Hace unos meses leí una carta pastoral del arzobispo de
Boston, pidiendo a los sacerdotes de su diócesis que se cuidaran. Entre los
curas diocesanos ha aumentado la obesidad de manera alarmante, y el arzobispo
advierte sobre la necesidad de ser moderados en la comida, ya que una mala
alimentación, con un exceso de comidas poco sanas, causa patologías en el
organismo y compromete seriamente su labor pastoral.
La OMS nos habla de una pandemia en Europa y en los Estados
Unidos: la obesidad. Conozco y he conocido a muchas personas que, por no
moderarse y comer cualquier cosa en cualquier momento, es decir, por mal
alimentarse, han terminado enfermando gravemente y sufriendo todo tipo de
trastornos: coronarios, cerebrales, circulatorios, neurológicos… En algunos
casos, los achaques sufridos los han reducido a un estado casi vegetal, en
otros, han limitado sus actividades y otros han quedado completamente
dependientes de los demás.
Personas brillantes intelectualmente, profesores,
empresarios, sacerdotes, médicos, que rebosaban vitalidad y disfrutaban de
enormes capacidades humanas e intelectuales, caen en la invalidez. Sus órganos, deteriorados, van declinando a
marchas forzadas. Sobrecoge verlos en su estado actual. Esto produce un gran
impacto psicológico y te lleva a comparar lo que fueron y lo que han llegado a
ser.
Es verdad que hay otras razones, a parte de la alimentación,
que pueden afectar a la salud. Existen también factores psicológicos,
emocionales, el estrés, una tendencia genética a ciertas patologías… Pero a menudo pienso si no estaremos
rindiendo un excesivo culto a la intelectualidad, dejando de lado el valor del
cuerpo y del cuidarse. Valoramos el trabajo, pero no tanto el descansar,
meditar, rezar. Priorizamos lo que tiene proyección social o intelectual. ¿No
habrá un orgullo, una soberbia escondida, que nos lleva a ignorar y sobrepasar
nuestros límites? Existe una bulimia intelectual que lleva a querer saber más,
querer absorber más conocimientos. No lo queremos reconocer, pero uno va
idolatrándose a sí mismo y por algún sitio hay que canalizar las ansiedades,
los miedos y los vacíos internos. Si no brillas en el mundo intelectual, parece
que no eres nadie.
Entonces, cuando sobreviene la enfermedad, cuántas cosas
quedan fulminadas, por no darse cuenta de que tenemos que ser más humildes,
reconocer lo que somos y hacer menos. ¿Por qué intentamos hacer más de lo que
nuestro cuerpo físico y nuestra psique nos pueden permitir? ¿No seremos también
bulímicos del hacer? Nos sentimos un poco superman, nos cuesta dejar de hacer
mil cosas y nos vamos adentrando en un laberinto de compromisos hasta llegar a
perder la paz. Queremos quedar tan bien con todo el mundo que nos secamos por
dentro. Pero las caras reflejan nuestra realidad. Detrás de una apariencia
amable y un discurso bien construido, con una buena retórica llena de frases
bonitas, nuestro lenguaje no verbal delata una vida estresada, agotada, llena
de ironía y amargura. No podemos escapar de nuestra realidad interior, por
muchas pantallas que pongamos.
¿Qué hacer? Para muchos, la enfermedad es un golpe, un
castigo, un sin sentido doloroso que hay que evitar y superar lo antes posible.
Quizás podríamos afrontar la dolencia de una manera más trascendida, aprendiendo
a ver qué mensaje nos trae esta fragilidad.
Dios nos ha creado corporales. El cuerpo es bueno y bello,
como afirma el Génesis. Es nuestra realidad física, la que nos permite
expresarnos, relacionarnos, comunicarnos, amar, sentir, disfrutar… Pero también
nos marca unos límites, espaciales y temporales. ¿Sabemos encontrar la
sabiduría que hay en estas limitaciones físicas? Dicen que la enfermedad es el
grito del cuerpo llamando nuestra atención. Nos pide cuidado, pero también nos
pide revisar nuestra vida. Nos exige parar, detenernos, reflexionar. Nos
recuerda que hemos de ser humildes y respetuosos con nosotros mismos. También
nos hace salir del egocentrismo, pues nuestra enfermedad siempre afecta a los
que nos rodean. ¿Queremos causar dolor y preocupación a nuestros seres
queridos?
La verdadera curación llegará cuando no sólo resolvamos el
problema físico, sino cuando aprendamos a cambiar nuestra vida. Y un gran
cambio empieza, como recordaba al principio, con la alimentación. Cuidemos lo
que entra en nuestro cuerpo, y también lo que entra en nuestra mente y nuestro
corazón. Porque todas nuestras dimensiones están relacionadas, y una nutrición
sana también reforzará nuestro espíritu. Es importante cuidarse para poder
servir y amar mejor.
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