En el solsticio del invierno, la noche más larga y oscura,
ocurre algo inimaginable. Un acontecimiento impregna toda la faz de la tierra
de un perfume con olor a divinidad. Todo el orbe queda empapado de un profundo
misterio. Una noche, en Belén de Judá, en una apartada provincia romana, emerge
de la profundidad del mar de Dios un proyecto que cambiará la historia. El anuncio
se hace realidad. Dios, con toda su potencia celestial, se revela en la
fragilidad de un niño. ¿Y si la fuerza no está en su omnipotencia, capaz de
atravesar los mares, sino en el amor que rompe las distancias y lo hace cercano
y asequible a la humanidad?
¿Qué dioses del Olimpo renunciarían a su fuerza iracunda para
cambiar el curso de la historia? Son dioses caprichosos que conciben a la
criatura humana como un juguete, utilizándola a su antojo. El niño Dios, que
nace en Belén, será todo lo contrario.
Se apea de su rango majestuoso para hacerse uno de nosotros,
para sentir en sus entrañas el mismo dolor que el hombre ante su propia
vulnerabilidad. No es un Dios que juega con el destino de su criatura, actuando
arbitrariamente. Es un Dios que nos ama tanto, que asume la condición humana
para vivir de lleno nuestra frágil realidad. Y ha decidido permanecer,
acompañar y dar esperanza al hombre que busca sentido a su vida. Ha decidido
aliarse para siempre con él, convirtiéndose en su amigo y en la razón más
profunda de su existencia. Es un Dios que se abaja para que nosotros podamos
mirar bien alto y empecemos a descubrir que, desde nuestro nacimiento, tenemos
un anhelo de trascendencia impreso en el ADN del alma. Siempre hemos deseado
encontrar algo, o alguien, que dé respuesta a todas nuestras inquietudes, que
sacie nuestra hambre de Dios. Ese deseo anida en lo más profundo de nuestro
corazón.
Sí, es un día más, una noche más, pero lo que ocurre es algo
totalmente distinto: una nueva aurora está a punto de estallar. La humanidad
está de parto; la tierra, embarazada, gime con todas sus fuerzas. Está a punto
de nacer un nuevo hombre, con ansias infinitas de plenitud. Dios también se
encarna en cada ser humano para abrir nuevos horizontes en su existencia. El
hombre ya no estará a merced de sus contradicciones ni del culto ególatra a sí
mismo, atado a sus dependencias, sino que estará reconciliado consigo y con la
historia, con los demás y, especialmente, con Dios, su creador. Todos nos
convertimos en Jesús, con la misión de unirnos a él y sumarnos a la tarea de
salvar, liberar, sanar, amar, alegrar y dar vida, como él la dio.
En el camino de nuestro crecimiento espiritual somos todavía
niños y, como tales, hemos de ir descubriendo el sentido y la razón última de
lo que somos, qué hacemos y hacia dónde vamos. Sólo desde la contemplación de
nuestra realidad espiritual aprenderemos a descubrir y a madurar en el camino
de ser co-misioneros con aquel que nos ha dado el aliento divino, la vida
espiritual, hasta que podamos decir, como san Pablo: «Ya no soy yo, sino Cristo
quien vive en mí».
Que el Niño Dios de esta Nochebuena nos ayude a hacernos como él y que
nos dejemos acunar en brazos de Aquel que nos ha dado la vida, confiando en ese
brazo extensible que es la Iglesia, como lo fue María para Jesús.
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