Mártires. La palabra, en su sentido genuino, significa testimonio. Pero se ha convertido en
sinónimo de persona que muere de forma violenta por su fidelidad a un ideal o a
una causa.
Mártires cristianos son los que mueren por amor a Cristo, y
lo hacen como él, perdonando a quienes los persiguen y matan. La hagiografía
nos ha dejado muchas historias impactantes de aquellos primeros siglos del
cristianismo. Pero a lo largo de la historia ha habido muchos más mártires, víctimas
de guerras, persecuciones y represión ideológica. Hoy en Tarragona han sido beatificados
522 mártires de la fe, que sufrieron muerte por motivos religiosos durante la
guerra civil española. Tristemente, muchas personas han utilizado este evento
para hacer política. Hay que señalar que la causa de la beatificación nunca es
política, sino religiosa. Es un reconocimiento al valor de su fe inquebrantable
y al hecho de morir perdonando sin odio. Por tanto, nada más lejos de estos
eventos que provocar conflictos políticos y reabrir viejas heridas.
De aquel vigor y entusiasmo, aquella fe, que asume con
valentía incluso la persecución y la muerte, ¿qué nos queda? Ni la tortura pudo
matar la fe de los mártires. Uno queda sobrecogido de su fortaleza interior.
Para ellos Cristo era el fundamento de sus vidas. Sin él la vida carecía de
sentido. Cristo era la razón de su existencia, la experiencia que hacía brillar
sus ojos. Qué lección de firmeza y de coraje nos dan. Sobre todo, de confianza
absoluta en él. Es como si Cristo respirase en ellos: lo tenían tan dentro, que
se convirtieron en otros cristos. Nuestro patrón, San Félix, es un buen
ejemplo.
Han pasado veinte siglos desde los primeros martirios y el
continente europeo, antaño cristianizado, ha entrado en una fase stand by de su fe. ¿Qué nos pasa?
Estamos en una época de recesión espiritual. ¿A qué es debido? ¿Qué ha pasado
con ese fuego que incendiaba los corazones de aquellos mártires? ¿Dónde está
esa pasión de las comunidades primeras? Hemos dejado que las ideologías
contrarias a la fe se hayan inoculado, como un virus, en nuestras conciencias,
adormeciendo el tesoro de nuestra fe.
Nos hemos acomodado. Hemos entrado en la espiral de la
sociedad de consumo, hasta llegar a valorar más lo que se tiene que lo que se
es. Los logros científicos y las investigaciones en las diferentes ramas del
saber nos han ensoberbecido. Alimentamos un ego idolátrico de sí mismo, bebemos
el veneno de la autosuficiencia. Estas ideologías adormecedoras del sentido
vital de nuestra fe nos han llevado a seguir un rumbo hacia el abismo. Huimos
de todo lo que significa esfuerzo, entrega, renuncia, sacrificio. La crisis del
sistema económico liberal no es otra cosa que la consecuencia de una
fragmentación profunda del hombre. Cuando renuncia a su propia naturaleza,
ligada a lo trascendente, pierde toda referencia ética y genera situaciones
contradictorias: ha perdido parte de su esencia como ser humano y está a merced
de sus caprichos. Gradualmente pierde su libertad, hasta desintegrarse su ser
más íntimo y convertirse en esclavo de modas, ideologías y de su propia
vanagloria. Todo se relativiza: la familia, la moral… Nada es para siempre. Se
pierde el valor del compromiso, de la fidelidad y, sin darnos cuenta, en aras a
una libertad ideológica y ficticia, nos convertimos en esclavos de las
dictaduras que nos envuelven en una situación de seudo-bienestar y
seudo-libertad que amputan lo esencial de nuestra dignidad.
¿Cómo vivimos nuestra fe dos mil años después?
No nos excusemos en una sutil persecución ideológica, ni en
la crítica feroz a la Iglesia por parte de aquellas corrientes hostiles a la fe
cristiana, o en el auge de otras formas de vivir la espiritualidad, según diversas
filosofías que hay detrás. Cuando Jesús pregunta a sus discípulos ¿quién dice
la gente que soy yo?, aquí está la clave. ¿Quién es hoy, para nosotros, Jesús?
¿Es alguien capaz de hacernos vibrar, produciendo en nosotros una profunda
transformación? Jesús cambió radicalmente la vida de aquellos sencillos
galileos. ¿Qué les ocurrió, que el encuentro con Jesús los impactó de tal
manera? ¿Qué pasó en sus corazones, que lo dejaron todo e iniciaron una
aventura apasionante y desconocida para ellos, sin importarles el riesgo ni el
mañana? Fue una locura, que ocurre cuando uno queda atrapado por un amor
desbordante.
Si no nos volvemos a enamorar de Cristo no podremos
revitalizar la Iglesia. Ya estamos dentro de ella. ¿Qué nos pasa? No la
convirtamos en un ataúd, sino en una casa abierta, rebosante de vida. Para ello
hemos de abrir nuestro corazón y dejarnos interpelar por Jesús. Él ya está con
nosotros, jamás nos ha abandonado. ¿Hasta cuándo nosotros seguiremos alejados
de él, acomodados en una fe que se limita a cumplir preceptos y añorar tiempos
mejores? Creamos, de verdad, que está vivo y que nos llama, cada día.
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