La
semana pasada reflexionábamos en la muerte y en su sentido. Después de una vida
tan llena de experiencias, pasiones y proyectos, ¿tiene sentido que todo acabe
en la nada?
¿Para
qué hemos existido, si todo termina en un gran vacío? Aún más,
podemos preguntarnos: si Dios es el autor de nuestra vida, ¿tiene
sentido que nos haya creado con tanto amor para luego hacernos desaparecer?
La
humanidad, desde sus albores, ha intuido que no. No todo acaba en la tumba, en
las cenizas, en la nada. Hay en el hombre un deseo innato de eternidad, de
perpetuar su vida y la de aquellos a quien ama. Pero, ¿basta el deseo para
hacer que esta vida eterna sea real? ¿No será un invento humano para calmar la
angustia, el miedo a morir, a desaparecer?
La
razón y la mentalidad científica nos hacen escépticos: lo que no vemos ni
tocamos, no podemos creerlo. Pero esta manera de pensar es muy pobre. ¿Cómo
vamos a ver y tocar una vida que está en otra dimensión, más allá del tiempo y
del espacio en el que nos movemos? No tenemos evidencias de ella, pero sí
podemos creer en ella, pues la fe es certeza y esperanza de lo que aún no
sabemos. Y tener fe es algo razonable. En nuestra vida, cada día, hacemos
muchos actos de fe. Creemos en el amor de nuestros padres o de nuestro cónyuge, confiamos en la respuesta
del prójimo, trabajamos porque esperamos obtener unos frutos, continuamente nos
estamos fiando de que las cosas serán de un cierto modo. Si no, ¡sería
imposible vivir y hacer nada!
Con
la vida eterna, sin embargo, los cristianos tenemos algo más que fe. ¡Tenemos
una certeza! Jesús resucitó y vino en persona para comunicarnos esa otra vida,
sin fin y sin muerte, a la que estamos llamados. Se apareció a sus amigos,
habló con ellos, comió con ellos y les dio a tocar su cuerpo y las marcas de
sus heridas. También se apareció a muchos otros seguidores, y ellos dieron un
testimonio que ha llegado hasta hoy. Ese testimonio es veraz. Si hubieran
querido inventar una historia, jamás se les hubiera ocurrido divulgar algo tan inimaginable,
tan extraordinario, tan increíble...
Nuestra fe no solo está fundamentada en un deseo, sino en una experiencia real.
Un cielo nuevo y una tierra nueva
El destino de la humanidad y de toda la creación no puede ser un final trágico y oscuro. El que ha creado todo por amor no se complace destruyendo, sino dando más vida, renovando, regenerando.
Los
signos del Reino de Dios que acompañaron a Jesús fueron siempre alegres: vida,
salud, fiesta. Los cojos
andan, los ciegos ven, los sordos oyen y los mudos hablan… El Reino de Dios es un banquete, como Jesús
explicó en tantas parábolas. Nuestra vida no está abocada al absurdo vacío,
sino a la plenitud.
San
Pablo utiliza una imagen potente: el mundo está de parto. Toda la creación gime
con los dolores del alumbramiento. ¿Qué es lo que saldrá a la luz? Una nueva
creación, una tierra nueva y un cielo nuevo, como dice el Apocalipsis, y una nueva
humanidad, mucho más plena y hermosa.
La
muerte, para cada persona, es el parto individual, el trance por el que ha de
pasar a otra vida. De la misma manera que un bebé pasa del cálido vientre
materno a la vida en el mundo exterior, muchísimo más espaciosa y llena de
experiencias y sensaciones, así nosotros, cuando muramos, pasaremos de la vida
terrena a otra inmensa, que no podemos ni imaginar. Nos ocurre como al bebé: no
querríamos abandonar esta vida que ya conocemos, que nos resulta tan dulce,
pese a todos los problemas y dificultades que tengamos que abordar. ¡Nos
aferramos a esta vida! No podemos saber
cómo será la otra, incluso nos permitimos dudar de ella… Pero esa otra vida
existe. Nuestra vivencia en la tierra ha sido como un embarazo para la vida en
el cielo.
Dios
nos ama tanto que, para no dejar de amarnos, nos ha dado una vida eterna. Quiero que allí donde estoy yo estéis vosotros, dice Jesús a sus amigos. Este es el deseo
de Dios para todos nosotros, que somos sus amigos, sus hijos amados, sus perlas
preciosas. Enviando a Jesús, y con su resurrección, Dios abre una puerta para
todos. El umbral de esta puerta es la muerte, pero al otro lado nos espera una
vida como jamás podremos imaginar. Dice San Pablo: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni cabe en el
corazón humano lo que Dios ha preparado para los que le aman.
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