Sí, mi Dios, allí estás, esperando con impaciencia a tus hijos creados por tu infinito amor. De nuevo siento la grandeza de tu dulce presencia, hoy tan cercana, tan asequible, tan real como mis ojos contemplándote.
Allí estás, sostenido y elevado en la custodia. Siento tu
respiración con la mía, yo en ti y tú en mí. Sobrecogido ante tu presencia
luminosa, el mayor acto de evangelización se da sin ruido, sin aspavientos, sin
imponer una doctrina. Es estar, simplemente, sin prisa, a tu lado y paladear tu
compañía, que nos sabe a manjar del cielo. No sólo hay que hablar o predicar,
sino irradiar la experiencia del encuentro, invitando a otros a que descubran
lo que tú has experimentado con tu vida, con tu testimonio, con tu forma de ser
y hacer.
Lo que convencerá no será nuestra elocuencia, comunicando lo
que sabemos, sino que los demás vean en nosotros la imagen de un hombre que,
diciendo tantas cosas bellas de Dios, tuvo un gesto más allá del valor de la
palabra: su entrega por amor. Lo que nos salva no será aprender todo el
catecismo; una pizquita de amor como el tuyo ya sería suficiente.
En tu camino hacia la cruz, no te defendiste, ni intentaste
convencer a nadie. Humilde y discreto, avanzaste hacia el patíbulo, sin gestos
de autosuficiencia, callando ante tu muerte inminente, sin rebelarte frente a
tu agonía. Tu cuerpo flaqueaba, pero tú seguías firme en tu fidelidad al Padre.
Desarmado y desnudo, no sólo te dejaste abofetear, girando la otra mejilla,
sino que te dejaste coronar de espinas, te dejaste azotar por los látigos y los
insultos, y finalmente atravesar por una lanza. Pero tu Padre Dios quería que
estuvieras con nosotros: te resucitó. El amor venció a la muerte, y luego
quisiste permanecer para siempre en la eucaristía, en el trocito de pan
consagrado para ser tomado. Ya no sólo quieres estar presente en el sagrario,
sino en nosotros, pues cada vez que te comulgamos, nuestro corazón queda
iluminado por tu presencia. Nos conviertes en otros sagrarios, por eso cada
persona es imagen tuya y dignísima de ser amada.
¡Cuánto nos cuesta verte y amarte en los demás! Eso es
llevar a cabo tu mandamiento: amaos como yo os he amado. Y esto implica un
cambio cualitativo en nuestra forma de amar.
A lo largo de mi sacerdocio he ido descubriendo que lo que
más me atrapa es este conocimiento íntimo de ti.
Además de la sagrada escritura, además de tu mensaje, está lo
que no dijiste con tus profundos silencios, cuando orabas ante el Padre. Y además
de tus silencios, lo que hiciste y cuánto amaste. Tu palabra no se entendería
sin ese corazón que rezuma pasión por el hombre, hasta el límite de dar tu vida
por él. Tu palabra y tu mensaje tienen fuerza porque las hiciste vida de tu
vida. Tanto nos sigues amando, que has querido seguir estando presente en medio
del mundo, para que aprendamos a hablar menos y a amar más. Sólo así te
reconoceremos, cuando salgamos a estar un rato más contigo y nos vayamos
configurando contigo. Este rato de silencio es como bucear en tus entrañas y
maravillarnos ante los bellos parajes de tu corazón divino.
Enséñanos a deleitarnos con la suavidad de tu exquisita
presencia en este ocaso del día que, sigilosamente, de puntitas, se va hasta el
nuevo amanecer, cuando vuelva a brillar como tu rostro lleno de amor hacia sus
criaturas.
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