La resurrección es la definitiva y gran noticia para el
hombre. Es el acontecimiento que sostiene las razones más profundas de nuestra
vida. Sin ella nuestro horizonte se oscurece; con ella se amplía y se ilumina.
Es el motor de la vida cristiana. En ella todo recobra sentido: la historia, la
vida, los otros, el futuro, la eternidad. Nos empuja a mirar más allá de lo racional,
de lo intelectual y de lo empírico. Nos abre a una visión trascendente de la
realidad. Nos enseña que en la realidad física no se agota todo.
La resurrección de Jesús está inserta en la historia, pero
va más allá de ella, trascendiendo el plano físico y entrando en otra
dimensión: la dimensión de Dios. Su cuerpo ya no está sometido a las leyes
físicas, aunque sigue siendo material, y por eso come pescado con sus amigos.
Pero en él la materia se transforma. Dios, fuente de la vida, puede darle otras
propiedades, y así es como le permite atravesar paredes, o desplazarse de un
lugar a otro de manera inmediata. Jesús resucitado sigue siendo corpóreo, pero no
ha vuelto a la vida de antes, limitada y mortal, sino que vive en un plano
espiritual, que le permite participar de la vida de Dios, sin dejar su
corporeidad. Y esto es lo absolutamente novedoso de Jesús. No resucita como
Lázaro o como el hijo de la viuda de Naín. Estos volverán a su vida anterior y
de nuevo morirán, cuando llegue el momento. Lo de Jesús es un salto cuántico.
Desde entonces, estará para siempre en el regazo de Dios Padre.
Esta noticia nos lleva a un cambio de paradigma cultural y
social. Nunca antes se ha producido un hecho igual en la historia. Por eso no
es lo mismo creer que no creer en este acontecimiento fundamental para los
cristianos.
Pero hemos de ir más allá de una mera adhesión intelectual.
Creer no basta. De la afirmación de nuestra fe hemos de hacer vida. Este
evento, que marca todo el devenir del mundo, debe cambiarnos.
Dejemos que los rayos luminosos de la resurrección penetren
en nuestras entrañas; dejemos que Cristo entre de lleno en nuestra vida, la
ilumine y la plenifique. Sólo así, siendo reflejos vivos de esta gran
experiencia, podremos contribuir a que el sol de Cristo atraviese y empape
todos los poros de la humanidad y de la creación. Con Cristo resucitado, participamos
aquí y ahora de este gran acontecimiento que envuelve toda nuestra existencia.
Que la resurrección de Jesús nos ayude a descubrir el don sagrado de la vida
sobrenatural y que, a la vez, nos convirtamos en apóstoles entusiastas que
anunciemos esta gran verdad.
Salgamos, como leemos en todos los relatos de las
apariciones de Jesús; salgamos corriendo a anunciar esta gran y buena nueva.
Quizás a veces con temor, pero con alegría de saber que participamos de esta
resurrección. Salgamos ardiendo en ese fuego de amor. Salgamos vibrantes a
anunciar este acontecimiento, yendo más allá de nuestros miedos e
inseguridades, para convertirnos en auténticos voceros de este sorprendente
anuncio. Jesús vive ya para siempre. Esta verdad ha de ser nuestra bandera, y
la hemos de agitar a los cuatro vientos. Sólo tenemos que dejarle entrar en
nosotros para que siga siendo nuestro aliento y nuestra fuerza y para no decaer
en esta urgente misión. Cristo vive y sólo el encuentro con él cambia
verdaderamente nuestra vida. ¡Seamos testimonios de este encuentro luminoso!
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