Juan Pablo II decía que por el mero hecho de ir a misa nadie
tenía asegurado el cielo. Porque lo que es nuclear en la fe no son los ritos,
ni las prácticas litúrgicas, sino el amor, la caridad. No digo que la devoción
y las celebraciones pierdan su sentido, sino que desde la caridad la liturgia
adquiere un brillo especial, porque es fruto de ella. Desde el amor nace una manera
diferente de relacionarnos con Dios: todo es expresión de amor. Cuando
desvinculamos liturgia y amor convertimos nuestra relación con Dios en un rito
vacío.
Ante las exigencias de radicalismo en las formas Jesús fue
contundente. De ahí surge buena parte de su controversia con los fariseos. Hoy vemos
que hay movimientos religiosos con ribetes ultraconservadores que se erigen en
jueces, criticando y señalando todo aquello que no encaja con sus concepciones
ideológicas y religiosas, llegando al desprecio de aquel que es diferente
porque no comulga con sus postulados. Estos grupos crecen con un sentido de
posesión absoluta de la verdad y se consideran mejores, como aquel fariseo del
pasaje evangélico: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás
hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos
veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias…» (Lucas 18, 9-14).
Olvidan aquel otro pasaje, donde Jesús afirma que «El que no
está contra nosotros, está por nosotros» (Marcos 9, 38-43). Lo hace ante la
indignación de Juan, que ve cómo uno de fuera de su grupo expulsa demonios en
nombre de su maestro. El mismo Jesús previene contra la cerrazón de sus propios
discípulos.
Cuántos laicos, llevados de sus prejuicios, se ponen
nerviosos ante algunos sacerdotes por su forma de predicar, celebrar o incluso
de vestir, por no llevar clergyman o
casulla al celebrar misa. Se escudan en las normas litúrgicas y en la rúbrica.
Pero ¿qué es más importante, la celebración y lo que significa o el perfil
concreto del sacerdote? ¿No es más importante la eucaristía en sí misma, con
todo el misterio que expresa y revive?
Sin dejar de cuidar la belleza y la dignidad, los aspectos
formales de la liturgia no lo son todo. Si fuera así, convertiríamos a los
sacerdotes en funcionarios de culto, no en mediadores de un acto sublime de
entrega y amor. Cuántas veces se produce una desconexión entre el celebrante y
el pueblo de Dios. Si el presbítero se convierte en un actor sobre un
escenario, la ceremonia acaba siendo teatro. En cambio, cuando se vuelca todo
él en la celebración, la voz, la mirada, el tono, la profundidad y el
entusiasmo afloran por sí solos.
Si no se logra establecer una comunicación con los demás, si
no se logra inquietar y mover el corazón de los que asisten, estos pierden el
sentido originario y nuclear de la celebración. Lo irrenunciable, en la
eucaristía, es despertar la vivencia comunitaria, en todos los asistentes, y
revivir la experiencia de ser amados, redimidos y visitados por el mismo Dios,
hecho carne, que se nos da. La misa ha de ser una fiesta. Benedicto XVI explica
que Jesús instituye la eucaristía no en un marco oficial, que sería el templo o
la sinagoga, sino en la sala de una casa, durante una cena. Y en esa liturgia
nueva no hay sacrificio de animales ni ofrendas: es él mismo quien se entrega.
Él es el sacrificio y la ofrenda es su propia vida.
Formar parte del estado clerical no significa necesariamente
ser mejor persona ni más santo, por el hecho de recibir el don del sacerdocio.
Aunque al presbítero se le supone implícito el deseo de santidad, no siempre es
así. Si el sacerdote, con casulla o sin casulla, no logra adherirse a Cristo en
la eucaristía; si de él no sale un deseo ferviente de ser mejor, de nada sirve
la perfección formal.
Yo me pregunto si no habremos convertido la misa en un rito
repetitivo, que forma parte de una cultura religiosa rutinaria. ¿Nos transforma
y nos aumenta el deseo de santidad o simplemente nos tranquiliza porque hemos
cumplido un precepto?
La Iglesia, con su diversidad de carismas, me hace querer y
aceptar a los que son diferentes a mí.
El misterio de la encarnación
Lo esencial del misterio de la encarnación es que Dios se
hace hombre. No se encarna en una estructura política ni religiosa, sino en una
persona. La encarnación corporal de Cristo se da con todas sus consecuencias;
negar esto es negar su humanidad, una herejía.
La Iglesia se ha ido adaptando a las estructuras sociales,
culturales y políticas de cada época para que el evangelio llegue a todo el
mundo, y así lo ha ido haciendo a lo largo de veinte siglos. Más allá de los factores
culturales o ideológicos, su pedagogía está en función del interlocutor. Dios
no se encarna en una casta concreta, ni se encasilla en una estructura ni en un
grupo de la sociedad judía. Dios se encarna en un hombre libre que tendrá que
asumir el conflicto con la religión oficial de su tierra. Jesús rompe todos los
esquemas: la gente del pueblo sencillo lo quiere y lo sigue; no así las élites
religiosas y políticas. Para ellos resulta incómodo, pues no encaja en ningún
perfil y cuestiona sus principios, por eso constantemente lo ponen a prueba.
Jesús enseñó una nueva forma de relacionarnos con Dios, sin
doctrina formal, sin dogmas. Su lenguaje era sencillo y pedagógico. No iba de
intelectual ni de doctrinario. Su anuncio de la buena nueva fue en clave de
oferta salvífica. Hoy, Jesús no se habría dejado apresar por el rigorismo
litúrgico, ni por la vestimenta corporativa, ni por una cierta forma de hacer.
Jesús no es solo de los curas, ni de los laicos clericalizados,
ni tampoco de los que nos sentimos católicos. Jesús es de todos, de toda
persona que se abre y que lo busca sinceramente. Nadie tiene la exclusiva de
Jesús, y menos aún los que piensan que fuera de su comunidad y su forma de
entender la fe no hay salvación.
Ni siquiera la teología puede encorsetar a Cristo en sus
esquemas doctrinales. La encarnación es tan misteriosa, tan grande, que no
podemos convertirla en una idea que encaje con nuestras propias razones. El
Espíritu Santo escapa a reducir la libertad del Padre y del Hijo a entelequias.
Cristo es una persona y solo con una persona se puede establecer un diálogo
profundo, entre un yo y un tú que lo trasciende todo.
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