La elegida de Dios
María, hogareña y contemplativa, supo estar en el lugar
donde le tocó vivir. Asombrada ante el anuncio de su maternidad, tuvo miedo,
pero se fió. Su comunicación con Dios partía de un abandono total en sus manos.
Aunque abrumada, tuvo la certeza de que su maternidad formaba parte de un plan divino
para ella. Calló e interiorizó, asimilando en su corazón, poco a poco, la
grandeza de aquella elección.
Seguramente se sintió muy pequeña. Pero su deseo profundo
era hacer la voluntad de Dios. El Espíritu Santo fecundó sus entrañas: la
entrada de Dios en el mundo fue a través de una jovencita sencilla de Nazaret.
Dios no quiso una mujer madura ni bien posicionada, de buen linaje, con poder y
bienes. No eligió a la reina de un imperio, ni a una princesa de sangre real. Tampoco
quiso aparecer en una gran ciudad o en un palacio. Buscó un lugar pequeño,
insignificante, escondido, en el último rincón de la provincia judía, bajo el
poder imperial romano.
En los evangelios María aparece muy poco, pero lo justo para
que podamos intuir su enorme trascendencia como prototipo y modelo de mujer
cristiana, dócil al designio de Dios. Ella vivió oculta, no tuvo una relevancia
especial en su pueblo. El magisterio de la Iglesia, considerando su papel en el
misterio de la encarnación, la proclama Madre de Dios. Así, se convierte en
co-mediadora del misterio de la salvación. Unida a Cristo, intercede por todos.
Pero la Iglesia también ve en ella un modelo de sencillez a imitar. María no
aparece en los evangelios como una tenaz evangelizadora, sino como la mujer que
no habla o que dice muy poco. Pero lo que hace es suficiente para adivinar su
plena comunión con Dios en la oración.
María, modelo de humildad
María nos enseña que su oración no es un hablar por hablar,
sino una escucha, un acto de confianza. No se nos presenta como una mujer
activista, arrolladora, de discurso convincente. Lo que nos atrae de María no
son sus palabras sino su silencio, su docilidad, su abandono. Ella no convence
a nadie. Desde su silencio más profundo, está completísimamente volcada a Dios.
Sabe que está en sus manos. ¿Hizo algo extraordinario? Lo único que hizo fue
decir sí. Dos letras que expresan la grandeza de una libertad abierta a Dios
sin reservas y la sencillez de una respuesta que no es un discurso dudoso, sino
una palabra breve, inequívoca y rotunda.
A María no le hacía falta decir más que sí a la aventura
silenciosa a la que Dios la llamaba. Por ese sí, por su ejemplo, María es
bendecida por el pueblo de Dios.
María merece ser venerada y reconocida, y tenida por modelo
a imitar, ya que nos acompaña hacia el encuentro con su Hijo. Quedarse solo en
María es no entender en profundidad el misterio de la encarnación. Su sí,
puerta abierta, es para que vayamos hacia Él. Cristo es el vértice del misterio
de la redención. Él es el centro de nuestra vida cristiana, imagen viva de
Dios. María está a su lado y en profunda comunión con el Padre. Pero es Cristo
quien ocupa el centro de la teología cristiana.
¿Qué ocurre cuando ponemos al mismo nivel a María y a
Cristo, o incluso, a veces, ponemos a la Virgen por encima? ¿Hemos captado
realmente el papel de María en la Iglesia? Cuánta gente reza más a María que a
Jesús. Esta piedad, ¿es adecuada? Cuántas veces vemos enormes colas ante una
imagen de la Virgen y nos olvidamos de Cristo en la cruz, o en la resurrección,
o en el mismo sagrario.
Rezamos a María, y tenemos que hacerlo, pero lo que ella
quiere es que recemos y amemos a su Hijo. En las bodas de Caná dijo a los
servidores: «Haced lo que él os diga». Ella intercede, media, pero nos dice:
dirigíos a Cristo.
¿Dónde radica la auténtica piedad mariana? A ella, que le
gustaba el silencio y la discreción de la vida oculta, ¿no la estaremos
abrumando con tantos rezos, letanías y ceremonias? ¿Y si ella lo que quiere, en
realidad, es que recemos más en silencio y que aprendamos a escuchar? Pidámosle
fuerza y ayuda para amar a Jesús y a los demás. Ella nunca quiso tener
protagonismo. ¿No le estaremos dando demasiado? Santa Teresita decía de ella:
¡Oh, cuánto amo a la Virgen María! Nos la presentan inaccesible; debieran presentárnosla imitable. ¡Tiene más de madre que de reina! Se ha dicho que su brillo eclipsa el de todos los santos, como el sol, al aparecer la aurora, hace desaparecer las estrellas. ¡Dios mío, cuán extraño es esto! ¡Una madre que ofusca la gloria de sus hijos! Yo pienso todo lo contrario; creo que aumentará, en mucho, el esplendor de los elegidos… ¡La Virgen María! ¡Cuán sencilla me parece que debió de ser su vida! (Historia de un alma, 12, 30).
Una sola virgen
Aunque ya sabemos que la figura de María posee diferentes
advocaciones, en función del entorno geográfico, cultural y religioso donde se
la venera, sorprende constatar que muchas personas dan más importancia a una virgen
que a otra, como si fueran personas distintas. ¿Tiene la gente claro que la
Virgen es la misma, esté donde esté y se llame como se llame? Todas las
imágenes, por diferentes que sean, son un intento de representar a una misma
Madre de Dios, que es María de Nazaret. Cuántas veces estamos viendo que para
ciertos fieles, “su Virgen” es más importante o mejor que las otras. Se puede
hablar de una inculturación de María en la tradición de cada lugar, con sus
historias y leyendas. Pero ninguna virgen es mejor que otra porque siempre
estamos hablando de la misma persona.
La auténtica piedad consiste no solo en rezar a María, sino
en escucharla y, sobre todo, en imitarla. Si lo intentamos, os aseguro que la
oración será mucho más fecunda.
El auténtico devoto mariano ha de revestirse de su sencillez
y discreción. María, como Madre de los cristianos, nos ama a todos. Despreciar
a alguien porque es diferente es rechazar a un hijo de María. ¿Creéis que ella
se alegraría de ver cómo rechazamos a un hijo suyo?
Nuestra vocación mariana pasa por aprender de ella su
dulzura y su docilidad, su amor generoso y tierno hacia todos sus hijos, sin
excepción. El auténtico devoto mariano es el que brilla en la caridad.
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