En la liturgia de ayer, jueves santo, celebramos la
institución de la santa eucaristía. En este marco sagrado resuena de modo
especial el ministerio del sacerdocio, sobre todo durante la consagración, el
momento cumbre del misterio de la entrega de Jesús.
Su cuerpo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida.
El sacrificio ya no son animales, como en la tradición judía; el sacrificio es
él. Derrama su sangre como precio por nuestro rescate. Con su muerte, nos
rescata para salvarnos.
Después de la celebración de la santa cena, iniciamos el
recorrido de la reserva hacia el sagrario, en el bello monumento que se prepara
para la hora santa. Aunque lo hacemos cada año, el momento en que la comunidad
empezó su procesión, acompañando al sacerdote, resonó de una manera especial en
mí. Pasear con Cristo eucarístico, caminar junto a él, estar con él,
sosteniéndolo en mis manos… Mis ojos eran testigos de una experiencia luminosa.
El Cristo del altar hecho pan se hacía presente con toda la
fuerza de su misterio. Una honda alegría invadía mi alma. Sentí un privilegio
especial, tanto que no quería llegar al final del camino. Quería gustar y
saborear ese encuentro. Mientras caminaba hacia el sagrario, el corazón se me
llenaba de una emoción contenida. Con la mirada fija en su rostro sacramentado,
sentí un temblor: estaba paseando con él, caminando como si fuéramos hacia el
cielo, hacia los brazos del Padre.
A paso lento, meditaba su gesto sublime de amor. Él ha
querido permanecer siempre con nosotros. ¡Qué señal de amor tan grande! No ha
querido dejarnos huérfanos. No ha querido que nuestro vacío existencial se
pierda en el absurdo.
Una vez llegamos a la puerta de su casa, el sagrario, no me
di prisa en introducir adentro al Cristo vivo hecho pan. Con profunda
reverencia, quise alargar el momento. Mi corazón rezaba, mis manos lo tomaban,
mis ojos lo contemplaban, mis labios balbuceaban ante el misterio, mis rodillas
se doblaban con adoración ante tanta belleza. La música de su dulce voz llegaba
a mis oídos. El silencio era testigo de ese momento sagrado.
Deposité el cuerpo de Cristo en el sagrario, su pequeño
hogar en la tierra. Abrir la puerta del sagrario es abrir la puerta del cielo. Allí
estará siempre, con su presencia discreta, hasta que la mano de un sacerdote
vuelva a abrirlo para darlo de comer a tantas personas que desean alimentarse
de su vida.
El cielo y la tierra se unen; lo humano y lo divino se
entrelazan. Ya dentro del sagrario, sigue resonando la fuerza de su misterio.
Cierro la puerta, pero dentro late su vida, y también late afuera, en cada
persona, en la Iglesia. Este es el gran misterio de su resurrección: está aquí
y allí, arriba y abajo, dentro y fuera, en cualquier lugar donde sigue
haciéndose presente. Pero, de una manera muy especial, está en la eucaristía. Y
desde el sagrario nos convoca para que acudamos a pasear con él, a escucharle,
a acompañarle, a crecer en amistad con él.
Le pido a Cristo que nunca se canse de expresarnos su
dulzura y su paciencia amorosa. Señor, haz que siempre tengamos sed de ti.
Joaquín Iglesias
Jueves santo –
17 abril 2014
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