufrimiento de quienes viven cerca. Para ello es necesario mucha creatividad y libertad. Son muchas las parroquias que desde Cáritas o mediante otras instituciones benéficas están desarrollando una gran labor, y esto manifiesta la riqueza de carismas y la vitalidad de los creyentes. En nuestra parroquia, esta acción social siempre ha sido prioritaria, junto con una voluntad de abrirse al barrio y acoger a los más alejados de la Iglesia.

Otra acción es sensibilizar a los fieles para que colaboren con Cáritas o bien con otras iniciativas solidarias, tanto con ayuda económica como con voluntariado. Esta colaboración es la prueba de fuego de la coherencia religiosa de una comunidad. Una parroquia que no se cierra en la mera liturgia, que traduce su fe en obras y en gestos de generosidad, demuestra la solidez de su compromiso cristiano.

Nos proponemos también potenciar la solidaridad entre nuestros feligreses invitándoles a participar de manera muy especial en las campañas de Cáritas y en otras campañas que organiza la parroquia con motivo de la Navidad y la Cuaresma, de recogida de alimentos y donativos para ayudar a las familias necesitadas del barrio.

Dentro de las propuestas de acción educativa, nuestra parroquia centrará sus sesiones de formación cristiana y los encuentros mensuales con el mosén en el programa de Cáritas “Educar en Valores” y en profundizar sobre la doctrina social de la Iglesia, así como en la encíclica del Papa Caritas in Veritate.

Los domingos, al finalizar la misa, se leerá un fragmento de la encíclica y se comentará. Esta misma reflexión será publicada en la hoja parroquial que se edita semanalmente.

Vivir la caridad

Como reflexión final, no podemos lanzar iniciativas de caridad si no la vivimos como parte esencial de nuestra vida diaria. Los primeros que debemos dar ejemplo somos los sacerdotes. El cura ha de ser persona humanitaria, caritativa, sensible y que escucha. Y también ha de mostrar sobriedad y austeridad de vida, confiando plenamente en la Providencia.

En tiempos de crisis, podemos comparar nuestra trayectoria con la de un barco en medio de la tempestad. No olvidemos que Jesús nos acompaña y nos tranquiliza: “no temáis”, nos dice. Él es la roca firme que nos sostiene. Más que nunca, hemos de acercarnos a él y asirnos firmemente a su corazón. En medio de este mundo cambiante que parece dar vueltas a velocidad de vértigo, nos recuerda: “Yo he vencido al mundo”. Y lo ha vencido, no con las armas ni con el poder, sino con la fuerza de su amor.

domingo, septiembre 20, 2009

Un nuevo plan pastoral

Inmigración, crisis y la palabra de Dios

La diócesis de Barcelona ha preparado un nuevo plan pastoral para los años 2009 al 2011. Los temas que sugiere tratar este plan responden a una situación crucial en la que estamos sumergidos: la crisis, el paro y la inmigración a escala global.

Otro tema surge también a partir del sínodo celebrado en Roma con todos los obispos, cuyo objetivo fue estudiar cómo transmitir la palabra de Dios en nuestros días.

El nuevo plan pastoral dura un trienio y propone los tres temas siguientes: el primer año se tratará de la comunicación de la palabra de Dios. El segundo, de la crisis y el tercero de la acogida a los inmigrantes.

La Iglesia no está al margen de las realidades más crudas en las que está inmersa. El compromiso cristiano tiene que llevarnos a responder y a actuar ante las necesidades reales del hombre de nuestro tiempo. Este nuevo plan pastoral que se nos propone nos ayudará a profundizar en la situación de dolor y pobreza de muchas personas que necesitan aliento y esperanza.

A lo largo de varias semanas, colgaré en el blog las reflexiones entorno a estos temas, que me servirán de base para trabajar con los feligreses de mi parroquia. Con todo el trabajo realizado y meditado elaboraremos un dossier para seguir trabajando en los encuentros arciprestales de laicos, así como en las reuniones de presbíteros del arciprestazgo.

Esperamos aportar elementos de reflexión para proponer unas actuaciones que sirvan de respuesta a las necesidades de las personas que nos rodean, aquí y ahora.

domingo, septiembre 13, 2009

Del conocimiento abstracto a la sabiduría del corazón

Estamos delante de uno de los retos más importantes de nuestra cultura científica, que es la sociedad del conocimiento. Ciencia y tecnología avanzan a pasos agigantados. El afán por el saber está tomando unas enormes dimensiones. Hoy, más que nunca, el ser humano tiene a su alcance una ingente cantidad de información como nunca ha soñado y que nunca podrá absorber totalmente. Tanto es así, que hoy se dice que la persona preparada no será aquella que tenga más información, sino aquella que sepa seleccionar la información que realmente le interese y sepa convertirla en conocimiento útil.

Pero el hombre, en su búsqueda tenaz del sentido de la vida, se encuentra con otro tipo de saber. Y se da cuenta que el conocimiento y la ciencia no agotan todas las dimensiones de la realidad ni pueden responder a todas las inquietudes del ser humano.

Del puro conocimiento a la sabiduría es preciso recorrer un camino que lleva al hombre inquieto a mirar la realidad desde otra perspectiva y a la humildad de reconocer sus límites. El sabio escucha su razón, pero aprende, poco a poco, a escuchar también su corazón.

El hombre sabio es el que sabe saborear: además de saber, ama lo que conoce. Se da una afectividad entre lo que conoce y lo que hace.

El hombre sabio es el que sintetiza la experiencia de su vida, haciendo de ella un conocimiento que va más allá de lo intelectual y de lo abstracto.

La persona sabia es la que, en el centro de su saber, tiene un respeto por el ser humano y por la vida y descubre que, detrás del conocimiento hay una mano amorosa creadora.

Elogio de la sabiduría

El sabio es humilde, no compite con nadie, no presume de lo que sabe, no levanta la voz para ser escuchado ni necesita alardear de sus conocimientos. Acepta las diferencias, es cálido, es atento. Es capaz de renunciar hasta a sus ideas por amor. Sabe escuchar. Diríamos que el sabio es aquel que, más que hablar, escucha. El sabio transmite con su vida y con su experiencia. No necesita palabras. El sabio pone al servicio de la humanidad lo que descubre y lo que sabe. El sabio sabe vivir con Internet y sin Internet. Sabe integrar la cultura digital sin hacerse dependiente de ella. Es el hombre que vive en paz. Es una persona abierta, que todo lo integra y lo asume. En el centro de su vida, no está ni siquiera la ciencia, sino el mismo ser humano.

Hay muchas personas inteligentes, intelectualmente brillantes. Pero, ¡cuán pocas personas sabias! Muchos científicos y catedráticos versados en diferentes ramas del saber, ¡qué vida interior tan pobre tienen! Son eruditos, pero no son sabios. Son bibliotecas de información, pero no son pozos de sabiduría. Saben dar una brillante conferencia, pero no saben mirar al corazón humano.

El sabio no renuncia al saber ni a la inteligencia; no renuncia a la razón ni al método científico. No reniega de la filosofía ni de la ciencia. Al contrario, les da una dimensión diferente. Pero no rinde culto a su saber. Pone la ciencia al servicio del hombre y del amor.

El sabio, más allá de descubrir el cómo, sabe descubrir la belleza de las cosas. El sabio sabe vivir solo y sabe vivir acompañado. No es un ser huraño y esquivo, sabe relacionarse con los demás y cultivar la amistad. Sabe comunicarse con los medios tecnológicos y también sabe hacerlo con la mirada.

El sabio tiene sus expectativas puestas en una realidad más allá de la pura ciencia visible. Está abierto a otra realidad metafísica y reconoce, con humildad, los límites de la razón y del saber.

Jesús, el sabio de Dios

Para el cristiano, la referencia de la sabiduría es Jesús de Nazaret, que supo en su vida sintetizar el saber humano con el saber trascendente, y traducirlo en su vida. En su pedagogía evangelizadora vemos a un hombre lleno de Dios. Entre lo que decía y hacía no había contradicción ni fractura.

La belleza de sus exposiciones y parábolas reflejaba su hondura. Como rabino, utilizó muchas metáforas, recogiendo imágenes de la naturaleza para expresar la divinidad. Supo pasar de lo abstracto a la auténtica experiencia de vida en su relación con Dios. Él es la fuente de toda sabiduría.

El cristiano se ha de convertir también en fuente de sabiduría para los demás.

domingo, septiembre 06, 2009

Los dones de Dios Padre

La catequesis de la Iglesia nos enseña que el Espíritu Santo concede numerosos dones. Especialmente hablamos de siete, en los que ahondamos cuando celebramos la fiesta de Pentecostés o cuando nos preparamos para la Confirmación. También podríamos hablar de unos dones de Dios Padre hacia nosotros, sus hijos. Son dones que, además del don primero de la vida, acompañan nuestra existencia y nos pueden hacer semejantes a Él.

El don de la paciencia. Dios siempre espera. El tiempo está en sus manos, de manera que jamás tiene prisa ni quiere forzar los acontecimientos. Especialmente, tiene con nosotros una paciencia sin límites. Cuando nos alejamos o incluso lo rechazamos, permanece fiel, esperando que volvamos a Él, que es la fuente de toda felicidad. De la misma manera, nosotros no podemos precipitarnos cuando las personas no responden como quisiéramos. Si Dios es paciente con nosotros, tenemos que ser pacientes con los demás.

El don de la ternura. Juan Pablo I dijo que Dios era padre y madre a la vez. Y es así: su amor entrañable es expresión infinita de ternura. Dios nunca se cansa de querernos. Como hijos suyos, hemos de ser tiernos y buscar la suavidad, el afecto, la dulzura. No se puede amar con dureza. La ternura es una manifestación del amor.

La generosidad. Dios Padre da con esplendidez, sin escatimar nada. Para él somos lo más importante de la Creación y nos da cuanto necesitamos y más. Es tan grande su magnanimidad que para nuestra salvación nos ha entregado a su Hijo Jesús. A imitación de Dios, hemos de ser generosos con los demás. En la generosidad también se incluye la gratitud, especialmente hacia la Iglesia, que es nuestra madre y nos da al mismo Cristo.

El respeto. Un padre que educa a su hijo y quiere que crezca, va enseñándole a decidir responsablemente hasta que ha madurado y le devuelve las riendas de su libertad. Dios, que es profundamente respetuoso con sus criaturas, nos hace libres y respeta totalmente nuestra libertad. Tanto, que incluso permite que podamos rechazarle y alejarnos de él. Jamás nos obliga a amarle. Tampoco nosotros somos quién para obligar a nadie a amar si no es plenamente libre.

El amor. Es la misma esencia de Dios. Por amor, Dios crea y nos da la existencia. Cada persona para Él es única, flor de un ramillete donde no hay dos iguales. A semejanza de Él, nosotros hemos sido creados para amar y ser amados, y es en el amor donde encontramos nuestra plenitud como seres humanos. Dios nos ha dado un corazón sensible para amar, destello de su mismo corazón, que late en nuestro interior.

La esperanza. Dios espera en el hombre. La suya no es una esperanza material, sino una confianza colmada de inmenso amor hacia su criatura. Cuando el hombre se aparta de su lado, Dios siempre espera que vuelva y se reconcilie con él. Nosotros, por nuestra parte, también hemos de tener esperanza en los demás. Nunca podemos darlo todo por perdido. La esperanza cristiana anticipa un deseo de encuentro, de comunión, de gozo.

La libertad. Dios Padre se siente profundamente libre para actuar. Tanta es su libertad, que puede crear a un ser libre, como Él. Nuestra auténtica libertad tiene su raíz en el amor, que brota del mismo Dios. Quien ama sin límites es libre. Nada puede esclavizarnos si nosotros no queremos. Hemos de luchar y alimentar cada día esa libertad, la santa libertad de los hijos de Dios.

domingo, agosto 30, 2009

La exigencia de la fe

Una opción libre y convencida

En el libro del Éxodo vemos cómo Josué, después de llegar a la Tierra Prometida, reúne a todo el pueblo de Israel para decidir algo esencial. Ante todos, les pregunta, ¿qué queréis hacer? ¿A quién queréis servir? Les ofrece las alternativas de los dioses de sus antepasados o los ídolos de las tierras que habitan. Josué, por su parte, es muy claro: su familia y él servirán al Dios de Israel.

Los cristianos que nos reunimos cada domingo en misa también podemos decir que estamos aquí porque hemos decidido servir al Señor. A diferencia de otras personas, que dicen creer pero no practicar, o de quienes no creen, nosotros hemos optado por situar a Cristo en el centro de nuestra existencia.

Decirle sí a él significa dejar que su presencia empape toda nuestra vida. Creer no significa aceptar unas ideas abstractas, sino adherirse total y vitalmente. En nuestro caso, nos adherimos a Cristo.

Esto tiene consecuencias personales. Ser coherente con nuestra fe significa que lo más importante de nuestra vida, lo primero de todo, es Dios. Lo demás vendrá después: familia, cónyuge, amigos, trabajo… Y todo se colocará en su lugar. Vale la pena que nos preguntemos, como Josué hizo con su pueblo, ¿dónde está nuestra relación con Dios? ¿Qué lugar ocupa en nuestra existencia? Si decimos ser cristianos, nuestra vida ha de estar al servicio de Dios, la Iglesia y los demás.

Josué no obligó a nadie. Simplemente reunió a su pueblo y le preguntó. No forzó a ninguna familia a seguir a Dios. Pero él y los suyos, fieles al Señor, impactaron a toda la multitud, que unánimemente quiso seguir su ejemplo. Es importante saber educar en la fe, no obligar, sino entusiasmar, seducir, contagiar, despertar el deseo de vivir esa experiencia.

El pueblo de Israel había vivido la liberación, la protección de Dios. Nosotros también hemos tenido experiencia de la proximidad de Dios. No olvidemos todas aquellas ocasiones en las que Él ha intervenido en nuestra vida. Ahora, ¿qué queremos hacer?

Ante la verdad, muchos se alejan

En su discurso sobre el pan bajado del cielo, Jesús se mostró como auténtico pan y alimento de vida eterna. Muchos no lo entendieron. Lo criticaron, vacilaron y lo dejaron.

Seguir a Jesús implica esfuerzo, sacrificio y olvido de uno mismo. Conlleva volcar nuestra vida en él y en el anuncio de su mensaje. Pero Jesús promete: «El que coma mi pan vivirá para siempre».
¿Creemos de verdad que la Eucaristía es carne y sangre de Cristo, que nos alimenta y nos hace crecer espiritualmente? Esa verdad nos reafirma como seguidores de Jesús.

Muchos no la aceptan. Son muchas las personas que, desde jóvenes, han tenido experiencias de participación en parroquias y comunidades. Pero, con el tiempo, se han alejado y hoy vemos las iglesias medio vacías.

¿Por qué sucede esto? Creo que hay dos causas principales.

Mantenerse siempre en función de los demás no es sencillo. El olvido de sí, desviar la centralidad de nuestra vida desde nosotros hacia los demás, cuesta cierto esfuerzo. No todo el mundo lo consigue.

Por otra parte, ciertas ideologías, contrarias a las verdades de la fe, se difunden sin cesar a través de la televisión y los medios de comunicación. Los medios no son inocuos, pueden crear dependencia y destilar ideas contrarias a la fe cristiana. Por ejemplo, los discursos “progre”, con su apariencia liberal y buenista, tienden a fragmentar la sociedad, confunden a las personas y las hacen fácilmente manipulables. Las modas, los discursos esotéricos y seudomísticos, que mezclan y confunden la experiencia de Dios con sensaciones y experiencias psíquicas, contribuyen a alimentar el desconcierto.

La fidelidad ha de translucirse en nuestra vida

Seguir a Jesús es vivir siempre atento. No se puede decir sí a todo. ¡Alerta! No todo lo que es políticamente correcto se puede aceptar. No nos dejemos influir por las modas dominantes. A quien seguimos los cristianos es a Jesús.

Somos menos, sí. Y esto nos causa pesar. Pero, los que continuamos, ¿cómo seguimos a Jesús? ¿Caemos en la rutina, la apatía, el cumplimiento de un deber que toca, por herencia o tradición? ¿Vivimos según la máxima de ir haciendo?

Esta situación es grave y preocupante. Los que nos encontramos cada domingo en misa debemos preguntarnos: ¿estamos a todas? ¿Nos decidimos a ser entusiastas evangelizadores, agentes misioneros? ¿O venimos tan solo a escuchar palabras bonitas y a tomar una sagrada forma?

¡Tomar a Cristo es tomar al mismo Dios! Hemos de salir de la Eucaristía diferentes. Si no damos ejemplo de autenticidad, de fidelidad, de constancia, la gente no se animará a seguirnos.

Es importante estar donde tenemos que estar, y allá donde estemos, respirar, movernos, comer, descansar, trabajar, transpirando a Dios. Nuestro rostro, nuestra voz, nuestra vida, nuestro corazón ha de lucir diferente.

No resbalemos por el tobogán de la tibieza. ¿Dónde está el entusiasmo, la convicción de que Dios nos ama?

Palabras de vida eterna

Ante la deserción de muchos seguidores, Jesús se vuelve hacia los doce y les pregunta: ¿También vosotros queréis iros? Pedro contesta de inmediato con una hermosa y rotunda profesión de fe.
Unámonos a Pedro: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Somos desvalidos, motas de polvo, casi nada… Tú nos aguantas en la existencia. ¿Con quién iremos, sino contigo? Tu mano nos sustenta. ¡Somos tan frágiles! Tú tienes palabras de vida eterna.

Las palabras de Jesús nos hacen sentirnos vivos para amar. Escucharlas, alimentarnos de ellas, ha de cambiar nuestra vida y nuestra forma de creer. Digámosle, creyéndolo de corazón: Tú eres el único que puede arrojar felicidad, el único que puede llenar nuestra vida. Tú eres el santo, consagrado por Dios.

Ante la indiferencia religiosa, no basta con seguir y no marchar. No caigamos en la tibieza. Reconozcamos que lo único que da sentido a nuestra existencia es creer en sus palabras de vida eterna. Si vivimos y comunicamos estas palabras, nuestra fe crecerá allí donde vayamos.

domingo, agosto 23, 2009

Tomar a Cristo


Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. … El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él.
Jn 6, 51-58

Dar el cuerpo es dar la vida y, con ella, la libertad. Jesús es nuestro pan, nuestra vida. Tomarle es adelantarnos a la vida eterna, paladear la plenitud. Este es el significado de sus palabras, que los judíos de su tiempo no entendieron. Sus coetáneos se admiraron ante la multiplicación de los panes y los peces. Pero ahora, Jesús habla de otro pan. Tomar su pan implica comunión, adhesión a su persona y a su vida. La exigencia que comporta seguirle es muy alta y no la soporta cualquiera.

Jesús, vivo y presente en la Eucaristía

Las palabras de esta lectura son similares a las que se repiten en la consagración, momento central de la Eucaristía. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre”. Cuando el sacerdote nos entrega la sagrada forma y nos dice: “El cuerpo de Cristo”, nosotros respondemos “Amén”, que significa sí. Con esto, estamos proclamando que creemos realmente en la presencia de Cristo en el pan y el vino. Esa pequeña masa de harina se convierte en hostia sagrada cuando el sacerdote la consagra como cuerpo de Cristo. Al tomarlo, aceptamos que él penetre en nosotros.

Venir cada domingo a misa debe ser mucho más que seguir una rutina y una tradición. Es dejarnos invadir por la presencia de Dios en nuestra vida. ¡Estamos tomando al mismo Cristo! Nos alimentamos de él. Venir a celebrar la Eucaristía es un regalo inmenso de Dios, un don especial y gratuito. Jesús se nos da. Ese pan del cielo nutre nuestra alma. Tomarlo es vivir la trascendencia, aquí y ahora.

Dios se entrega a nosotros

Esto ha de cambiar nuestra vida. Si no comemos, morimos. Para alimentar nuestra vida espiritual necesitamos tomar a Cristo. No podemos separar a Cristo de la Iglesia, de los sacramentos ni de la vida apostólica. Si no se viven estas tres realidades integradas, la fe se convierte en una experiencia fragmentada. La misa es un acto bellísimo: recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, entregado por amor, como máxima expresión de donación.

Otras religiones piden sacrificios y rituales; en la nuestra, Dios mismo se sacrifica por nosotros. Esto es lo genuino y revolucionario del Cristianismo. Nuestra religión es puro don, pura generosidad, puro amor. En la Eucaristía, recibimos nuestra salvación.

Lo esencial de la misa no es el recuerdo de un hombre bueno que murió. No. Jesús asumió la cruz para que todos seamos limpios y elevados a ser, como él, hijos de Dios. La misa no es una ceremonia banal, algo residual o accesorio de nuestra fe, que se relega a “cuando tengamos tiempo”, o cuando nos apetece porque “sentimos la necesidad” de ir. Es un acontecimiento central en la vida cristiana.

Si Dios se nos da, ¿cómo no vamos a dedicar un poco de tiempo para él? La misa sólo nos pide una hora y poco más a la semana.

La comunidad

Tomar un mismo pan también alimenta la comunión entre los fieles. Celebramos que no somos islas, seres alejados y solitarios, apartados unos de otros. No podemos vivir desconectados e indiferentes de lo que sucede a los demás. Si nos queremos, si formamos una auténtica familia, nos preocuparemos unos por otros, nos relacionaremos, nos ayudaremos y sostendremos. Tomar a Cristo da lugar a una comunidad que anticipa el cielo.

Una comunidad sólida y bien trabada esparce luz en el mundo y es signo de esperanza a su alrededor.

domingo, agosto 16, 2009

María Asunta al Cielo

Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se goza en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán feliz todas las generaciones, porque el Todopoderoso ha hecho en mí maravillas…
Lc 1, 39-56

En cuerpo y alma

Hoy María se hace presente en el seno de la Iglesia, por todo el mundo. Celebramos el tránsito de María a los cielos. La mujer que acogió en sus entrañas al hijo de Dios, la que supo hacer de su hogar un cielo, la que ya en la tierra había paladeado la eternidad, asciende a la morada divina.

El itinerario vital de María es paralelo al de Jesús. Sufrió al pie de la cruz, con el corazón traspasado de dolor; vivió el gozo de la resurrección y subió al cielo. Hoy celebramos la Pascua de María, que es un anticipo de nuestra propia pascua, cuando Dios nos resucite y nos eleve a los cielos con él.

Decimos que la Virgen sube en cuerpo y alma al cielo, y esto es importante. Antiguamente, por influencia de ciertas filosofías orientales, se menospreciaba al cuerpo. Se llegaba a considerar el cuerpo como cárcel del alma. Muchas tendencias puritanas, en la misma Iglesia católica y en otras religiones, valoran el alma pero consideran el cuerpo algo bajo y pecaminoso. En cambio, vemos que Dios resucita el cuerpo y lo glorifica. En la teología cristiana el cuerpo no es despreciable. Es imagen de Cristo y de la misma Iglesia. No es malo, sino lugar de expresión, relacional y afectiva. El cuerpo, la sexualidad, la comunicación, la afectividad, tienen un lugar en la teología cristiana. El cuerpo es bueno, pues Dios lo ha creado así.

Teología de la visitación

En la lectura de hoy, la visitación de María a Isabel, vemos como ésta corre aprisa, sin demora, para atender a su prima. Isabel era una mujer anciana, pero esperaba un hijo. Cuando alguien se abre a Dios, él puede fecundar la vida más árida y convertir el desierto en un vergel.

La visitación es un encuentro gozoso y también un gesto de ayuda. María va a atender a su prima para ayudarla en su parto. Las dos mujeres se saludan con alborozo, se abrazan y cantan a Dios, compartiendo su alegría íntima.

Hoy, María también viene a nuestras parroquias para visitarnos, en pleno verano. Es la Madre de Dios; por tanto, todos somos hijos suyos desde Cristo y por nuestra condición de bautizados. María nos visita cada día para despertar en nosotros la caridad y la solidaridad.

Abrirse a Dios

El Magníficat de María expresa lo que llena su corazón. Unida a Dios, proclama la grandeza del Señor. Se sabe pequeña, pero Dios se ha fijado en ella. María no hizo nada grande, fue una mujer sencilla, humilde, ama de su hogar. Muchas santas han fundado instituciones religiosas; ella, ¿qué hizo? Aparentemente, nada. Y, a la vez, mucho. Su grandeza fue abrir su corazón a Dios. Volcó en él toda su vida, y por eso él la prefirió y penetró en sus entrañas con su amor.

Ella guardaba cuanto oía y veía en su corazón. Siguió a Jesús por los caminos de Galilea, hasta Jerusalén, hasta la cruz. Y estuvo allí cuando resucitó, y en los inicios de la Iglesia, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos. María no hizo proezas, pero fue el origen de muchas cosas.

Un soplo de esperanza para el mundo

Los cristianos de hoy podemos sentirnos sin fuerzas, pequeños y abatidos… ¿Qué podemos hacer? En una época de crisis, de problemas y movimientos sociales, ¿qué nos enseña la Virgen?

María hizo fundamentalmente tres cosas. La primera: tuvo fe. “Feliz tú porque has creído en las promesas del Señor”, le dice Isabel. En segundo lugar, María espera. Sabe esperar, y mucho. Espera que su hijo convertirá el agua en vino; sabe que hará cosas grandes… Sabe que resucitará. Pero aguarda el momento. Y, sobre todo, María ama mucho.

En resumen, María cultiva la fe, la esperanza y la caridad; son los tres puntales que pueden sostenernos en medio de la incertidumbre.

Que María sea la suave brisa en medio del calor.

Que los cristianos seamos también brisa fresca en el mundo que se abrasa.

Que la Iglesia sea viento suave, calidez en la sociedad, esperanza para los que desfallecen. Esta es nuestra misión.

Aprendamos de María y de su total disponibilidad, de su fe, su esperanza y su amor. Al mundo lo salvaremos, no haciendo grandes cosas, sino amando más, esperando más, y con más fe. Esto hará brotar una revolución interior que sanará la humanidad. Seamos espejo de la imagen preciosa de María.