¿Qué implica asumir y entender la encarnación de Dios en
Jesús de Nazaret? Para entender la humanidad de Cristo hemos de dejar aparte
ciertos prejuicios morales, causados por una línea de pensamiento platónico y puritano
que ha llevado a un reduccionismo herético, llamado docetismo. Este afirma que
la corporeidad de Cristo es una excusa, un simple medio para encarnarse porque
no hay otra manera. El cuerpo es solo un vehículo para que la divinidad venga a
la tierra. Por tanto, la humanidad de Cristo y su corporeidad no tienen ningún
valor.
¿No creéis que, en el fondo, nos asusta pensar cómo Dios
pudo hacerse hombre, con lo que esto implica: su biología, su fisiología, su
sexualidad? Nos da vértigo asumir a un Dios hecho humano, sexuado, sujeto a
necesidades fisiológicas y emocionales. Nos parece que Jesús es menos Dios
porque come, ríe o se enfada, porque se cansa, siente angustia y tiene
preferencias ante la elección de sus amigos, o porque habla con mujeres pecadoras.
Nos espanta ver a un Dios hecho hombre, tan libre que no se somete a las normas
morales y religiosas de su cultura judía. Nos asusta verlo tan humano, tan
desnudo de prejuicios. No entendemos que Dios sude, que le salga barba, que
juegue con los niños o que se detenga a conversar con una mujer samaritana.
Preferimos a un Jesús delicado, andrógino, que marque
distancia para no exponerse a ciertas tentaciones. Preferimos al Cristo de la
estampita, risueño, ingenuo, con la mirada perdida en algún ensueño místico,
iluminado, como aparece en ciertas películas. Estamos negando el núcleo
esencial de la teología de la encarnación.
Así es como hemos reducido a nuestras categorías puritanas
la imagen de Cristo, porque nos abruma verlo tan normal y tan masculino. No
acabamos de entender que lo novedoso y revolucionario en la teología cristiana
es que Dios se hizo hombre en Jesús, y que este hombre, Jesús, es Dios. Este es
el misterio más apasionante de la revelación: Dios, por amor al hombre, se hace
hombre. Y sólo así puede mirarnos, seducirnos, amarnos e invitarnos a ir con
él. Por eso la Iglesia sigue formando parte del mismo misterio. O asume la
humanidad de Cristo o no podrá establecer un diálogo con el hombre de hoy.
Pero no solo la Iglesia ha de ser experta en humanidad. El
mismo sacerdote, en cuanto que forma parte de la vida de Jesús, ha de
participar de su libertad y ha de aprender a encarnarse en el mundo, como él lo
hizo. Y es que el sacerdote, en la medida que participa en la comunión con
Jesús, ha de asumir en profundidad que él también es hombre, con todas sus
consecuencias, y sujeto también a las leyes físicas, biológicas y psicológicas.
No puede renunciar a su ser hombre, porque esta es su naturaleza y ha sido
creado por Dios de esta manera: humano, mortal, con limitaciones. Cuando sublima su sexualidad por amor y entrega, está ejerciendo un profundo acto de libertad.
Cuántas corrientes puritanas quieren convertir al sacerdote
en un icono intocable, cuanto más pulido, mejor; imberbe, asexuado, distante.
Preferimos verlo así, cándido como la imagen de una estampa beatífica. Encasillamos
al sacerdote para evitar que sea demasiado humano y nos asusta verlo sin clergyman, sin afeitar, vestido como los
demás. Nos asusta que se mezcle con ciertas gentes o que vista de cierta
manera. Preferimos un frío formalismo a la sinceridad de un sacerdote que lucha
día a día por ser fiel a la grandeza de su don, aunque se equivoque. Pero el
Papa Francisco avisó: prefiero vuestros errores y equivocaciones, cuando
intentáis hacer el bien, antes que un legalismo clerical y paralizante. Un
sacerdote no lo es menos por no llevar alzacuello, como tampoco el que lo lleva
es más digno por el hecho de llevarlo.
No nos dejemos impresionar por las apariencias. Detrás de un
clergyman o una sotana puede
esconderse un terrible orgullo, que tape muchas carencias. Pero también he
conocido a sacerdotes muy santos que llevan alzacuellos, y a otros que no lo
llevan y que son orgullosos y petulantes, que venden marca de “progres” y
ocultan bajo su aspecto informal un ego altivo y arrogante. No se trata tanto
de llevarlo o no, sino de vivir con auténtica pasión y libertad el sacerdocio.
Tras las apariencias y la vestimenta, se trata de descubrir y reconocer la
bondad y el deseo de santidad que hay en el cura. Hemos de aprender a mirar a
los ojos y descubrir el brillo de su alma. Dejemos a un lado los prejuicios
morales y doctrinales para descubrir el tesoro de Cristo que hay en cada
sacerdote.
1 comentario:
Hola Padre
Ud. describe tan bien la realidad con bellas palabras pero a la vez duras y muy reales.
Un abrazo.
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