El Dios de las alturas baja para hacerse pan
Hoy celebramos el día de la caridad. Este día nos recuerda
que Jesús nos hace el don de sí mismo. En él confluyen amor, eucaristía y
sacerdocio. Esta triple realidad resume una entrega sin límites.
Sobre el altar se realiza el sacrificio del amor y la
caridad universal transformadora. Hoy celebramos que Jesús quiere permanecer
para siempre con nosotros. Con su presencia, quiere abrirnos una puerta hacia
la eternidad, donde está él, con el Padre. Nos ofrece su cuerpo como pan para
que podamos gustar de antemano los placeres del cielo.
Si Jesús es la puerta del cielo, la eucaristía es la
antesala de ese trozo de cielo que es el sagrario, hogar de Cristo sacramentado
en la tierra. Hoy, Jueves Santo, es un día para contemplar la belleza de un
amor sin fisuras. Estamos asistiendo a una locura que va más allá de toda
lógica. El Dios grande, todopoderoso, ha decidido hacerse pedacito de pan
porque quiere alimentarnos y permanecer en nosotros para siempre. Algo
inconcebible para la razón humana: todo un Dios se hace migaja para que lo
tomemos. Uno queda sobrecogido ante la inmensidad de este amor.
El sacerdote, instrumento del amor
Pero todavía es mayor el milagro cuando él mismo se hace
presente en las manos del sacerdote. Una luz intensa atraviesa el corazón del
sacerdote que repite las palabras y los gestos de Jesús, convirtiéndose en otra
hostia sagrada para el pueblo de Dios.
Hoy es un día que ha de resonar muy especialmente en los
hombres consagrados a vivir la misma vida de Cristo haciéndose pan para los
demás. Hoy es un día en el que deberíamos ser conscientes del gran don que Dios
nos ha hecho. Él mismo se nos ha dado para que su vida sea nuestra vida, sus
palabras sean nuestras palabras y su amor sea el nuestro. Esta es la grandeza
del sacerdocio. Dios ha querido que desde nuestra pequeñez seamos instrumento
de su infinito amor a los hombres. Y no le importan nuestros defectos, ni
siguiera nuestra preparación, sino que haya un corazón dispuesto a arriesgarlo
todo.
La mística del sacerdote se fundamenta en un amor
inconmensurable a la eucaristía. Esta se convierte en el eje de su vida
espiritual, donde se alimenta, celebra y se da a su comunidad. Esta tarde,
llevando a Cristo en procesión hacia su hogar, el sagrario, no he podido dejar
de sentir un profundo estremecimiento sacudiendo lo más hondo de mi alma. Mis
ojos veían el milagro en mis manos: un Dios hecho pan para eternizar nuestra
vida.
Un anticipo del banquete eterno
Dios ha decidido sellar con la sangre de su Hijo una alianza
de amistad con el hombre. Ha decidido no dejarnos solos nunca más. Él penetra
hasta los pliegues más profundos de nuestra alma para que sintamos que está en
nosotros, como eterna y sosegada compañía. La soledad, la angustia y la muerte
han sido vencidas por una presencia que calma la sed de nuestro espíritu.
La gracia del sacerdocio confirma esta certeza ulterior.
Dios siempre está presente en la vida, en la historia y en cada ser humano.
Esta es la única verdad y experiencia del hombre que le hará ir más allá de sí
mismo.
¡Bendita vocación a la que fuimos llamados sin merecerlo!
Hacer descender a Dios con nuestras manos es lo más sagrado que podemos hacer.
Humanidad y divinidad se funden en un abrazo; cielo y tierra se unen. El hombre
y Dios se abrazan en el corazón de Cristo para siempre. El ágape eucarístico es
el anticipo del banquete del cielo con toda la Iglesia triunfante.
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