Podemos
comparar la Iglesia a un organismo vivo formado por millones de células: cada
cristiano es una célula de este gran cuerpo de Cristo en el mundo.
Para
vivir, todo cuerpo necesita respirar y alimentarse. ¿Cuánto tiempo resistimos
sin comer? Semanas, quizás meses. Sin beber, en cambio, solo podemos sobrevivir
unos pocos días. ¿Y sin respirar? Apenas unos minutos. Sin oxígeno el cuerpo
muere.
Si
nuestra vida cristiana en la Iglesia carece de vigor es porque nos falta el
oxígeno de Dios. Nos falta respirar al Espíritu Santo. También se debilita por
falta de alimento. Necesitamos nutrirnos del cuerpo y de la sangre de Cristo,
que nos fortalecen y nos dan la energía necesaria para vivir como auténticos
hijos de Dios.
Al
igual que un cuerpo enferma, nuestra vida espiritual también puede enfermar y
morir. Cuando una célula no recibe oxígeno muere; cuando no recibe alimento
suficiente envejece. Si sufre carencia de oxígeno y nutrientes, puede intentar
sobrevivir, pero degenera y se convierte en una célula enferma e incluso
cancerosa. ¿Qué impide que la célula
crezca bien? A menudo el problema está en la mala alimentación: el exceso de
grasas que bloquean los vasos sanguíneos, los azúcares y toxinas que contaminan
el medio celular… De la misma manera, también en la vida espiritual nos estamos
intoxicando. Si no cuidamos bien lo que comemos, nuestra alma enfermará.
¿Qué
nos envenena? En primer lugar, las críticas y el mal hablar. Cuando nos
llenamos de prejuicios, recelos, desconfianza, ansia de reconocimiento y
enfado, estamos tomando “grasas” y “toxinas” que bloquean nuestro crecimiento
interior. La comunicación nos alimenta, pero la maledicencia, el comadreo y la
envidia impiden que el oxígeno del Espíritu Santo llegue a nuestra alma. Por
mucho que nos alimentemos, si la sangre no circula bien los nutrientes no
llegarán a su destino. Por muchas buenas obras y méritos que tengamos, si en
nosotros no hay caridad y comprensión, de poco nos servirá.
Hemos
de hacer dieta: dieta de crítica, de comentarios, de malpensar; dieta de celos
y de afán de protagonismo; dieta de orgullo y de creerse mejor que nadie; dieta
de cerrazón mental e incapacidad de ponerse en el lugar del otro; dieta de
juicios y de condenas. Solo así, limpios de corazón y humildes, el oxígeno del
Espíritu podrá penetrar en nosotros, insuflándonos una vida extraordinaria.
La
energía que nos da el Espíritu Santo nos renueva, regenera el tejido de nuestra
alma, nos rejuvenece y nos da las fuerzas y la inteligencia que necesitamos
para ser apóstoles entusiastas. Este oxígeno de Dios nos sana y permite que el
buen alimento, el pan de Cristo, entre en nosotros y nos transforme. Si
nuestras células están bien oxigenadas, todo el cuerpo funciona bien. Si
nosotros estamos bien oxigenados por el Espíritu Santo, el cuerpo de la Iglesia
también estará más sano y más vivo que nunca. Así como una célula enferma se
multiplica y esparce el cáncer, una pequeña célula viva y saludable hace un
bien enorme a las que están junto a ella. Tenemos esta responsabilidad: ser
miembros sanos de la Iglesia, bien nutridos por el oxígeno divino y fuertes
para llevar a cabo nuestra misión, que es llevar el amor de Dios a todo el
mundo.
Joaquín
Iglesias
24
mayo 2015
Fiesta
de Pentecostés
1 comentario:
Excelente!! Lo entendí perfectamente! Gracias 😊
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