Mayo es el mes de las comuniones. Después de
una etapa de formación catequética, muchos niños reciben por primera vez a
Jesús sacramentado. Los niños esperan expectantes ese momento crucial en su
vida. Si han entendido, después de la catequesis, algo de ese misterio, si
cierran los ojos y tienen una actitud de recogimiento y gratitud por este don,
sabrán que lo que cogen con sus manos es el mismo Cristo. En su alma entra la vida
de Dios. Por eso considero que los padres han de ser muy conscientes de lo que
está ocurriendo en ese momento: por la inmensa generosidad de Dios, se inicia
una nueva relación del niño con Él.
La religiosidad innata del niño
Los niños están abiertos a la trascendencia.
Aunque no alcancen a comprender del todo este misterio, pueden atisbar la
presencia de Dios. Los padres han de facilitar a sus hijos un espacio para la
oración, para ir cultivando su amistad con Jesús, el amigo que pasa a formar
parte de su historia.
Tan importante como la salud, el crecimiento
intelectual y emocional, así como su socialización y el ejercicio de su
libertad, es la dimensión religiosa del niño, que también debe ser educada,
pues es un elemento vertebrador de su madurez humana y espiritual. Cuerpo,
mente y espíritu han de estar integrados. Hay que encontrar el equilibrio
educativo que ayude al niño a descubrir el sentido de su vida y su futuro. No
olvidemos que los niños, desde su curiosidad innata, llegan a preguntarse por
el hecho religioso. Quieren saber el por qué de todo. En las sesiones de
catequesis muestran hambre de respuestas sobre Dios. Podemos hablar de una auténtica
religiosidad infantil. De ahí la importancia de que los padres se conviertan en
los primeros catequistas de sus hijos. Desde que nace el niño, su vida
religiosa está en manos de sus padres, igual que los demás aspectos de la
educación. Tendrán que velar de manera especial por ella, ya que les ayudará a alcanzar
la armonía y la plenitud.
Después del gran día
Después de la celebración, uno no puede evitar
reflexionar sobre el auténtico efecto que ha producido, tanto en los niños como
en sus padres y en la comunidad. Y siempre escuchamos estos comentarios: en un
día tan bello, ¿han entendido realmente lo que ocurre en la eucaristía? Los
catequistas han realizado un gran esfuerzo, sabiendo que la catequesis a menudo
ha de compaginarse con otras actividades que ocupan el tiempo de los niños. El
sacerdote ha empleado su creatividad para predicar de una forma pedagógica y
hacer dinámica la celebración. Después de todo el esmero por embellecer el
templo, preparar la liturgia, los cantos, las lecturas..., ¿qué vemos? Nos
quedamos desconcertados y entristecidos cuando constatamos que la mayoría de los
niños y sus familias no vuelven al siguiente domingo. Los que siguen viniendo
lo hacen en un porcentaje muy bajo.
¿Qué ocurre? ¿Hay algo que no estamos haciendo
bien?
La acogida de la parroquia, las continuas
reuniones con los padres, el gasto en regalos, flores, vestidos, fotógrafo... Un
gran esfuerzo se ha invertido para que, al día siguiente, la fuerza del milagro
quede diluida. Queda solo el recuerdo de ese día, como una gran puesta en
escena.
¿Entienden los padres que recibir la comunión
es un gesto que debería marcar la vida del niño? ¿Que sus hijos están
recibiendo algo sagrado, a Alguien que es el mismo Dios? Su presencia debería
despertar en ellos una actitud de profunda adoración: ¡están acogiendo al mismo
Cristo en sus manos! ¿Lo toman conscientes y saben que esa forma sagrada es
anticipo de la eternidad? ¿Comprenden los padres que tomar a Jesús significa formar
parte de su familia, y que los vincula con el resto de la Iglesia? ¿Saben que ese
día de la primera comunión se inicia una hermosa amistad con Jesús, el amigo
que se incorpora a sus vidas? ¿Saben que esa hostia santa que toman es expresión
de un amor sin límites? ¿Se dan cuenta de que tomarlo es hacerlo vida de su
vida?
Si deciden que sus hijos hagan la comunión han
de ser conscientes de que están entrando en la esfera de lo trascendente y el
niño irá respirando esa profundidad en la medida en que se le facilite el marco
adecuado para descubrir, poco a poco, lo que significa mirar, contemplar,
acoger y alimentarse de lo único que dará sentido a su vida.
Si no es así, ¿qué estamos haciendo? Teatro, una
exhibición de niños, un rito cultural vacío de sentido. La estética y el romanticismo
de la celebración son superficiales: vestidos, flores, fotografías, regalos...
Todo constituye un evento social y familiar donde el niño es protagonista. ¿Qué
estamos haciendo? Convertir lo sagrado en un acto social, una puesta de largo.
Desacralizar una celebración sacramental y reducirla a lo meramente estético y
humano, despojándola de su genuino sentido religioso.
¿En cuántos niños quedará olvidado Jesús,
arrinconado en sus tiernos corazones? No podemos sacar a Jesús del sagrario si
no es para llevarlo a otro sagrario: el corazón de un niño que quiere acogerlo
y seguir custodiándolo para siempre en su interior.
Una triste contradicción
Los niños, que tienen el alma limpia, sí que
se enamoran de Dios. Sienten fascinación por la figura de Jesús. Preguntan, les
gusta escuchar las historias bíblicas y se entusiasman con los grandes
personajes: Abraham, Jacob, Moisés... Les apasionan sus aventuras, su valor y
sus gestas. Están atentos a la historia sagrada y en especial les impresiona el
mensaje que se desprende de estos relatos. A Dios le es muy fácil conquistar a
un niño. Los niños quieren ser buenos como Jesús, y sus corazones laten ante la
belleza de un Dios que ama a la humanidad y desea su felicidad, aunque su
búsqueda sea una aventura arriesgada. Los niños son asombrosos. Contestan a las
preguntas de las catequistas con respuestas de teólogo y el catequista descubre
que Dios también le habla a través de la voz de un niño.
Pero, al día siguiente de este primer
encuentro con Jesús, todo se desvanece. Todo lo que han aprendido se va
diluyendo en su corazón, y acaban por olvidar a aquel amigo que descubrieron en
la catequesis. ¿Pueden los padres apagar este profundo sentimiento religioso
que ha nacido en el niño? ¿Pueden, inconscientemente, enterrar la historia de
un Dios que hizo brillar como nunca sus ojos? ¿No es una contradicción llevar a
los niños hasta la puerta del cielo para luego apartarlos y alejarlos de él? El
sentimiento interno que queda es de desconcierto. Le hemos ofrecido al niño el
mejor regalo, lo han tenido en sus manos, hemos querido eternizar en una
fotografía ese momento pero, después, solo queda el vacío de un rito desprovisto
de sentido.
Los padres se preocupan por los detalles: les
gusta recrearse en los aspectos estéticos de la celebración. Quizás no cuidan
tanto lo que ocurre en el interior de los niños, cómo lo reciben, qué sienten,
qué piensan cuando Jesús, suave y delicadamente, entra en ellos. Pero estas
cosas no pueden verse en las fotos ni en los videos.
Aunque invisible, la presencia de Jesús es
real y solo se puede ver desde los ojos de la fe, desde la retina del alma. El
gran protagonista de ese día no son los niños únicamente, sino esa presencia
callada, discreta, pero tan cierta, que somos incapaces de saborear porque
estamos absolutamente despistados, cuidando solo de las apariencias externas y
de lo que ocurre alrededor, olvidando lo central. Nos quedamos en lo
superficial del acto sin ahondar en su misterio. Todo el brillo de la ceremonia
pasa como un flechazo, como el disparo de un flash que en décimas de segundo
desaparece.
La comunidad que acoge
Los padres han de ser conscientes de que
llevar a sus hijos a la iglesia y prepararlos para la comunión significa que,
desde el primer momento, forman parte de la comunidad parroquial. Son miembros
de la familia de seguidores de Jesús. La comunión no tiene sentido sin una
progresiva vinculación a la Iglesia. La recepción de la eucaristía es un
momento importante, necesario para seguir vinculados y creciendo dentro de la
comunidad. Pero no es la meta definitiva.
Hay otro sacramento, el de la confirmación, que
acaba de integrar a los jóvenes plenamente en la comunidad cristiana. Si en el
horizonte de la comunión no está la confirmación y el deseo explícito del niño
y su familia de continuar vinculados a la Iglesia, no hemos entendido lo que
significa recibir la primera comunión. Es como si después de una declaración de
amor, los novios, al día siguiente, se dejaran de ver. No tiene sentido,
después de un primer abrazo, alejarse y que no haya más encuentros.
Abrigo una esperanza
Pero quiero creer que, finalmente, si Cristo
entra en el corazón del niño, aunque se intente arrinconarlo, nadie podrá
sacarlo de allí. Porque cuando él entra en nosotros permanece como un fuego que
ningún hielo podrá apagar. Él arde en nosotros con su llamarada y quizás algún
día, no sabemos cuándo, misteriosamente, se reanudará ese encuentro, esa
amistad con él. Y sentiremos una profunda complicidad. La amistad, si es
verdadera, nunca se extingue por mucho tiempo que pase. Dios tiene la capacidad
de hacer florecer esa historia de amor que un día empezó. Solo Él conoce el
camino de retorno.
Pido a los padres que no apaguen ese sentido de religiosidad que está en el propio ADN del
niño y que lo permitan crecer, hasta la madurez de su vocación cristiana.
Joaquín Iglesias
7 mayo 2013
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