domingo, marzo 11, 2012

Curas felices

Hoy quiero compartir con vosotros este artículo de J. L. Martín Descalzo, sacerdote al que seguí mucho en mi época de formación teológica. Es un extracto del capítulo 12 de su libro Razones para el amor.

La semana pasada me ocurrió algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que esta alegría me durase siempre.
Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tiene mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan elementales. En rigor, no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy.
Pero, por lo visto, según quienes me escriben, ahora los curas se sienten como avergonzados de serlo; ocultan su sacerdocio como un hijo ilegítimo; y el que no abandona su ministerio ―dicen― es porque aún no ha encontrado forma mejor de ganarse la vida.
Pero ¡qué tontería! Creo que voy a devolver sus cartas para decirles que el número de curas felices es infinitamente mayor de lo que ellos se imaginan y que si no todos lo gritan en sus púlpitos o en los periódicos es por sentido común o porque ahora lo que está de moda es presumir de malos, y así, mientras hoy uno puede encontrarse en la prensa la foto de una señora con un cartel que dice: «Soy una adúltera», resultaría bastante rarito que los curas caminaran por la calle con un letrero que pregonara «Soy feliz».
Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son las raíces por las que el prestigio de la vocación sacerdotal ha bajado tantos kilómetros en la estimación pública. Porque esto sí es un hecho. Antaño, el anticlericalismo era una indirecta manifestación de estima, ya que sólo se odia lo que se considera importante. Hoy, me parece, funciona más que el anticlericalismo el desprecio, la devaluación, la ignorancia.
Los síntomas de esta bajada del clero a la tercera división social son infinitos. [...]
Voy a aclarar que a mí no me preocupa el descenso de valoración social. El que los curas hayamos dejado de ser parte de los notables, de las «fuerzas vivas» de la ciudad, no me parece ninguna pérdida. A Cristo y a los suyos, evidentemente, nadie los colocaba junto a Pilato y Herodes. A mucha honra.
Más me angustia la pérdida de aprecio «moral» y, tal vez como consecuencia, que muchos sacerdotes pongan en duda lo que se llama su «identidad sacerdotal». Que ellos no acaben de ver muy bien para qué sirven y que tampoco lo entienda y valore suficientemente la comunidad.
No sería honesto si no dijera que en esto ha contribuido decisivamente la curva de secularización de los años postconciliares. Dios me librará, claro está, de juzgar a las personas. Que a alguien por un momento le haya deslumbrado el amor de una muchacha más de lo que le alumbra el fuego apagado de su vocación me parece doloroso, pero comprensible. Que alguien no sea capaz de soportar la soledad es uno de tantos precios que paga la condición humana. Pero lo que ya me resulta incomprensible es que el sacerdocio se abandone por cansancio, por desilusión, por sensación de inutilidad o porque ―dicen― les asfixia la estructura de la Iglesia, para encontrarse ―al salir― con que todas las estructuras de este mundo son hermanas gemelas, y la peor de todas ellas es la propia mediocridad.
Y lo peor del asunto es que hayamos convertido la crisis de las personas ―de algunas personas― en la crisis del clero. Es cierto: un cura que se va, da más que hablar que cien que permanecen. Y cuando en un bosque se talan dos docenas de árboles, todos los convecinos sienten como si el hacha golpeara también su corteza.
Toda esta serie de factores ha hecho que hayamos pasado del cura orgulloso de su ministerio al desconcertado de ser lo que es. Quisimos ―y yo creo que con razón― dejar de ser «bichos raros»; alejarnos de unos vestidos que nos alejaban; quisimos ―y creo que con acierto― sentirnos hombres «mezclados» con los demás hombres, y parece que nos hubiéramos vuelto «iguales» a los demás, empezando por contagiarnos de esa tristeza colectiva, de ese desencanto que parece característico del hombre contemporáneo.
Y, ¡claro!, comenzaron a bajar las vocaciones. Recuerdo que, cuando fui, de niño, al seminario, lo hice ante todo por nacientes razones religiosas. Pero también porque admiraba la obra de algunos sacerdotes muy concretos, porque veía que sus vidas estaban muy llenas, porque entendí o imaginé que siendo como ellos sería feliz como ellos eran.
Hoy entiendo que sea más difícil para un muchacho iniciar una carrera en la que no sólo va a ganar menos que siendo fontanero o albañil, sino en cuya realización no vea felices y radiantes a quienes la viven.
Por eso me pregunto si una de las primeras tareas de la Iglesia de hoy ―de toda ella: curas, religiosos, sacerdotes― no será precisamente la de devolver a quienes la hayan perdido su alegría y lograr que quienes ―y son la mayoría― la tienen, pero apenas se atreven a mostrarla, saquen a la calle el gozo de ser lo que son. Aunque tengan que ir contra corriente de una civilización en la que lo que parece estar de moda es pasarse las horas contando cada uno la tripa que se nos rompió ayer por la tarde y en la que ser feliz y demostrarlo resulta una rareza.
Para ello no hace falta ponerse una careta con sonrisa profidén. Basta con vivir lo que de veras se ama. Y saber que, aunque en la barca de la Iglesia entra mucha agua por las ranuras de nuestros egoísmos, es una barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas, no valgamos la pena. Pero el sacerdocio, sí.
Del libro Razones para el amor, de José Luís Martín Descalzo. Ediciones Sígueme, Salamanca, 2007. 

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