¿Por qué venimos a misa?
Muchos cristianos asisten
cada domingo a misa y la parroquia se llena. Ya sea por cultura religiosa o por
una formación catequética, o por rutina, o por profunda convicción, participan
de la Eucaristía. Es verdad que las motivaciones son muy diferentes. Hay
quienes vienen porque toca o porque forma parte de una inercia, de una
educación que se queda en las formas, convirtiendo la fe en una serie de
prácticas rituales sin profundizar en su significado sagrado, en su sentido
genuino y trascendente. Para muchos es un rito más, que forma parte de su
proyección social y cultural.
Con pena percibo que ir a
misa, para algunos, significa una obligación basada en el miedo a un posible
enfado de Dios, a su castigo. Qué mal han entendido algunos el hermoso sentido
de la participación en la Eucaristía. Van por hacer méritos y así conseguir la
salvación. Temen ir al infierno. Sin darse cuenta, yendo a misa parece que están
comprando su salvación. Dejan de tener clara la dimensión de la gratuidad. Y
Juan Pablo II ya recordaba que ir a misa no es garantía de una salvación
segura, hace falta algo más.
Es posible que una cierta
pedagogía del pasado haya contribuido a esta actitud mercantilista. Yo le doy a
Dios lo que me pide y, a cambio, él está obligado a darme la salvación. A esta
posición se la llama pelagianismo y fue una herejía en el pasado, pues
contradecía abiertamente la teología de la gracia. Quizás esta forma de
entender la religión y la sacramentalidad ha contribuido a que la motivación
última de nuestra fe no sea la gracia ni la libertad, sino el miedo y el
castigo.
La fuerza del poder de
Dios radica en que nos ha hecho libres, incluso asumiendo que no le amemos.
Aquí está el misterio más profundo de la relación de Dios con el hombre. Dios
no nos quiso sumisos, esclavos temerosos, sino libres y contentos. Ningún
mérito será suficiente ante su infinita generosidad y su gracia. En su ADN
tiene el anhelo de conquistarnos hasta lograr seducirnos. Su deseo último es la
felicidad de su criatura. Desde nuestro engendramiento estamos unidos a él. Y
él desea una vida plena para cada uno de nosotros.
Del cristianismo dominguero a vivir con
pasión la fe cada día
La eucaristía es un
momento culmen de esta plenitud. Retomando el tema del sacramento, esas lagunas
en la formación religiosa han hecho que la misa fuera una actividad puntual de
cada semana, que nos pide implicarnos solo ese día concreto y no cada día de
nuestra vida. Hemos separado la fe de la vida social y la hemos convertido en
un rito que no tiene nada que ver con nuestra vida cotidiana, con nuestro
entorno familiar, social, laboral y lúdico. Se ha producido un divorcio entre
la fe y la vida cotidiana, entre lo que hago y lo que soy, entre lo que digo y
lo que hago. Nos hemos apeado de la enorme consecuencia de vivir la fe y
celebrarla cada domingo con entusiasmo. No somos conscientes de un don inmenso
que, desde el primer momento en que se recibe, nos vincula a Dios, haciendo
arder en nosotros el fuego de la fe. Y ahora, con el paso del tiempo, los
problemas y las malas experiencias que vivimos poco a poco nos han hecho caer
en una apatía tan grande que puede convertirse en gelidez espiritual y hacernos
perder el sentido de lo trascendente. Por eso hemos de pasar del “cristianismo
dominguero” a vivir minuto a minuto y con pasión nuestra vida cristiana. Sin
temor a las exigencias que de esto se deriven, como decía Benedicto XVI a los
jóvenes: «Cristo no solo no quita nada, sino que nos lo da todo». Hemos de
lograr que nuestra vida sea una consecuencia de lo que vivimos en la
eucaristía, y que esta sea el punto de partida de nuestro testimonio
evangelizador. Solo así eucaristía y vida serán una sola cosa. Viviremos
respirando a Dios y desprendiendo trascendencia. Porque de su aliento sacaremos
las fuerzas para no decaer en la dura batalla del mundo.
La eucaristía y la vocación
Dios nos llama; si
respondemos, llegaremos a la comprensión profunda del sentido de la eucaristía.
Si la fe no nos implica de arriba abajo, desde el ámbito personal y familiar
hasta el social y cultural, es porque no se ha producido un diálogo íntimo con
Dios. Si ponemos nuestra confianza en él ya no solo participaremos en la misa,
sino que formaremos parte de una comunidad donde se vive la fe.
El que solo cumple
establece una relación de miedo propia de esclavos. Pero el que participa
plenamente en la eucaristía es el que se siente personalmente invitado y no
tiene ganas de irse corriendo cuando termina la misa. Afuera, en los atrios,
también se hace comunidad. Pero toda vocación acaba en un firme compromiso al
servicio del apostolado o las actividades parroquiales. Es la respuesta
coherente a un don tan inmerecido como el mismo Dios.
Cómo nos cuesta dedicar
un tiempo a Dios y a sus obras, a su misión. Quizás el hábito o la vorágine de
la vida cotidiana no nos lo permite, pero no olvidemos que la plenitud de
nuestra vida cristiana se culmina cuando decidimos, de verdad, que formamos
parte de un proyecto de Dios.
Ante un cruce es difícil
saber cuál es el camino adecuado. Pero si decidimos tomar el camino de Cristo
os aseguro que nada nos faltará, porque él nos lo dará todo. Decidamos y seamos
perseverantes. Él nos ha llamado a su gran proyecto: anunciar a todo el mundo que
Dios nos ama. Este es el fundamento de su Ser.
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