Pinturas en movimiento. Esculturas que respiran. Son manifestaciones de una ciudad que concentra el arte mundial: Roma. Su historia y esplendor se hacen patentes en su arquitectura, en su pintura y en su escultura. Hoy, dos mil años después de Cristo, no ha sido superada por ninguna otra ciudad del mundo. Ruinas y vestigios del pasado dan vida a la arqueología moderna. Los monolitos apuntando al cielo, como lanzas, son testigos de una grandeza milenaria. En Roma se puede viajar en el tiempo, retrocediendo milenios atrás. Cerramos los ojos y casi podemos oír el vocerío de los antiguos romanos, el rodar de los carros por las calzadas de piedra, el murmullo admirado de algún ciudadano ante la belleza de una estatua o de un templo. Tanta grandeza y genio arquitectónico ponen de relieve el poder de un imperio que se extendió imparable alrededor del Mediterráneo. Contemplo los restos de esta grandiosidad pasada: todo es fascinante. El Coliseo, el Circo Máximo, el Panteón. Todo nos habla de un pasado que fascina al peregrino y no lo deja indiferente. El perfume de la antigua gloria de Roma sigue penetrando en aquellos que tienen alma de cronista e historiador, de aquellos que se dejan seducir por la fuerza creativa de tantas mentes brillantes y emperadores osados que supieron llevar su poderío militar y su mentalidad práctica a todo el mundo entonces conocido. Los romanos se convirtieron en los amos del mundo. Uno no para de asombrarse ante tal explosión de arte: visitar Roma deja un sabor de epopeya. Una epopeya que también vio su declive. El imperio cayó, como sabemos, a manos de las invasiones bárbaras. Pero su huella ha permanecido en el tiempo y su legado sobrevive hasta hoy.
Una idea que cambia el mundo
Ante tanto esplendor en piedra, ¿qué valor tenía la vida humana? ¿Dónde está el origen de tantas riquezas? ¿Cuántas almas dejaron el sudor y el aliento entre los sillares de templos, palacios y murallas? En los circos y en los anfiteatros romanos morían miles de esclavos, convertidos en gladiadores para distraer e incitar las pasiones de la plebe, ansiosa de ver correr la sangre. Los grandes pedían manos; el pueblo reclamaba circo. La cara oscura de la gloria la encontramos en aquellos que se enriquecieron dedicándose al negocio de la muerte. Entre bastidores, atisbamos conjuras de cónsules y senadores, asesinatos de emperadores, luchas acérrimas por el poder. Y, junto al poder, siempre acecha el temor. Al afán bulímico de poseer y dominar lo acompaña siempre el pánico a verse derrocado algún día. Roma se construyó sobre la fuerza y la sangre. Uno queda sobrecogido cuando lee las cifras: multitudes de esclavos servían y morían para mantener la gloria del imperio.
El Cristianismo puso en jaque a los emperadores que se autoproclamaban dioses, exigiendo culto y reverencia a sus vasallos. El humanismo cristiano fue penetrando en la cultura romana, introduciendo valores como el perdón y la misericordia. Otra clase de cultura estaba emergiendo, inspirada por la figura de Jesús de Nazaret. La persona y su libertad serían el eje de esta revolución cultural y religiosa que, poco a poco, fue empapando el mundo romano, aunque esto costaría muchas vidas en la Iglesia naciente. Pedro y Pablo dieron los primeros pasos en la construcción de una civilización con un concepto nuevo de la persona y la vida. La gloria ya no estaba en los monumentos, sino en el ser humano. Ya no serían la fuerza ni el genio quienes dominarían el mundo, sino una nueva concepción de las relaciones humanas, basada en el amor. El gran templo ya no sería de piedra y mármol, sino de carne y hueso: el cuerpo del hombre se convierte en el santuario predilecto de Dios. La idea de un Dios que se revela a la humanidad en Jesús de Nazaret supone otro desafío filosófico y religioso a la cultura griega y latina. La creencia judía en un Dios trascendente y a la vez cercano al hombre se expande con fuerza a través de las comunidades. Es un contrapunto al poder imperial. La sencillez y la pobreza de aquellos primeros discípulos de Jesús siguen siendo modélicas para los cristianos de hoy. Y es que la sencillez tiene una fuerza arrasadora: es capaz de convertir los corazones, más que cualquier palabra bella o discurso.
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