domingo, mayo 11, 2014

Manos que se convierten en altar

El domingo nació gris. Las nubes tapaban el sol, pero poco a poco un viento fresco fue limpiando el cielo de un día que hacía temer la falta de color. A medida que avanzaba la mañana las nubes se fueron apartando y dejaron que el sol luciera con fuerza. Cuando tocó la campana a las doce y media el cielo estaba totalmente despejado.

En procesión, con los niños delante, iniciamos la celebración del día del Señor. Siete niños estaban a punto de recibir a Jesús por primera vez. Mientras sonaba el canto de entrada los niños se dirigieron hacia el altar, hacia la mesa del anfitrión, Jesús, que los iba a acoger en su banquete eucarístico. Con nervios contenidos, eran muy conscientes de que era un día grande para ellos.

Fue una ceremonia festiva, con el acompañamiento de sus padres, atentos y visiblemente emocionados, que asistían a esos momentos milagrosos en la vida de sus hijos. Padres y familiares fueron testigos de ese momento tan especial para los niños: estaban a punto de abrir su corazón a Jesús, a punto de convertirse en custodias vivas. La hostia sagrada iba a alojarse en el hogar de sus corazones.

La celebración, dinámica, entre cánticos, lecturas, oraciones y tiempo de recogimiento, se revistió de un brillo especial. La belleza del entorno, con el templo adornado de flores, el perfume, la luz y la alegría que se respiraba, todo anticipaba el cielo aquí en la tierra.

Hubo momentos álgidos y significativos, como el rito de la paz. Los niños se dieron abrazos espontáneos, afectuosos, con el rostro iluminado por sus sonrisas frescas y alegres.  Las niñas, más delicadas, se abrazaban con suavidad, pero no con menos intensidad. Cruzaban miradas cómplices, sinceras, como si quisieran detener el tiempo en esos instantes tan hermosos.

Me di cuenta de que en estos dos cursos de formación los niños han hecho un largo camino juntos, forjando una gran complicidad, hasta convertirse en hermanos y amigos de Jesús. Aquellos abrazos de varios corazones fundidos en profunda amistad hablaban de la presencia real de Cristo, a punto de entrar en sus vidas. Era hermoso verlos entrelazados con aquella fuerza y alegría.

Quizás ellos no llegaron a entender la belleza del momento. El corazón de Cristo estaba a punto de formar parte del suyo.

Más tarde llegó el momento cumbre: la comunión. Con manos temblorosas, que hacían de altar, los niños fueron recibiendo el sagrado cuerpo de Cristo. Lo tomaban con delicadeza y suavidad, mirándolo con ojos vivos. Tenían a Dios mismo en las manos. El milagro estaba sucediendo: estaban tomando trozos de eternidad. Para mí fue un momento muy denso espiritualmente. El brillo de Cristo iluminaba sus rostros.

Me invadió una enorme paz y sentí una emoción indescriptible. Uno de los misterios culmen de la fe, con la fuerza de su luz, estallaba ante mí. Jesús, a través del sacramento, se hacía real y presente en estos niños. Fue un momento sublime: la inmensidad del cielo se abría ante mis ojos. Siete niños empezaban juntos una hermosa historia de camino hacia el cielo, con el compromiso de un sí para siempre.

Como ramas unidas al tronco de Cristo, se podrán hacer más amigos que nunca, porque la sangre de Cristo sella para siempre la amistad, más allá del tiempo. Ojalá estos siete niños sean fieles a Jesús a lo largo de sus vidas. Ojalá nunca olviden este día tan crucial.

A partir de ahora, la vida de Dios comenzará a crecer en ellos para llenarlos de una alegría desbordante. Lo tienen ya dentro, formando parte de su vida. Que sus padres, la comunidad y la Iglesia podamos acompañarlos para que nunca pierdan el rumbo hacia la felicidad plena, que es Dios.

Bajo la tupida morera del patio, en el crepúsculo, cuando el azul del día iba dando paso a la noche, medité sobre el acontecer de la jornada. Posé mi mirada en la cruz, sobre la campana, con el fondo dorado de las hojas de los plataneros, iluminados por el farol, y escuché el suave susurro de Dios, que me invitaba a la oración y al recogimiento. La media luna, suspendida en el cielo, y el último toque de la campana hicieron resonar en mi corazón la grandeza de un día en el que Dios quiso entrar en siete almitas, llamadas a ser testigos de una experiencia de amor inconmensurable en el mundo.

4 mayo 2014 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Padre, qué lindas sus palabras.
Cómo llegan al alma!
Gracias
Dios lo bendiga