domingo, mayo 10, 2009

Primeras comuniones: cómo educamos a los niños en la fe

Estamos en el mes de mayo, una época en que muchos niños hacen la primera comunión. Asistimos a innumerables celebraciones que puntualmente llenan las iglesias de niños y familias que, de ordinario, no acuden a la eucaristía dominical.

Por un lado, a los cristianos practicantes habituales nos alegra ver el templo lleno y muchas caras de niños ilusionados. Por otro lado, constatar la frialdad y la desorientación con que muchas de estas personas acuden a la misa, nos hace cuestionar qué estamos haciendo y qué sentido tiene esta fiesta.

Durante uno o dos años, estos niños asisten a catequesis una vez por semana y, aunque con menor frecuencia, también acuden a la misa del domingo en su parroquia. Los catequistas y sacerdotes intentamos prepararlos para este acontecimiento, y también nos reunimos periódicamente con sus padres. Después de dos años de un trabajo tenaz de formación y acogida de estas familias, nos topamos con una cruda realidad. Pasada la fiesta de la primera comunión, muy pocos de estos niños, o a veces, ninguno, regresan a la iglesia.

Una fiesta que pierde su sentido

Los días antes de la comunión las familias se han volcado en todos los detalles de la fiesta —trajes, flores, banquete, fotografía…— como si se tratara de un acontecimiento civil. Esta vorágine engulle a los niños, que llegan al gran día muy despistados, nerviosos, pendientes de lo que llevan y de los regalos, y prácticamente inconscientes de la importancia de lo que van a recibir: el mismo Jesús. El sentido espiritual de la fiesta se diluye.

Esto nos lleva a una reflexión muy profunda que hemos de hacer desde la parroquia pero también desde las delegaciones de catequesis de las diferentes diócesis. Nos enfrentamos a un reto pedagógico urgente. ¿Cómo conseguir que niños y padres atisben, al menos, la importancia del acontecimiento que van a vivir?

¿No habremos hecho nosotros dejación de nuestra responsabilidad y exigencia, por querer cumplir con lo políticamente correcto? No podemos negar un sacramento a quien nos lo pide, pero sí podemos exigir que quien lo recibe —o sus familiares— estén lo suficientemente preparados y sean conscientes de lo que van a hacer. Este es nuestro caballo de batalla. Desde la Iglesia hemos de ser amables, atentos y acogedores; hemos de escuchar a quienes vienen a nosotros. Pero no podemos vender barato a Cristo ni dejar que un momento tan denso espiritualmente se convierta en la excusa fácil para celebrar una fiesta social.

El dilema de las parroquias

Las parroquias nos enfrentamos a este dilema: o admitir a muchos niños, que luego se irán y no se vincularán a la comunidad, o ser realistas y asumir que habrá muy pocos niños y cuidar la relación con sus familias, sabiendo que se implicarán con la parroquia.

Sabemos que responder a Jesús y seguirlo no es sencillo, pero acabamos convirtiendo nuestro trabajo evangelizador en algo tan diluido que nos acostumbramos a trabajar de esta manera y a no ir a fondo en la cuestión del crecimiento espiritual del niño. Lo consideramos un mal menor y nos consolamos pensando que “Dios hará más” —que es cierto— y que algo quedará en ellos, al menos en el recuerdo. Pero no podemos conformarnos sólo con eso.

Quizás por eso nos encontramos con esta situación: no hemos sido valientes a la hora de plantear esta cuestión y no podemos detener esta maquinaria. La sociedad pide primeras comuniones en mayo y las parroquias nos acabamos haciendo cómplices de un enorme entramado comercial y lúdico. Para la familia se convierte en un mero momento estético y sentimental, con su valor antropológico, como toda fiesta humana, pero desprovisto de su significado más genuino.

¿Soluciones posibles?

Trabajar muy a fondo con las familias. En el momento de la inscripción de un niño a la catequesis deberían quedar muy claras las cosas. No se trata de apuntar a un niño para que haga la comunión, sino del deseo de una familia que quiere incorporarse a la comunidad y, consecuentemente, sus hijos también lo harán, y se prepararán para recibir la comunión. Es un contrasentido que un niño haga la comunión y que sus padres, en cambio, no se sientan implicados y comprometidos con la Iglesia. Es una incoherencia que los niños perciben y que tiene sus consecuencias.

Los catequistas necesitan una buena formación. Hoy deben enfrentarse a retos que hace un par de generaciones no existían. Reciben a niños que provienen de entornos totalmente ignorantes de la fe y de la doctrina cristiana. Incluso algunos padres no son creyentes, o cuestionan a la Iglesia. Hay que saber hacer una catequesis en un entorno adverso y pagano. Muchas veces, hay que partir de cero, hacer una pre-evangelización. Los catequistas no pueden dar por supuesto que los niños conocen el evangelio y los hechos fundamentales de nuestra fe; ni siquiera están familiarizados con el lenguaje religioso, como antaño. De ahí la importancia de que haya dos o tres años de catequesis previos a la comunión, para que el niño vaya asimilando los conocimientos y la experiencia de la fe.

Los catequistas deben tener una preparación en una triple vertiente: teológica, pedagógica y humana. Teológica para conocer los contenidos de la fe y exponerlos de manera consistente. Pedagógica para transmitir de manera amena y eficaz estos contenidos y la vivencia de la comunidad. Y la formación humana es clave para comprender las realidades sociales y familiares que envuelven a estos niños, para saber escuchar a sus padres, a su entorno, y poder establecer una comunicación cercana y efectiva con ellos.

El catequista ha de vivir la fe intensamente, en el marco de su comunidad. La catequesis es algo más que una clase de religión: es testimonio de una experiencia de vida. Si el catequista no está integrado en la parroquia, si no vive su fe con entusiasmo, difícilmente podrá transmitir su mensaje. La catequesis se hace siempre desde la parroquia.

La educación en la fe es un trabajo de toda la comunidad. Todos somos responsables, no sólo el cura y los catequistas. Padres y feligreses tienen la misión de evangelizar, como cristianos llamados por el mismo Jesús. La comunidad entera se implica y ayuda en la formación de sus niños.

El regalo de la eucaristía es tan extraordinario, y gratuito, que no merece menos. Recibir a Cristo en el pan y el vino pide una profunda apertura de corazón. Nuestro desafío es lograr que los niños se enamoren de Jesús.

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