La Iglesia celebra el día de los fieles difuntos. Nos
recuerda que nuestra vida mortal es un tránsito a una vida nueva, el camino que
lleva hacia la luz, el gozo pleno con Dios. La fiesta de los difuntos nos
recuerda que nuestra vida no se acaba. Aunque limitada y finita, está llamada a
perdurar para reencontrarnos con Aquel que ha hecho posible nuestra existencia
insertándonos en un lugar, en una familia donde crecemos y maduramos como
personas, y donde aprendemos a transmitir los valores que ayudan a fraguar
nuestra personalidad.
La familia se convierte en un referente de valores morales y
religiosos, en una escuela de amor. Es nuestra raíz y la referencia esencial
para proyectarnos en el mundo. En ella aprendemos la gran asignatura de la
vida: el amor, generando fuertes vínculos con los familiares, con los amigos y
las personas que nos rodean.
Hoy es un día para recordar con gratitud a todas aquellas
personas que han hecho posible nuestra existencia: abuelos, padres, maestros, catequistas,
amigos… todos los que han contribuido a nuestro crecimiento como personas y
cristianos. En definitiva, todos los que han hecho posible que seamos lo que
somos.
Ellos son nuestras estrellas del norte. Sin su generosidad,
su entrega y su sacrificio no hubiésemos llegado a donde estamos ahora. La
Iglesia recuerda que ese vínculo con ellos no se rompe del todo. El recuerdo de
un pasado hermoso no solo se guarda en la memoria, sino en el corazón. Allí se
conservan los grandes momentos de nuestra historia, vivencias eternizadas, tan
reales como el momento presente. Es como si el corazón abriera una puerta hacia
el más allá: se convierte en una antesala del cielo. Ni la muerte posee
bastante fuerza para disipar la intensidad del amor que profesamos a nuestros
difuntos.
Aquellos que hemos amado nunca acaban de morir. Viven en
nuestro pensamiento y su recuerdo está vivo en nosotros. Pero, más allá de lo
sicológico y lo emocional, sabemos que realmente viven para siempre con Dios.
Esta es la promesa de Jesús: estaremos allí donde él esté. Es decir, en el
cielo, con él, con el Padre, y esto no es una simbología literaria, es una
promesa real que forma parte de nuestra fe. Creemos en la resurrección. Como
diría san Pablo, todos estamos resucitados con Cristo, la muerte es el parto
definitivo para nacer a la vida de Dios. Este es el final de todo cristiano:
volver de donde salió, al mismo corazón de Dios.
No nos preocupemos, porque ellos también nos llevan en su
corazón. Un día experimentaremos el gozoso reencuentro en el corazón de Dios.
Vivir amando ya es vivir el cielo aquí en la tierra. La muerte no es un salto
hacia el abismo, es una transformación, un paso de una vida mortal a la vida
divina, al gozo eterno, a la plenitud de nuestra vida espiritual.
Nuestros queridos difuntos son una multitud que nos ha
precedido, haciéndonos el mejor legado: ellos mismos, sus vidas. Mientras ellos
atraviesan ese paso oscuro hacia la luz, hacia el nuevo paraíso, la Iglesia,
sabia en humanidad, doctora en amor, nos invita a reflexionar sobre el gran
misterio de Dios. Un Dios que nos ha concebido eternos porque no quiere
separarse de sus criaturas. No quiere renunciar a su paternidad amorosa. Dios
nos ama tanto que envió a su primogénito para que nadie se pierda y todos seamos
recuperados para él. A Dios le tiembla el corazón ante la posibilidad de perder
algunos de sus hijos, por eso permite la muerte de su Hijo, para que nos
rescate a todos. Nuestros difuntos han sido resucitados por Cristo, han pasado
de la muerte a la vida. Ahora viven para siempre en Dios. Y, aunque nos separe
la barrera de la eternidad, ellos están velando y protegiendo a los suyos.
En esta distancia cuántica no solo no se pierde la
comunicación, sino que aumenta. La fe es la certeza de una presencia permanente
que perdura en el tiempo. Su presencia invisible cada vez se hace más real. Con
los vivos necesitamos hablar, pero con los que están al otro lado de la orilla
sabemos que no podemos escucharlos con nuestros oídos, pero sí con el corazón.
De corazón a corazón se mueve tanta energía espiritual que se produce una
comunicación auténtica y real bajo la mirada cálida del Anfitrión del cielo.
Nuestros difuntos son astros luminosos que brillan en el
corazón de Dios. No dejemos de mirar al cielo. Los destellos de miles de
estrellas en el firmamento nos recuerdan el resplandor de su ternura. La
distancia nunca es tanta que haga imposible el abrazo tan anhelado. Dios puede
convertir esa distancia en proximidad inmediata, convirtiendo esos instantes en
eternidad. Tengamos fe. Él es el Señor de la vida y nuestra existencia no se
concibe sin el abrazo soñado desde siempre por Dios.
Joaquín Iglesias
2 noviembre de 2015
Fiesta de los Fieles Difuntos
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