El domingo nació gris. Las nubes tapaban el sol, pero poco a
poco un viento fresco fue limpiando el cielo de un día que hacía temer la falta
de color. A medida que avanzaba la mañana las nubes se fueron apartando y
dejaron que el sol luciera con fuerza. Cuando tocó la campana a las doce y
media el cielo estaba totalmente despejado.
En procesión, con los niños delante, iniciamos la
celebración del día del Señor. Siete niños estaban a punto de recibir a Jesús
por primera vez. Mientras sonaba el canto de entrada los niños se dirigieron
hacia el altar, hacia la mesa del anfitrión, Jesús, que los iba a acoger en su
banquete eucarístico. Con nervios contenidos, eran muy conscientes de que era
un día grande para ellos.
Fue una ceremonia festiva, con el acompañamiento de sus
padres, atentos y visiblemente emocionados, que asistían a esos momentos
milagrosos en la vida de sus hijos. Padres y familiares fueron testigos de ese
momento tan especial para los niños: estaban a punto de abrir su corazón a
Jesús, a punto de convertirse en custodias vivas. La hostia sagrada iba a
alojarse en el hogar de sus corazones.
La celebración, dinámica, entre cánticos, lecturas,
oraciones y tiempo de recogimiento, se revistió de un brillo especial. La
belleza del entorno, con el templo adornado de flores, el perfume, la luz y la
alegría que se respiraba, todo anticipaba el cielo aquí en la tierra.
Hubo momentos álgidos y significativos, como el rito de la
paz. Los niños se dieron abrazos espontáneos, afectuosos, con el rostro
iluminado por sus sonrisas frescas y alegres.
Las niñas, más delicadas, se abrazaban con suavidad, pero no con menos
intensidad. Cruzaban miradas cómplices, sinceras, como si quisieran detener el
tiempo en esos instantes tan hermosos.
Me di cuenta de que en estos dos cursos de formación los
niños han hecho un largo camino juntos, forjando una gran complicidad, hasta
convertirse en hermanos y amigos de Jesús. Aquellos abrazos de varios corazones
fundidos en profunda amistad hablaban de la presencia real de Cristo, a punto
de entrar en sus vidas. Era hermoso verlos entrelazados con aquella fuerza y
alegría.
Quizás ellos no llegaron a entender la belleza del momento.
El corazón de Cristo estaba a punto de formar parte del suyo.
Más tarde llegó el momento cumbre: la comunión. Con manos
temblorosas, que hacían de altar, los niños fueron recibiendo el sagrado cuerpo
de Cristo. Lo tomaban con delicadeza y suavidad, mirándolo con ojos vivos. Tenían
a Dios mismo en las manos. El milagro estaba sucediendo: estaban tomando trozos
de eternidad. Para mí fue un momento muy denso espiritualmente. El brillo de Cristo
iluminaba sus rostros.
Me invadió una enorme paz y sentí una emoción
indescriptible. Uno de los misterios culmen de la fe, con la fuerza de su luz,
estallaba ante mí. Jesús, a través del sacramento, se hacía real y presente en
estos niños. Fue un momento sublime: la inmensidad del cielo se abría ante mis
ojos. Siete niños empezaban juntos una hermosa historia de camino hacia el
cielo, con el compromiso de un sí para siempre.
Como ramas unidas al tronco de Cristo, se podrán hacer más
amigos que nunca, porque la sangre de Cristo sella para siempre la amistad, más
allá del tiempo. Ojalá estos siete niños sean fieles a Jesús a lo largo de sus
vidas. Ojalá nunca olviden este día tan crucial.
A partir de ahora, la vida de Dios comenzará a crecer en
ellos para llenarlos de una alegría desbordante. Lo tienen ya dentro, formando
parte de su vida. Que sus padres, la comunidad y la Iglesia podamos
acompañarlos para que nunca pierdan el rumbo hacia la felicidad plena, que es
Dios.
Bajo la tupida morera del patio, en el crepúsculo, cuando el
azul del día iba dando paso a la noche, medité sobre el acontecer de la
jornada. Posé mi mirada en la cruz, sobre la campana, con el fondo dorado de
las hojas de los plataneros, iluminados por el farol, y escuché el suave
susurro de Dios, que me invitaba a la oración y al recogimiento. La media luna,
suspendida en el cielo, y el último toque de la campana hicieron resonar en mi
corazón la grandeza de un día en el que Dios quiso entrar en siete almitas,
llamadas a ser testigos de una experiencia de amor inconmensurable en el mundo.
4 mayo 2014
1 comentario:
Padre, qué lindas sus palabras.
Cómo llegan al alma!
Gracias
Dios lo bendiga
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