domingo, julio 06, 2008

Somos familia de Cristo


Pablo fundó diversas comunidades, que constituían auténticas familias cristianas. Las parroquias, las diócesis, los movimientos… todos somos una gran familia.

¿Qué es necesario para que un grupo humano se convierta en familia?

La familia humana se arraiga en el amor

Para que haya una familia humana primero debe producirse un enamoramiento. En los fundamentos de la familia está el amor: algo que nos mueve hacia la persona amada. No sólo se trata de atracción por la belleza física, sino por la belleza interior, el corazón, la manera de ser del otro.

Pero el enamoramiento sólo es el arranque, la chispa inicial. El ser humano es un ser social, nacido para comunicarse y abrirse a los demás. Dios nos ha hecho así, y nuestras capacidades para relacionarnos, incluida la sexualidad, contribuyen a esa apertura a la comunicación y a la unión con el otro. No estamos hechos para vivir aislados, en una cueva. El hombre es plenamente hombre cuando se comunica con los demás; se realiza en plenitud cuando se abre a sus semejantes.

Todos buscamos esa relación y esa comunicación, y de ahí que en toda sociedad humana se formen grupos, unidos por motivaciones diversas.

Pero la familia es más que un grupo. Pide más que el deseo de comunicarse. La familia requiere confianza para llegar a compartir toda la vida con la otra persona. No basta el estallido del enamoramiento, esa fiesta de fuegos de artificio, hermosa, pero efímera. Debe haber otros factores que nos empujen a decidir que queremos estar para siempre con esa persona y construir con ella un proyecto de vida en común. Hablamos del amor, de la sinceridad, la transparencia, la confianza en el otro. Es necesario tener madurez para dar ese paso, y aceptar las diferencias, tener la capacidad de perdonarse, de abrirse a la procreación, a unos hijos… Unirse para siempre es un paso serio y definitivo que marcará la vida de la pareja y su personalidad, y que los hará felices o desdichados si no funciona.

Dios tiene un proyecto sobre la naturaleza humana. Dios quiere el matrimonio, y no su ruptura. Los profetas en la Biblia expresan el amor de Dios a su pueblo en términos conyugales, pues Dios también busca el amor de su criatura, en todas sus dimensiones.

En la familia espiritual, nos une Cristo

En la familia espiritual, las motivaciones son diferentes que las que nos puedan llevar al matrimonio o a la familia natural. Se da un gran salto entre la familia biológica y la comunidad cristiana.

La primera motivación no es el enamoramiento ni la simpatía, o el deseo de compartir nuestra vida y la intimidad. Lo que nos motiva a reunirnos en familia es Cristo.

Podemos hablar de comunidad cristiana como de familia, con todas las de la ley. Si en la familia humana heredamos la sangre y los genes, en la familia espiritual recibimos la sangre derramada de Cristo, para hacernos vivir en plenitud y alcanzar el reino de Dios.

Para formar parte de ella, no se nos pedirán ciertas cualidades, ni simpatía, ni afinidad. Se nos pedirá mucha generosidad y comprensión, aceptación de las diferencias y caridad. ¡En las comunidades cristianas somos muy distintos unos de otros!

Nos une Cristo. Por él, todo lo podemos. Cristo nos lo da todo y multiplica en bienes espirituales todo cuanto libremente le damos.

Dios quiere nuestra libertad

La familia espiritual, como la natural, parte de la libertad. Deseamos libremente la comunión.

Somos humanos y pecadores, y no es sencillo ser familia de Cristo, aunque lo que nos une sea muy grande. Dios nunca nos obligará a nada, ni siquiera a amarlo, si nosotros no queremos. Por eso, quizás en vez de ser 500 en algún momento seremos 5.
La libertad como respuesta es importante. Además, debemos responder con alegría. No porque toca, porque hay que cumplir, sino porque el amor de Dios es el centro de nuestra vocación, de nuestra vida.

Cuando Dios llama, no nos obliga, sino que nos invita a su amor. No es una exigencia, ¡es una alegría!, al igual que para los padres es un gozo amar a sus hijos.

Cuando uno recibe tanto, algo tan grande y hermoso, lo menos que podemos hacer es responder. Gratis lo hemos recibido, gratis hemos de darlo a los demás, con coraje.

Además de la libertad, hemos de desearlo ardientemente en nuestro corazón. Ser familia es una vocación.

No hay Iglesia sin comunión

Cristo desea con todas sus fuerzas que nos convirtamos en parte de él y de su Iglesia. Nuestra fe pasa por el deseo de comunión. Hemos de estar dispuestos a amar y a dar la vida por nuestros hermanos en la fe.

¿En qué se ha de notar que somos cristianos? En que nuestro amor no sólo es una relación individual con Dios, sino también grupal, con nuestros semejantes. Amaos unos a otros. La dimensión comunitaria es esencial: la Iglesia no se entiende sin la unión de todos, sin el aprecio, la co-responsabilidad, la comunión.

La comunidad es familia. No vamos a la iglesia porque nos gusta, o porque ciertas personas nos caen bien. Lo importante es enamorarse de Cristo.

No estamos llamados a entendernos, sino a querernos, aunque no nos comprendamos del todo o no nos caigamos bien. El carácter de unos y otros no ha de ser aliciente ni tampoco obstáculo: Cristo nos llama y nos convoca, no el carisma del cura o la simpatía de los otros feligreses.

¿Quién no ha tenido sus fricciones en la familia de sangre? El conflicto es intrínseco del ser humano. Todos pasamos nuestros procesos internos y chocamos con los demás. ¡No importa! Dios nos ama así, tal y como somos.

O somos familia, o no somos de Cristo.
O somos comunidad, o no somos de Cristo.
O somos Iglesia, o no somos de Cristo.

Cristo no quiere una relación individualista. Ama nuestra intimidad, pero también nos quiere ver reunidos alrededor de su mesa, juntos, como una familia. Porque sin esa dimensión comunitaria difícilmente podremos crecer. Necesitamos al otro, su consuelo, su ayuda, su consejo, su compañía. Necesitamos la fuerza de los sacramentos.

Mantener vivo el entusiasmo

Hemos de desafiar el abatimiento, fruto del desgaste del tiempo. El tiempo nos erosiona y las personas cambiamos. Pero el corazón que ama siempre se mantiene joven, porque Dios es eternamente joven y su fuerza nunca se agota.

¿Queremos ser fuerza viva en la Iglesia? Que el amor de Dios nunca nos falte. Pablo siguió su labor incluso en la cárcel. Fue un apóstol incansable, jamás se rindió, jamás envejeció su ánimo; su entusiasmo nunca se agotó.

Nosotros, hoy, no somos perseguidos y encarcelados, aunque a veces puede darse una persecución ideológica. Pero somos pusilánimes. Y cuando el entusiasmo decae, la Iglesia se arruga como la piel. Entonces necesitamos maquillarnos. Pero lo que realmente nos rejuvenece es Cristo: él purifica nuestra piel y nuestro corazón.

No podemos dejar que nuestro corazón envejezca, encerrado en sí mismo. Lo que hagamos, por poco que nos parezca, hagámoslo con auténtica pasión, como si de esto dependiera todo. Pongamos entusiasmo, brío, tenacidad, convicción en todo cuanto hagamos. Pongamos fuerza, no caigamos en la apatía.

Todos tenemos problemas y nuestros ritmos internos fluctúan. Pero podemos apoyarnos en Dios, cuya fuerza nunca se agota. Pablo nunca se cansó. Puso todas sus fuerzas hasta el final.

Un don gozoso que nos da una fuerza inagotable

La familia de Dios crecerá en la medida que estemos enamorados de Cristo. Nada ni nadie podrá contra nosotros. No importan nuestros defectos ni los ataques desde afuera. Quien toma la comunión de Cristo, ya tiene un pie en el más allá. Si dentro de la comunidad estamos unidos, también fuera lo estaremos, y resistiremos. Nada ni nadie podrá arrebatarnos nuestra fe.

No merecemos ni formar parte de la estirpe de Dios, pero somos su familia por su gracia, porque así lo ha querido él. Somos familia de Cristo, ¡vivamos este don gozosamente!

1 comentario:

Anónimo dijo...
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