domingo, marzo 18, 2012

Génesis de una vocación - 1

Una serie de personas, circunstancias, instituciones y experiencias fue tejiendo desde el primer momento el sueño de Dios para mi vida: una vocación apasionada.

Yo solo tenía que dejarme guiar con suavidad hacia esos momentos clave que me llevarían a culminar lo que Dios quería de mí y lo que yo anhelaba en lo más hondo de mi corazón. Sin saberlo inicialmente, y cuando poco a poco fui consciente de que se me abría un nuevo horizonte, sentí miedo y vértigo. Pero algo me empujaba hacia delante. Más tarde, me di cuenta de que esa llamada de Dios se había ido preparando a lo largo de mi historia, y era una respuesta a mis deseos más profundos. Todo se concretó en el momento en que dije sí a Dios a través de un sacerdote.

Mi miedo se deshizo, mis dudas se aclararon, mi inquietud se convirtió en silencio y paz. El futuro ya no me importaba, el presente era la realidad más bella que podía vivir. Mi laberinto interior se convirtió en un sendero abierto al cielo; mis largas noches, en amaneceres; mi fragilidad en fuerza interior. La calma invadió mi vida porque tuve la certeza de que no solo yo buscaba a Dios, sino que Él, desde siempre, me había estado esperando.

A partir de entonces, comencé una nueva historia. Los hilos cruzados, como convergencias providenciales, fueron formando ese bello tapiz que culminó en mi vocación al sacerdocio.

La oración de dos niñas

Todo empezó así. Mis hermanas, Carmen y Mari, de pequeñas iban a la iglesia del pueblo y, ante el Sagrado Corazón, rezaban pidiendo un hermano sacerdote. Quizás no sabían muy bien por qué lo pedían, tal vez asociaban la imagen del cura a la bondad. Nos habíamos quedado sin padre y su muerte nos privó de la calidez de una presencia paternal, protectora y fuerte. Quizás él, desde el cielo, intercedió ante Dios para que esa petición se hiciera realidad. En la oración de las dos hermanas había ingenuidad, pero Dios siempre escucha, y muy especialmente a los niños. Ellas y mi padre, desde el cielo, comenzaron a escribir los primeros renglones de mi vocación.

Sor Antonia, la primera catequista

Me eduqué en Badajoz, en el Colegio Hernán Cortés, llevado por las Hermanas de la Caridad. Allí conocí a Sor Antonia. Era una religiosa menudita y regordeta, con una enorme creatividad pedagógica, la mejor cuentacuentos que he conocido. Durante las veladas que pasaba a su lado, reunido junto a ella con otros niños, lograba mantenerme absorto con sus historias, fantásticas o tomadas de relatos bíblicos. Utilizaba recursos plásticos y expresivos, con ricas imágenes, de manera que nos introducía de lleno en la narración. Recuerdo que me fascinaba no solo su forma de contar, sino su capacidad para hacerme sentir a gusto. Mi primer conocimiento de Jesús fue a través de sus parábolas y los episodios del evangelio que nos explicaba.

La llegada a Barcelona y la parroquia de San Pío X

Con 14 años dejé el colegio y mi infancia atrás, en el Badajoz que me vio crecer. Llegué a Barcelona con mi hermano y me reuní con mi madre, mis hermanas, mi abuela y mi tía. El cambio fue tremendo. Buscando un lugar donde encontrar referencias, me incorporé al grupo de jóvenes de la parroquia de San Pío X. Con ellos me iba de excursión cada fin de semana y recorrí decenas de montañas. Aprendí a amar la naturaleza y a admirar las maravillas de la creación. Tanta belleza comenzó a despertar en mí preguntas sobre el origen del mundo y esto me llevó a preguntarme si todo aquello que veía no sería una manifestación de la obra de Dios, de aquel Dios Padre del Jesús de las parábolas, el Padre bueno que me descubrió Sor Antonia.

En medio de la naturaleza empecé a ser consciente de mis inquietudes y del bagaje religioso que había recibido. Las catequesis comenzaban a dar fruto en mí, y cada vez disfrutaba más caminando y descubriendo nuevos paisajes, a medida que también iba experimentando un gozo interior más profundo.

El valor del trabajo

Cuando llegué a Barcelona compaginé mis estudios con el trabajo, para colaborar en la economía doméstica, ya que en casa se necesitaba ayuda. Primero trabajé en una empresa de artes gráficas. Más tarde en una ebanistería. Allí aprendí del esfuerzo y el sacrificio de tantas personas que trabajan para contribuir a la marcha económica del país, así como para ganar el sustento de su propio hogar. Combinar estudios y trabajo supuso para mí una gran experiencia humana. Conocí a gentes muy diversas, que luchaban tenazmente por dignificar su vida, y esto me aportó una visión más realista de la sociedad. Me impresionaba constatar las hermosas razones y esperanzas que daban sentido a la vida de algunos trabajadores y les impulsaban a seguir adelante.

Siempre me ha gustado trabajar con las manos. La madera y el papel me enseñaron a ser creativo y a desarrollar mi habilidad. El trabajo artesanal de la madera me fascinaba. Mientras veía la materia prima transformarse en objetos útiles pensaba a menudo en San José, carpintero, y en Jesús, que debió ayudarle en su taller durante muchos años. Meditando sobre el trabajo del ebanista, pensé que, así como el artesano da forma a la madera, así Dios también esculpe nuestras almas hasta convertirnos en sus mejores obras de arte. Si el trabajo está hecho con amor, pese a nuestras imperfecciones, la obra final es bella. Si nos dejamos hacer, saldrá lo mejor de sus manos. Recordaba, también, esas frases del Génesis que describen a Dios modelando el cuerpo del hombre con arcilla. Y la frase de san Pablo, “llevamos un tesoro dentro de vasijas de barro”. Ese tesoro, el Espíritu Santo, no solo alienta dentro de nosotros, sino que también nos modela, dándonos la fuerza para amar como Cristo y convirtiéndonos en hombres nuevos.

Esos tres años de trabajo artesanal fueron una época de mucho realismo mientras continuaba mi formación religiosa en la parroquia del barrio. El trabajo significó para mí familiarizarme con un mundo que se me abría. Estaba a punto de dar otro salto cualitativo, que coincidió con mi incorporación al grupo de jóvenes del santuario de Santa Eulalia de Vilapicina, vinculado a la parroquia de Santa Eulalia. Algo estaba a punto de suceder.

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