domingo, octubre 23, 2022

Tú en mí, yo en Ti

Contemplarte de nuevo es un don inmenso. Es bañarnos en tu gracia, es reconocer que la vida sin ti se apaga, pierde color y la oscuridad aparece en el horizonte. Sin embargo, tú brillas en lo más hondo de mi corazón, iluminando el cielo de mis anhelos. La trascendencia se derrama ante la finitud de mi ser; el misterio se revela.

Sí, mi Dios, allí estás, esperando con impaciencia a tus hijos creados por tu infinito amor. De nuevo siento la grandeza de tu dulce presencia, hoy tan cercana, tan asequible, tan real como mis ojos contemplándote.

Allí estás, sostenido y elevado en la custodia. Siento tu respiración con la mía, yo en ti y tú en mí. Sobrecogido ante tu presencia luminosa, el mayor acto de evangelización se da sin ruido, sin aspavientos, sin imponer una doctrina. Es estar, simplemente, sin prisa, a tu lado y paladear tu compañía, que nos sabe a manjar del cielo. No sólo hay que hablar o predicar, sino irradiar la experiencia del encuentro, invitando a otros a que descubran lo que tú has experimentado con tu vida, con tu testimonio, con tu forma de ser y hacer.

Lo que convencerá no será nuestra elocuencia, comunicando lo que sabemos, sino que los demás vean en nosotros la imagen de un hombre que, diciendo tantas cosas bellas de Dios, tuvo un gesto más allá del valor de la palabra: su entrega por amor. Lo que nos salva no será aprender todo el catecismo; una pizquita de amor como el tuyo ya sería suficiente.

En tu camino hacia la cruz, no te defendiste, ni intentaste convencer a nadie. Humilde y discreto, avanzaste hacia el patíbulo, sin gestos de autosuficiencia, callando ante tu muerte inminente, sin rebelarte frente a tu agonía. Tu cuerpo flaqueaba, pero tú seguías firme en tu fidelidad al Padre. Desarmado y desnudo, no sólo te dejaste abofetear, girando la otra mejilla, sino que te dejaste coronar de espinas, te dejaste azotar por los látigos y los insultos, y finalmente atravesar por una lanza. Pero tu Padre Dios quería que estuvieras con nosotros: te resucitó. El amor venció a la muerte, y luego quisiste permanecer para siempre en la eucaristía, en el trocito de pan consagrado para ser tomado. Ya no sólo quieres estar presente en el sagrario, sino en nosotros, pues cada vez que te comulgamos, nuestro corazón queda iluminado por tu presencia. Nos conviertes en otros sagrarios, por eso cada persona es imagen tuya y dignísima de ser amada.

¡Cuánto nos cuesta verte y amarte en los demás! Eso es llevar a cabo tu mandamiento: amaos como yo os he amado. Y esto implica un cambio cualitativo en nuestra forma de amar.

A lo largo de mi sacerdocio he ido descubriendo que lo que más me atrapa es este conocimiento íntimo de ti.

Además de la sagrada escritura, además de tu mensaje, está lo que no dijiste con tus profundos silencios, cuando orabas ante el Padre. Y además de tus silencios, lo que hiciste y cuánto amaste. Tu palabra no se entendería sin ese corazón que rezuma pasión por el hombre, hasta el límite de dar tu vida por él. Tu palabra y tu mensaje tienen fuerza porque las hiciste vida de tu vida. Tanto nos sigues amando, que has querido seguir estando presente en medio del mundo, para que aprendamos a hablar menos y a amar más. Sólo así te reconoceremos, cuando salgamos a estar un rato más contigo y nos vayamos configurando contigo. Este rato de silencio es como bucear en tus entrañas y maravillarnos ante los bellos parajes de tu corazón divino.

Enséñanos a deleitarnos con la suavidad de tu exquisita presencia en este ocaso del día que, sigilosamente, de puntitas, se va hasta el nuevo amanecer, cuando vuelva a brillar como tu rostro lleno de amor hacia sus criaturas.

No hay comentarios: