Una de las grandes preocupaciones del ser humano a lo largo de la historia es encontrarse un día con la enfermedad. Entonces topa con su propia naturaleza frágil: el dolor pone de manifiesto su contingencia.
Pero en la persona se da una paradoja: desea la salud, pero vive esclava de muchas dependencias. Necesitamos “chutes” artificiales que nos hagan sentirnos vivos. Estamos tan lanzados a la vorágine, al frenesí, al estrés, que caemos enfermos, física y psíquicamente. También espiritualmente. Nuestro sistema inmunitario se debilita y nuestras defensas son incapaces de hacer frente a cualquier patología. Problemas emocionales, familiares, afectivos, van mermando nuestra salud. La mala alimentación y la falta de tiempo para respirar hondo, para pasear plácidamente o dormir una siesta, agravan nuestro estado. Pero, sobre todo, la falta de afecto, de referencias y de valores humanos y religiosos hace que el hombre muchas veces esté abocado a la desesperación, al abismo del sinsentido.
Es verdad que las causas de las patologías pueden ser muy diversas y no siempre se pueden prever o evitar. Un accidente inesperado puede truncar la vida de una persona sana y la de sus familiares; una lesión, o una ruptura con los seres amados también puede causar estragos.
Cuánto padece la humanidad, cuando lo que anhela es la felicidad. Miles de facultativos luchan en los hospitales para que millones de personas tengan una mejor calidad de vida y no sucumban. Ante un futuro incierto que produce vértigo existencial, sentimos nuestra insignificancia, nuestra mortalidad. Nos enfrentamos, siendo capaces de grandes gestas, a la pequeñez. La enfermedad nos recuerda que somos polvo. Pero estas partículas que configuran nuestro ser tienen dentro un gran deseo de trascendencia. Somos algo más que células, vísceras y órganos. Dios nos ha hecho desde la epidermis hasta el alma. Por eso, cuando sentimos que nuestra vida resbala hacia la nada, aún tenemos la posibilidad de aprender del sufrimiento a redimensionar nuestra propia realidad humana y vivir con más paz y serenidad nuestros límites y los de los demás.
Desde esta actitud de humildad estaremos preparados para recibir el don sagrado del bálsamo de Dios: la unción de los enfermos.
La unción no sirve para impedir ninguna enfermedad o sufrimiento. Nos une al sufrimiento de Cristo y nos ayuda a vivir con paz y aceptación la enfermedad. La unción no nos aparta del abismo, pero nos da valentía para confiar y fortaleza para ensanchar el corazón dolorido. Nos hace mirar hacia el cielo, donde todo se ve con otra perspectiva. Desde allí, todo, hasta el dolor, tiene un sentido. La unción nos da coraje, confianza en Dios.
Él está más cerca que nunca. El aceite que empapa nuestra piel es el signo de su presencia dulce y balsámica. Su espíritu penetra nuestros poros, llegando de la piel al alma. Estamos ungidos por el amor de Dios. Esto nos ha de ayudar a vivir con más intensidad nuestra relación con Él, nuestro gran amigo que nos acompaña a lo largo de toda la vida. Y, aunque pueda parecer contradictorio, muchas veces nuestra enfermedad no es otra cosa que una gran oportunidad. Estamos tan ensimismados que nos olvidamos de Dios. A través de este sacramento podemos reencontrarlo.
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