Palpo de cerca del misterio de un Dios que se encarna en
Jesús, sacramentándose después de la resurrección. Es el signo, la prueba de un
amor que se derrama entregándose. Cristo es la culminación del deseo de Dios:
él llama al hombre a la vocación de divinizarse, como hijo de Dios. Cuando las
manos del sacerdote abren las puertas del sagrario, está tocando con sus dedos
la eternidad, el hogar del mismo Cristo, el corazón de Dios. El sacerdote tiene
las llaves del cielo.
Toco con mis manos al mismo Jesús. Sostenerlo es como acoger
al mismo corazón de Dios. Conmovido ante ese pálpito, me estremezco, al ver y
sentir tan de cerca que ese misterio de amor de Dios con el hombre tiene un
rostro, un corazón que late, una presencia real, viva. En lo más hondo de mi
corazón resuena un soplo melodioso, tan real como mi respiración.
Contemplar la hostia sagrada me da a conocer la pequeñez de
mi ser diminuto, amasado en las manos amorosas de un Padre que ha hecho de mi
barro, con su soplo, un alma con un deseo insaciable de buscarle. Por eso
adorar también es dejar que él nos saque del abismo para abrazar su luz. Es
reconocer nuestra indigencia de amor, reconocer que sin su guía amorosa nos
perdemos. No era necesario que yo existiera, pero él me ha creado por amor
gratuito y me ha dado una vida más bella y más apasionante de lo que podía
esperar.
Expongo en el altar la custodia con el Santo de Dios, Cristo
eucarístico. Sale del silencio del sagrario con toda la fuerza de su luz y su
amor para ser contemplado, adorado,
cantado, rezado. Su presencia sublime puede desconcertarnos porque, a
pesar de que seguimos equivocándonos y pecando, él no deja de seducirnos hasta
conquistar nuestro rudo corazón. Él nunca desespera, porque es la misma esperanza
de todo anhelo humano. La conquista del hombre es una epopeya de amor que
continúa desde el inicio de la historia de la salvación. Las escrituras
recuerdan cómo Dios envió a grandes figuras bíblicas, Noé, Abraham, Moisés,
Josué, los profetas, hasta su propio Hijo, para que culmine la gran misión:
revelar el amor de un Dios que se empeña en conquistarnos para que nos dejemos
mirar, abrazar, amar y llamar a formar parte de su amor divino.
La Iglesia hoy es la continuación de esa historia de amor de
Dios con el hombre. El presbítero, en nombre de Cristo, dispensa la gracia de
Dios a través de los sacramentos, alimentando y custodiando al rebaño
encomendado a su cuidado. La historia sigue, con la acción del Espíritu Santo,
para que este amor no caiga ni se doblegue, y se sostenga vigoroso y
entusiasta.
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