viernes, abril 18, 2014

Paseando contigo hasta tu casa

En la liturgia de ayer, jueves santo, celebramos la institución de la santa eucaristía. En este marco sagrado resuena de modo especial el ministerio del sacerdocio, sobre todo durante la consagración, el momento cumbre del misterio de la entrega de Jesús.

Su cuerpo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida. El sacrificio ya no son animales, como en la tradición judía; el sacrificio es él. Derrama su sangre como precio por nuestro rescate. Con su muerte, nos rescata para salvarnos.

Después de la celebración de la santa cena, iniciamos el recorrido de la reserva hacia el sagrario, en el bello monumento que se prepara para la hora santa. Aunque lo hacemos cada año, el momento en que la comunidad empezó su procesión, acompañando al sacerdote, resonó de una manera especial en mí. Pasear con Cristo eucarístico, caminar junto a él, estar con él, sosteniéndolo en mis manos… Mis ojos eran testigos de una experiencia luminosa.

El Cristo del altar hecho pan se hacía presente con toda la fuerza de su misterio. Una honda alegría invadía mi alma. Sentí un privilegio especial, tanto que no quería llegar al final del camino. Quería gustar y saborear ese encuentro. Mientras caminaba hacia el sagrario, el corazón se me llenaba de una emoción contenida. Con la mirada fija en su rostro sacramentado, sentí un temblor: estaba paseando con él, caminando como si fuéramos hacia el cielo, hacia los brazos del Padre.

A paso lento, meditaba su gesto sublime de amor. Él ha querido permanecer siempre con nosotros. ¡Qué señal de amor tan grande! No ha querido dejarnos huérfanos. No ha querido que nuestro vacío existencial se pierda en el absurdo.

Una vez llegamos a la puerta de su casa, el sagrario, no me di prisa en introducir adentro al Cristo vivo hecho pan. Con profunda reverencia, quise alargar el momento. Mi corazón rezaba, mis manos lo tomaban, mis ojos lo contemplaban, mis labios balbuceaban ante el misterio, mis rodillas se doblaban con adoración ante tanta belleza. La música de su dulce voz llegaba a mis oídos. El silencio era testigo de ese momento sagrado.

Deposité el cuerpo de Cristo en el sagrario, su pequeño hogar en la tierra. Abrir la puerta del sagrario es abrir la puerta del cielo. Allí estará siempre, con su presencia discreta, hasta que la mano de un sacerdote vuelva a abrirlo para darlo de comer a tantas personas que desean alimentarse de su vida.
El cielo y la tierra se unen; lo humano y lo divino se entrelazan. Ya dentro del sagrario, sigue resonando la fuerza de su misterio. Cierro la puerta, pero dentro late su vida, y también late afuera, en cada persona, en la Iglesia. Este es el gran misterio de su resurrección: está aquí y allí, arriba y abajo, dentro y fuera, en cualquier lugar donde sigue haciéndose presente. Pero, de una manera muy especial, está en la eucaristía. Y desde el sagrario nos convoca para que acudamos a pasear con él, a escucharle, a acompañarle, a crecer en amistad con él.

Le pido a Cristo que nunca se canse de expresarnos su dulzura y su paciencia amorosa. Señor, haz que siempre tengamos sed de ti.


Joaquín Iglesias
Jueves santo – 17 abril 2014 

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