lunes, abril 06, 2015

Un milagro en mis manos

El Dios de las alturas baja para hacerse pan


Hoy celebramos el día de la caridad. Este día nos recuerda que Jesús nos hace el don de sí mismo. En él confluyen amor, eucaristía y sacerdocio. Esta triple realidad resume una entrega sin límites.

Sobre el altar se realiza el sacrificio del amor y la caridad universal transformadora. Hoy celebramos que Jesús quiere permanecer para siempre con nosotros. Con su presencia, quiere abrirnos una puerta hacia la eternidad, donde está él, con el Padre. Nos ofrece su cuerpo como pan para que podamos gustar de antemano los placeres del cielo.

Si Jesús es la puerta del cielo, la eucaristía es la antesala de ese trozo de cielo que es el sagrario, hogar de Cristo sacramentado en la tierra. Hoy, Jueves Santo, es un día para contemplar la belleza de un amor sin fisuras. Estamos asistiendo a una locura que va más allá de toda lógica. El Dios grande, todopoderoso, ha decidido hacerse pedacito de pan porque quiere alimentarnos y permanecer en nosotros para siempre. Algo inconcebible para la razón humana: todo un Dios se hace migaja para que lo tomemos. Uno queda sobrecogido ante la inmensidad de este amor.

El sacerdote, instrumento del amor


Pero todavía es mayor el milagro cuando él mismo se hace presente en las manos del sacerdote. Una luz intensa atraviesa el corazón del sacerdote que repite las palabras y los gestos de Jesús, convirtiéndose en otra hostia sagrada para el pueblo de Dios.

Hoy es un día que ha de resonar muy especialmente en los hombres consagrados a vivir la misma vida de Cristo haciéndose pan para los demás. Hoy es un día en el que deberíamos ser conscientes del gran don que Dios nos ha hecho. Él mismo se nos ha dado para que su vida sea nuestra vida, sus palabras sean nuestras palabras y su amor sea el nuestro. Esta es la grandeza del sacerdocio. Dios ha querido que desde nuestra pequeñez seamos instrumento de su infinito amor a los hombres. Y no le importan nuestros defectos, ni siguiera nuestra preparación, sino que haya un corazón dispuesto a arriesgarlo todo.

La mística del sacerdote se fundamenta en un amor inconmensurable a la eucaristía. Esta se convierte en el eje de su vida espiritual, donde se alimenta, celebra y se da a su comunidad. Esta tarde, llevando a Cristo en procesión hacia su hogar, el sagrario, no he podido dejar de sentir un profundo estremecimiento sacudiendo lo más hondo de mi alma. Mis ojos veían el milagro en mis manos: un Dios hecho pan para eternizar nuestra vida.

Un anticipo del banquete eterno


Dios ha decidido sellar con la sangre de su Hijo una alianza de amistad con el hombre. Ha decidido no dejarnos solos nunca más. Él penetra hasta los pliegues más profundos de nuestra alma para que sintamos que está en nosotros, como eterna y sosegada compañía. La soledad, la angustia y la muerte han sido vencidas por una presencia que calma la sed de nuestro espíritu.

La gracia del sacerdocio confirma esta certeza ulterior. Dios siempre está presente en la vida, en la historia y en cada ser humano. Esta es la única verdad y experiencia del hombre que le hará ir más allá de sí mismo.

¡Bendita vocación a la que fuimos llamados sin merecerlo! Hacer descender a Dios con nuestras manos es lo más sagrado que podemos hacer. Humanidad y divinidad se funden en un abrazo; cielo y tierra se unen. El hombre y Dios se abrazan en el corazón de Cristo para siempre. El ágape eucarístico es el anticipo del banquete del cielo con toda la Iglesia triunfante. 

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