La imagen del hombre en
la cruz expresa un terrible sufrimiento. Es una visión desgarradora que
conmueve y que sitúa al que lo vive al límite de un dolor inhumano, cuando hasta
para el gemido fallan las fuerzas y el cuerpo queda paralizado.
Morir en la cruz era el
castigo al que los romanos sometían, como escarmiento, a todos los insurgentes
condenados. Era terrible y escandaloso. El reo, colgado en el madero y
atravesados sus pies y brazos por gruesos clavos, agonizaba en medio de
terribles padecimientos hasta su muerte. Si tardaba en morir, se le quebraban
las piernas. Sus pulmones, oprimidos por el esternón, perdían la capacidad de
respirar y, finalmente, el hombre moría ahogado.
Lo más terrible es que este
que vemos colgado en una cruz era un hombre bueno, sencillo y solidario con los
pobres. Pasó por el mundo trayendo un mensaje revolucionario en cuyo centro
estaban el amor, la misericordia, el perdón, la humildad y la justicia. En esa
cruz, sobre el Gólgota, colgaba el mismo hijo de Dios, Cristo.
Uno se pregunta cómo el
gobernador romano, los sacerdotes, los escribas y los fariseos pudieron llevar
a la muerte a un hombre justo, convirtiéndolo en la imagen del siervo sufriente que habían anunciado
los profetas. Un hombre, bueno y santo, moría en medio de un martirio
insoportable, tras una larga agonía, lanzando un grito escalofriante que hizo
oscurecer el cielo y desatarse la tormenta. Unos amigos piadosos le dieron
sepultura, en discreto silencio, bajo el cielo borrascoso. Bajo la roca yació
el cuerpo del justo muerto injustamente.
¿Qué le han hecho los
hombres al Hijo de Dios? ¿Qué le continuamos haciendo, hoy, cada día? Si no
abrimos nuestro corazón a su ternura, lo estamos ignorando. Si nos cerramos a
su amor, estamos clavándole una espina. Cada paso que nos aleja de él es una
bofetada a su rostro, un azote a su espalda.
¿Podemos mirarle a los
ojos, abatido y sufriendo en la cruz? ¿No nos abruma su visión? ¿No se nos
acelera el corazón cuando fijamos la mirada en su rostro sufriente? ¿No nos
conmueve la terrible fragilidad de un Dios que por liberarnos aceptó soportar
el peor de los suplicios? ¿No nos duele la brutalidad del martirio? ¿No se nos
encoge el alma ante tanto dolor?
Ver la misma bondad
clavada en una cruz no puede dejarnos indiferentes. Cada vez que paso ante el
crucifijo y lo miro, respiro hondo, como queriendo darle el aire que le falta,
y un murmullo de impotencia me sale del corazón. Me pregunto, una y otra vez:
¿cómo te pudieron hacer esto?, y me quedo esperando una contestación, una
respuesta que quizás surgirá dentro de mí.
A la vez, brota un grito
interior: quiero sublevarme ante tal injusticia. Pero tú decidiste callar ante
Pilatos. Todo estaba cumplido, no valía la pena decir más. Ya lo habías dicho
todo, en tus predicaciones y, en especial, los últimos días antes de tu
apresamiento. Pero tu silencio era más penetrante que las palabras, quizás
porque todavía querías convertir, salvar, conquistar un alma para Dios. Quizás
porque la cruz solo fue un paréntesis, un paso necesario que vaticinaba algo
nuevo.
Verte cada día en la cruz
me hace bien, porque tú mismo ya eres el anuncio de tu misericordia infinita;
porque tu amor restaura todo mi ser y anuncia un encuentro glorioso. Me hace
bien porque tu dolor me recuerda que asumiste la cruz con libertad, para que
nadie más tuviera que sufrir inútilmente. Tu dolor hace que nunca me olvide de
todos aquellos que sufren a lo largo del planeta: niños, mujeres, enfermos,
ancianos abandonados… Cada vez que te miro, pienso que en algún lugar alguien
está sufriendo cruelmente, sin defensa, luchando por mantener su dignidad. Tu
cruz es un aviso para que no me olvide de los que padecen y quiera convertirme
en bálsamo que nutre el corazón desgarrado de tantas personas que han perdido
la luz en su horizonte.
Ayúdame a no apartar
nunca la mirada de ti. Ayúdame a descubrir que tu muerte no ha sido en vano. Te
pido que sepamos ir más allá de la imagen de tu rostro sangrante y podamos
mirarte a los ojos. Porque solo así, en el cruce de miradas, encontraremos una
respuesta.
Cuando abro las puertas
del vestíbulo para entrar en el templo, al fondo contemplo el sagrario. Allí
estás, para siempre, porque no nos has querido dejar huérfanos. Allí estás,
vivo en el pan eucarístico. De la muerte en cruz pasaste a la vida. Y ahora tu
casa está en el sagrario, custodiado por dos llamas que flanquean tu hogar,
indicando que allí estás, esperándonos, especialmente cada domingo, para darte
como alimento. Esta es la única esperanza que tenemos los cristianos, única e
inmensa, que basta para responder a todos nuestros anhelos e inquietudes: estás vivo, entre nosotros.
Joaquín Iglesias - 28
marzo 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario