En ciertos ámbitos
eclesiales se da una tendencia a otorgar un protagonismo exagerado a estos tres
aspectos de nuestra fe. Durante un tiempo parecían temas casi tabú, que se
callaban y hasta se menospreciaban. Se consideraba que los milagros eran
fantasías o fenómenos psicológicos, la importancia de la Virgen María se
rebajaba y, en cuanto al demonio, incluso se negaba su existencia. El
magisterio de la Iglesia se esfuerza en poner cada cosa en su lugar y darle la
importancia que tiene, ofreciendo enseñanzas sabias y equilibradas sobre cada
tema. Pero, en los últimos tiempos, y sobre todo en algunos movimientos y
grupos, vírgenes, demonios y milagros se han convertido en signos distintivos.
Los riesgos de la exageración son muchos, y llevan a las personas a vivir
presas del miedo y esclavizadas a las directrices que imponen los grupos o
comunidades a las que pertenecen. El mismo Papa Francisco ha alertado en varias
ocasiones sobre el peligro de exagerar ciertas cosas.
Milagros
Los milagros
se definen como signos sobrenaturales de la misericordia de Dios. Jesús hizo
milagros, movido por la compasión, pero no fue un milagrero. Taumaturgos, u
obradores de milagros, los ha habido en todos los tiempos, en todas las
culturas y religiones. En la época de Jesús no eran extraños, Jesús no era el
único. La segunda tentación del diablo en el desierto fue esta, precisamente:
utilizar lo sobrenatural para ganar adeptos y poder. Jesús pudo hacer muchos más
milagros, pero renunció a ello. Sólo los hizo como expresión de amor. Y cuando
estuvo clavado en la cruz, ante los judíos que se burlaban y le pedían el
milagro de salvarse a sí mismo, se despojó de todo poder y rechazó hacer ese
último gesto que podía haber desarmado a sus enemigos.
Por otra parte, se suele
vincular la fe con el milagro de forma un poco delicada: es decir, si tienes
fe, se produce el milagro. Pero esto no siempre es así. La fe salva, con o sin
milagro. Y los milagros pueden darse, con o sin fe. Algunos de los milagros más
impactantes de Jesús se dieron sin fe por parte de las otras personas: nadie
esperaba que Jesús multiplicara los panes para alimentar a cinco mil personas,
nadie esperaba que resucitara a Lázaro, tampoco a la hija de Jairo; ni la viuda
de Naín esperaba que su hijo muerto volviera a la vida, ni los novios de Caná
imaginaban que Jesús transformaría el agua de seis tinajas en vino. Hay otro
episodio notable en el evangelio: la curación de diez leprosos, de los cuales
uno solo regresa para dar gracias a Jesús. Los diez fueron curados, pero
¿cuántos quedaron salvados? Salvado no significa necesariamente ser curado.
Lo importante es el
crecimiento espiritual, no la sanación en sí. Ha habido muchos santos enfermos,
y su enfermedad no ha sido por falta de fe ni de amor a Dios. El dolor y la
enfermedad a veces pueden tener un valor para el crecimiento y la santidad de
la persona. Nos enseñan algo que debemos aprender, y pueden ayudarnos a madurar
y a amar más. No olvidemos el valor redentor de la cruz: Jesús no bajó de ella,
ni quiso ahorrarse sufrimientos.
Los milagros atraen
porque queremos forzar “atajos” para estar bien sin pasar por un proceso de
aprendizaje y madurez. Queremos alcanzar la meta sin esforzarnos en la carrera.
El mismo demonio puede
hacer milagros para atrapar a ciertas personas. Los adversarios de Jesús le
acusaban de hacer milagros en nombre de Belcebú; esto significa que ya entonces
se sabía que los espíritus malignos también tienen ese poder.
Finalmente, hay que estar
alerta con lo que llamamos milagro. La Iglesia lo ha definido muy bien, y estudia
con cuidado los casos que se le presentan. Sabemos que en Lourdes se han
producido miles de curaciones. Pero la Iglesia, en más de un siglo, sólo ha
reconocido como milagros unos 70. Las otras mejorías pueden haber sido
remisiones temporales o espontáneas, curaciones por el propio poder mental, la
sugestión o el apoyo de las personas acompañantes. Hay muchos factores que
influyen en la sanación, y no todo son milagros.
El verdadero milagro que
puede darse en una persona es la conversión. Y conversión significa un cambio
de vida. Dejarse tocar por Jesús nos cambia desde el fondo. Este cambio
interior es mucho más difícil que una curación física. El gran milagro es
volver el corazón hacia Dios, habitar en Cristo, ser nuevos cristos. La
salvación ―o santificación― es mucho más que la sanación.
Demonios en todas partes
Ciertos grupos y personas
están obsesionados con el demonio. Hablan mucho de fe, de la Biblia y… del diablo.
Pero hablan poco de amor, de confianza, de libertad. Y Jesús vino a liberarnos,
esas fueron sus primeras predicaciones.
El demonio existe, por
supuesto. El mal en el mundo es una realidad y lo vemos cada día. La Iglesia tiene
una
doctrina bien elaborada sobre su existencia y forma de obrar. El problema
es cuando le damos una excesiva importancia, vemos al demonio donde no está y,
en cambio, no lo vemos donde está. Lo asociamos a manifestaciones
sobrenaturales y psíquicas, pero no lo sabemos ver en el pecado personal. Lo
vemos en posesiones, pero no en nuestras caídas de cada día. Si el demonio
tiene algo es que es sutil: se disfraza, como decía san Juan de la Cruz, de
ángel de luz. Su aspecto puede ser amable, hermoso e incluso humanitario. Pero
es ambicioso, ávido de poder y destructivo.
Los gobiernos suelen
avisar a los medios de comunicación: cuidado con el terrorismo. Porque difundir
muchas noticias no hace más que darles publicidad. Pues con el demonio sucede
lo mismo: hablar continuamente de él es hacerle propaganda. No hay que vivir
pendiente de él; el amor de Dios es más grande que el poder del demonio. Santa
Teresa lo sabía bien, ella que vivió en una época en la que había mucha
obsesión por lo diabólico. Algunas monjas, ensimismadas con el acoso del
demonio, se entregaban a penitencias y ayunos exagerados. Se provocaban, sin
saberlo, alteraciones mentales y muchas enloquecían. San Juan de la Cruz y santa
Teresa tuvieron que lidiar con muchos de estos casos, por eso dedican al tema
páginas muy sabias y certeras. Al final, Teresa comprendió que el demonio no
era más que una mosca, que fastidia y nos quiere hacer daño, pero no es nada
comparada con el Señor. Lo mejor es no hacerle caso. Si le das importancia, le
das poder.
El discurso sobre el
demonio genera miedo. Y el miedo es un sentimiento que ofusca el saber, y en
cambio acentúa el sentir. La mente obsesiva crea demonios, e incluso puede
provocar reacciones similares a la posesión, y ataques de locura. La mente
puede crear un infierno y generar miedos recurrentes. Esto sucede en personas
muy sensibles e inseguras, que han sufrido traumas emocionales o que están muy
carentes de afecto. Los exorcistas lo saben bien, y afirman que más del 90 % de
los casos de posesión diabólica son de origen mental
o psiquiátrico.
Vírgenes a la carta
María es la primera
cristiana, modelo y figura de la Iglesia, y todos deberíamos amarla y tomarla
como ejemplo y ayuda. La enseñanza de la Iglesia sobre la Virgen es maravillosa
y deberíamos conocerla. Pero otra cosa
es convertir a María en una diosa y darle el culto que se debe a Dios. Dar más
importancia a la Virgen que a Cristo es un error.
Por otra parte, hay que
andar alerta con las supuestas apariciones. La Iglesia ha
reconocido una docena de las más de dos mil que se han registrado en la
historia del cristianismo. Pero no obliga a ningún creyente a creer en las
apariciones, considerando que los mensajes de la Virgen en estas ocasiones son
revelaciones privadas, que tienen su valor, pero no añaden nada nuevo a la
revelación del evangelio.
A veces se corre el
riesgo de caer en extremismos y distorsiones. María es madre de todos y actúa
en todos los sitios. Sigue actuando, aunque no aparezca. Para ella tampoco hay
lugares más santos que otros. Y su mensaje más claro ya lo dejó en el
evangelio, con sus pocas y profundas palabras, pero sobre todo con su vida y
obras. Lo demás, si se aleja de esto, puede ser una desviación.
El papa Francisco ha
alertado sobre esta cuestión. El Concilio Vaticano II también avisó contra los
excesos de ciertos cultos marianos y dejó un documento iluminador sobre la
veneración a María. El papa Pablo VI escribió una exhortación apostólica, Marialis
cultus, que sería bueno leer y conocer.
El culto a María a menudo
se mezcla con la afición a los milagros, a lo espectacular y lo prodigioso. Hay
muchos fervientes devotos de María que le muestran admiración y una pasión
exagerada, pero no la imitan en su discreción ni en su caridad. Prefieren lo
sobrenatural y las experiencias límite, pero no siempre parece que busquen la
conversión de corazón.
Muchos santuarios
marianos se levantan sobre antiguos lugares de culto paganos. La veneración a
una diosa madre, ligada a la tierra, se cristianizó y se convirtió en culto a
María. Las diversas advocaciones de María muestran el arraigo de este culto a
un lugar. Pueden quedar residuos de este paganismo en la religiosidad mariana
actual. Por eso hay que recordar, siempre, que María de Nazaret sólo es una.
María es humana, mientras
que Jesús es hombre y a la vez Dios. Como humana, es la persona que ha llegado
más lejos. El gran valor de María es su sí, su fiat («Hágase en mí según tu palabra»). Esa total apertura de María
a la voluntad de Dios nos enseña a decir sí y a permitir que Dios actúe en
nuestra vida. Es a él a quien debemos consagrarnos. El mejor consejo y aviso
que nos da María está en el evangelio: «Haced lo que él os diga.»
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