En nuestra cultura cristiana se nos ha inculcado mucho el
valor del sacrificio. Inmediatamente lo asociamos a privación, a restricción, a
una obra que nos cuesta o incluso a una mortificación. Pero en estas prácticas
hay que tener cuidado. Santa Teresa avisaba a sus monjas porque era fácil caer
en los excesos y en el orgullo. Todo eso, decía, nos aleja de Dios y arruina la
salud. El sacrificio entendido como autoflagelación, dolor provocado, puede
conducir a la neurosis y a un centrarse en uno mismo, es una forma de
masoquismo pero también de narcisismo que puede dañarnos corporal y
espiritualmente. El sacrificio material también corre el riesgo de convertirse
en ostentación: mi ofrenda es más generosa, más abundante… Dios me dará más si
yo le doy más. Ya no hay gratuidad, sino intercambio. Mercantilizamos nuestra
relación con Dios.
Misericordia
quiero, y no sacrificios, clamaba el profeta. Con esto nos da pistas sobre
qué gestos tienen valor para Dios y para nosotros.
El sacrificio es un concepto
antiquísimo, presente en todas las religiones y culturas del mundo. En su
origen no se trataba de un autocastigo, sino de una ofrenda. Sacrificio viene
del latín y significa, literalmente, hacer
sagrado. Es decir, se trata de convertir algo en sagrado. ¿Y qué es
sagrado? Lo sagrado es lo que pertenece a Dios.
Antiguamente se sacrificaban
animales o se quemaban perfumes, objetos o productos de la tierra para
ofrecerlos a Dios. Renunciar a estos bienes para quemarlos ante la divinidad
era una forma de decir: todo esto no nos pertenece, es un regalo de Dios y se
lo ofrecemos a él. La Biblia nos cuenta que Caín y Abel sacrificaban a Dios las
primicias de la tierra y del ganado. Y Dios veía con agrado el sacrificio de
Abel, porque no lo hacía por obligación ni con mala gana, sino de corazón, y
con esplendidez, eligiendo lo mejor que tenía para darlo a Dios.
Nuestra fe cristiana nos
enseña que Dios no necesita esos sacrificios para aplacar su ira. El cambio es
radical: Dios mismo se sacrifica por nosotros. Él se ofrece a los hombres y
muere a sus manos, en la cruz. ¿Puede haber sacrificio mayor que el de un Dios
que muere de amor por sus criaturas? El gran sacrificio ya ha sido realizado.
Entonces, ¿qué sentido tiene para los cristianos el sacrificio?
Ya en la Biblia, en un episodio impresionante,
vemos cómo Dios detiene la mano de Abraham, a punto de sacrificar a su hijo
Isaac. Dios no quiere esa clase de sacrificios antiguos. ¿Qué podemos ofrecerle
al que lo ha creado todo y no necesita nada de este mundo?
Dios no necesita ofrendas
materiales. Pero hay algo que podemos ofrecerle: a nosotros mismos. Ofrecerle
tiempo: para rezar, para estar con él; ofrecerle nuestros bienes, donando
limosnas y ayudando a quienes lo necesitan; ofrecerle nuestros talentos,
poniéndolos al servicio de los demás y no de nuestra vanidad. ¿Qué le
ofreceremos a quien nos ha dado la existencia y lo mejor de todo: a sí mismo?
No seamos cicateros ni avaros
a la hora de hacer sacrificios. No le demos a Dios las sobras, si es que hay
sobras. A veces parece que Dios sea lo último de nuestra vida y le damos solo
los restos: el poco tiempo que nos queda, si queda; la limosna que es
calderilla sobrante; la poca energía que conservamos después de habernos quemado en mil ocupaciones,
algunas de ellas innecesarias, o superficiales…
Pero no veamos el sacrificio
en negativo, como algo que nos disminuye, algo que nos merma o nos mutila. El
sacrificio, hacer sagrado algo para
Dios, en realidad es una forma de vivir radicalmente distinta. ¡Hagamos que
nuestra vida sea sagrada! Dios no quiere nuestro dolor ni nuestra muerte, sino
nuestra vida, nuestra salud, nuestra alegría. Démosle a Dios lo mejor que
tenemos: nuestro gozo, lo que nos apasiona, nuestros amores, nuestras ilusiones,
las mejores horas del día. Convirtamos nuestros días en una liturgia viviendo
en profundidad, conscientemente, despacio, acariciando todas las cosas que
hacemos. Trabajemos con amor, hablemos con amor, miremos, toquemos, caminemos
con gratitud y sintiendo intensamente el don de la existencia. Dios nos da la
vida, devolvámosle una vida saboreada, paladeada, exprimida con amor. Una vida
entregada, también, a quienes nos rodean, criaturas de Dios.
Decía un filósofo que el
otro, el prójimo, es tierra sagrada. Sí, el
otro es templo de Dios, tierra santa a la que amar y cuidar como lo haríamos
con el mismo Dios. En esto consiste el verdadero sacrificio.
Cuaresma 2015
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