El adorador es aquel que pone en su centro a Cristo sacramentado. Ante la inmensidad de su presencia, crea un espacio de silencio.
El adorador es aquel que vive del pan eucarístico,
haciéndose uno con Cristo y convirtiéndose en pan para los demás.
El adorador es aquel que no cae en el quietismo; la sintonía
con Cristo modela toda su vida y se deja habitar por él.
Es aquel que, ante el misterio de la Santa Hostia, medita y
contempla el gesto de sublime entrega de Jesús.
Es aquel que ha descubierto que estar ante él significa
entrar en la órbita de su amor.
Es aquel que sabe que, después del encuentro, ha de
testimoniar su experiencia, convirtiéndose en luz para otros.
Es aquel que vive instalado en las tres virtudes teologales:
fe, esperanza y caridad, como ejes de su vida.
Es aquel que vive con la confianza puesta en Jesús, nuestro
Señor.
Es aquel que, frente a Jesús sacramentado, no busca
experiencias sobrenaturales, sino que vive una suave y delicada presencia, casi
imperceptible.
El adorador ha aprendido a mecerse en el silencio, un mar
profundo cuya vibración no entra por los sentidos, sino por el alma.
El adorador se llega a doctorar en silencio, y sólo desde el
silencio entiende el lenguaje de la presencia. Pues las grandes
transformaciones no se dan con manifestaciones llamativas, que alteran la
conciencia.
Su alma se llena de serenidad, paz interior y dulzura. La
adoración sincera lleva a un nuevo trato hacia las personas, un trato exquisito
y amable, donde se percibe la suavidad de espíritu.
Sólo estar con él ya es un milagro.
Contemplar tanta belleza ya es un regalo. Sentirse envuelto
en este misterio de amor ya es participar de algo extraordinario y sublime,
algo sobrenatural.
Si ocurre algo más, será por añadidura. Lo único que es auténtico es el hecho histórico de un encuentro que será fecundo si dejamos que su brisa acaricie nuestra alma. Esta es la gran aventura de los místicos. Ellos se han enraizado con profundo realismo en este mundo, pero con la mirada siempre puesta en el cielo.
Aquí es cuando empieza el gran itinerario hacia la cumbre
más alta: encontrarse en persona con Aquel que es la fuente de la existencia,
creciendo cada vez más en la ciencia infusa de Dios. Tener la custodia delante
es empezar a adentrarse en su misterio más profundo y fecundo.
El adorador vive anclado en la gratitud por tanto don
derrochado.
Sabe que su vida sólo se sostiene en Dios, y abraza la
realidad tal y como es, no como la quisiera.
Estar con Jesús siempre es un aprendizaje que lo hará más humano y más cristiano. Cuanto más íntimo sea nuestro encuentro con él, más trascendidos viviremos, hasta llegar a la unión mística con él y entrar en la dimensión divina. Así, el adorador pasa a ser maestro en amor a la eucaristía.
1 comentario:
Cuanta sensibilidad y sabiduría para traducir el sublime momento de Adoración al Santísimo! Gracias Pe Joaquim
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